2 de febrero 2020. “Todo es gracia y don en la vida
consagrada. Homilía Papa Francisco, en la fiesta de la presentación del Señor.
La vida consagrada y una vejez colmada. «Mis ojos han visto a tu Salvador»
(Lucas 2,30). Son las palabras de Simeón, que el Evangelio presenta como un
hombre sencillo: un «hombre justo y piadoso», dice el texto (v. 25). Pero entre
todos los hombres que aquel día estaban en el templo, sólo él vio en Jesús al
Salvador. ¿Qué es lo que vio? Un niño, simplemente un niño pequeño y frágil.
Pero allí vio la salvación, porque el Espíritu Santo le hizo reconocer en aquel
tierno recién nacido «al Mesías del Señor» (v. 26). Tomándolo entre sus brazos
percibió, en la fe, que en Él Dios llevaba a cumplimiento sus promesas. Y
entonces, Simeón podía irse en paz: había visto la gracia que vale más que la
vida (cf. Sal 63,4), y no esperaba nada más.
También vosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados,
sois hombres y mujeres sencillos que habéis visto el tesoro que vale más que
todas las riquezas del mundo. Por eso habéis
dejado cosas preciosas, como los bienes, como formar una familia.
¿Por qué
lo habéis hecho? Porque os habéis enamorado de Jesús, habéis visto todo en Él
y, cautivados por su mirada, habéis dejado lo demás. La vida consagrada es esta
visión. Es ver lo que es importante en la vida. Es acoger el don del Señor con
los brazos abiertos, como hizo Simeón. Eso es lo que ven los ojos de los
consagrados: la gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día se mira
y dice: “Todo es don, todo es gracia”. Queridos hermanos y hermanas: No
hemos merecido la vida religiosa, es un don de amor que hemos recibido.
Mis ojos han visto a tu Salvador. Son las palabras que
repetimos cada noche en Completas. Con ellas concluimos la jornada diciendo:
“Señor, mi Salvador eres Tú, mis manos no están vacías, sino llenas de tu gracia”.
El punto de partida es saber ver la gracia. Mirar hacia atrás, releer la propia
historia y ver el don fiel de Dios: no sólo en los grandes momentos de la vida,
sino también en las fragilidades, en las debilidades, en las miserias. El tentador, el diablo insiste precisamente
en nuestras miserias, en nuestras manos vacías: “En tantos años no
mejoraste, no hiciste lo que podías, no te dejaron hacer aquello para lo que
valías, no fuiste siempre fiel, no fuiste capaz…” y así sucesivamente. Cada uno
de nosotros conoce bien esta historia, estas palabras. Nosotros vemos que eso,
en parte, es verdad, y vamos detrás de pensamientos y sentimientos que nos
desorientan. Y corremos el riesgo de
perder la brújula, que es la gratuidad de Dios. Porque Dios siempre nos ama
y se nos da, incluso en nuestras miserias. San Jerónimo daba tantas cosas al
Señor y el Señor le pedía cada vez más. Él le ha dicho: “Pero, Señor, ya te he
dado todo, todo, ¿qué me falta?” —“tus pecados, tus miserias, dame tus
miserias”. Cuando tenemos la mirada fija en Él, nos abrimos al perdón que nos
renueva y somos confirmados por su fidelidad. Hoy podemos preguntarnos: “Yo,
¿hacia quién oriento mi mirada: hacia el Señor o hacia mí mismo?”. Quien sabe ver ante todo la gracia de Dios
descubre el antídoto contra la desconfianza y la mirada mundana.
Porque sobre la vida
religiosa se cierne esta tentación: tener una mirada mundana. Es la mirada
que no ve más la gracia de Dios como protagonista de la vida y va en busca de
cualquier sucedáneo: un poco de éxito, un consuelo afectivo, hacer finalmente
lo que quiero. Pero la vida consagrada, cuando no gira más en torno a la gracia
de Dios, se repliega en el yo. Pierde impulso, se acomoda, se estanca. Y
sabemos qué sucede: se reclaman los propios espacios y los propios derechos,
uno se deja arrastrar por habladurías y malicias, se irrita por cada pequeña
cosa que no funciona y se entonan las letanías del lamento —las quejas, “el
padre quejas”, “la hermana quejas”—: sobre los hermanos, las hermanas, la
comunidad, la Iglesia, la sociedad. No se ve más al Señor en cada cosa, sino
sólo al mundo con sus dinámicas, y el corazón se entumece. Así uno se vuelve
rutinario y pragmático, mientras dentro aumentan la tristeza y la desconfianza,
que acaban en resignación. Esto es a lo que lleva la mirada mundana. La gran
Teresa decía a sus monjas: “ay de la
monja que repite ‘me han hecho una injusticia’, ay”.
