23 de febrero 2020. “Quien ama a Dios, no tiene enemigos en
el corazón.” Homilía del Papa Francisco con ocasión del encuentro “Mediterráneo
frontera de paz” organizado por la Conferencia Episcopal Italiana (CEI) en la
ciudad de Bari. Jesús cita la antigua ley: «Ojo por ojo, diente por diente»
(cf. Mateo 5,38; Éxodo 21,24). Sabemos lo que significaba: a quien te quita
algo, le quitarás lo mismo. En realidad, era un gran progreso, porque evitaba
represalias peores: si alguien te ha hecho daño, le pagarás con la misma
medida, no podrás hacerle algo peor. Que las controversias terminaran con un
empate era ya un paso adelante. Sin embargo, Jesús va más allá́, mucho más
lejos: «Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia» (Mt 5,39). Pero, ¿cómo,
Señor? Si alguien piensa mal de mí, si alguno me lastima, ¿no puedo pagarle
con la misma moneda? “No”, dice Jesús. Nada de violencia, ninguna violencia.
Podríamos pensar que esta enseñanza de Jesús esconde una
estrategia: al final, el malvado se dará́ por vencido. Pero no es este el
motivo por el que Jesús pide que amemos incluso a los que nos hacen daño.
Entonces, ¿cuál es la razón?
Que el Padre, nuestro Padre, ama siempre a todos,
aun cuando no es correspondido. Él «hace salir su sol sobre malos y buenos, y
manda la lluvia a justos e injustos» (v. 45). Y hoy, en la primera lectura, nos
dice: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Levítico
19,2); en otras palabras: “Vivid como yo, buscad lo que yo busco”. Así́ lo hizo
Jesús. No señaló́ con el dedo a los que lo condenaron injustamente y lo mataron
de manera cruel, sino que les abrió́ los brazos en la cruz. Y perdonó a
quienes lo crucificaron (cf. Lucas 23,33-34).
Entonces, si queremos ser discípulos de Cristo, si queremos
llamarnos cristianos, este es el camino. Amados
por Dios, estamos llamados a amar; perdonados, a perdonar; tocados por el amor,
a dar amor sin esperar a que comiencen los otros; salvados gratuitamente, a no
buscar ningún beneficio en el bien que hacemos. Tú podrías decir: “¡Pero
Jesús exagera! Incluso dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os
persiguen» (Mateo 5,44); habla así para llamar la atención, aunque tal vez en
realidad no quiera decir eso”. En cambio, sí. Jesús aquí no usa paradojas, ni
giros de palabras; es directo y claro. Cita la antigua ley y dice solemnemente:
“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos”. Son palabras intencionadas, precisas.
Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen.
Esta es la novedad cristiana. Es la diferencia cristiana. Rezar y amar: esto es
lo que debemos hacer; y no sólo por los que nos aman, por los amigos, por
nuestra gente. Porque el amor de Jesús
no conoce límites ni barreras. El Señor nos pide la valentía de un amor
sin cálculos. Porque la medida de Jesús es el amor sin medida. ¡Cuántas
veces hemos descuidado lo que nos pide, actuando como todos los demás! Sin
embargo, el mandamiento del amor no es una simple provocación, sino es el
espíritu del Evangelio. Sobre el amor hacia todos no aceptamos excusas, no
predicamos una cómoda prudencia. El Señor no fue prudente, no hizo
concesiones, nos pide el extremismo de la caridad. Este es el único extremismo
cristiano: el del amor.
Amad a vuestros enemigos. Nos haría bien repetirnos a
nosotros mismos estas palabras y aplicarlas a las personas que nos tratan mal,
que nos molestan, que nos cuesta aceptar, que nos quitan la serenidad. Amad a
vuestros enemigos. Nos haría bien preguntarnos también: “¿Qué me preocupa en
la vida: mis enemigos, quien me aborrece, o amar?”. No te preocupes de la maldad de los demás, o del que piensa mal de ti.
En cambio, comienza a transformar tu corazón por amor a Jesús. Porque quien ama a Dios no tiene enemigos en el
corazón. El culto a Dios es lo opuesto a la cultura del odio. Y la cultura
del odio se combate enfrentando el culto a la lamentación. ¡Cuántas veces nos
quejamos por lo que no recibimos, por lo que está mal! Jesús sabe que muchas
cosas están mal, que siempre habrá alguien que no nos quiera, e incluso
alguien que nos perseguirá. Pero nos pide sólo que recemos y amemos. Esta es
la revolución de Jesús, la más grande de la historia: la que pasa del odio
al amor por el enemigo, del culto a la lamentación a la cultura del don. ¡Si
pertenecemos a Jesús, este es el camino!
Sin embargo, podrías objetar: “Sí, comprendo la grandeza
del ideal, pero la vida es otra cosa. Si amo y perdono, no sobrevivo en este
mundo, donde prevalece la lógica de la fuerza y