Para tener la mirada justa sobre la vida, pidamos saber ver
la gracia que Dios nos da a nosotros, como Simeón. El Evangelio repite tres
veces que él tenía familiaridad con el Espíritu Santo, que estaba con él, lo
inspiraba, lo movía (cf. vv. 25-27). Tenía familiaridad con el Espíritu Santo,
con el amor de Dios. La vida consagrada,
si se conserva en el amor del Señor, ve la belleza. Ve que la pobreza no es
un esfuerzo titánico, sino una libertad superior, que nos regala a Dios y a los
demás como las verdaderas riquezas. Ve que la
castidad no es una esterilidad austera, sino el camino para amar sin
poseer. Ve que la obediencia no es
disciplina, sino la victoria sobre nuestra anarquía, al estilo de Jesús. En
una de las zonas que sufrieron el terremoto en Italia —hablando de pobreza y de
vida comunitaria— un monasterio benedictino había quedado completamente
destruido y otro monasterio invitó a las monjas a trasladarse al suyo. Pero se
han quedado poco tiempo allí: no eran felices, pensaban en lugar que habían
dejado, en la gente de allí. Y al final han decidido volverse y hacer el
monasterio en dos caravanas. En vez de estar en un gran monasterio, cómodas,
estaban como las pulgas, allí, todas juntas, pero felices en la pobreza. Esto
ha sucedido en este último año. Una cosa hermosa.
Mis ojos han visto a tu Salvador. Simeón ve a Jesús pequeño,
humilde, que ha venido para servir y no para ser servido, y se define a sí
mismo como siervo. Dice, en efecto: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo
irse en paz» (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para
servir. No espera que comiencen los demás, sino que sale a buscar al prójimo,
como Simeón que buscaba a Jesús en el templo. En la vida consagrada, ¿dónde se
encuentra al prójimo? Esta es la pregunta: ¿Dónde se encuentra el prójimo? En primer lugar, en la propia comunidad.
Hay que pedir la gracia de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las
hermanas que hemos recibido. Es allí donde se comienza a poner en práctica la
caridad: en el lugar donde vives, acogiendo a los hermanos y hermanas con sus
propias pobrezas, como Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre. Hoy, muchos ven
en los demás sólo obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen
al prójimo, que acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas,
hombres y mujeres que viven para imitar a Jesús, están llamados a introducir en
el mundo su misma mirada, la mirada de la compasión, la mirada que va en busca
de los alejados; que no condena, sino que anima, libera, consuela, la mirada de
la compasión. Es ese estribillo del Evangelio, que hablando de Jesús repite
frecuentemente: “se compadeció”. Es Jesús que se inclina hacia cada uno de
nosotros.
Mis ojos han visto a tu Salvador. Los ojos de Simeón han
visto la salvación porque la aguardaban (cf. v. 25). Eran ojos que aguardaban,
que esperaban. Buscaban la luz y vieron la luz de las naciones (cf. v. 32).
Eran ojos envejecidos, pero encendidos de esperanza. La mirada de los
consagrados no puede ser más que una mirada de esperanza. Saber esperar.
Mirando alrededor, es fácil perder la esperanza: las cosas que no van, la
disminución de las vocaciones… Otra vez se cierne la tentación de la mirada
mundana, que anula la esperanza. Pero miremos al Evangelio y veamos a Simeón y
Ana: eran ancianos, estaban solos y, sin embargo, no habían perdido la
esperanza, porque estaban en contacto con el Señor. Ana «no se apartaba del
templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día» (v. 37). Este es el secreto: no apartarse del Señor,
fuente de la esperanza. Si no miramos cada día al Señor, si no lo adoramos,
nos volvemos ciegos. Adorar al Señor.
Queridos hermanos y hermanas: Demos gracias a Dios por el
don de la vida consagrada y pidamos una mirada nueva, que sabe ver la gracia,
que sabe buscar al prójimo, que sabe esperar. Entonces, también nuestros ojos
verán al Salvador. Fuente: Zenit. Org.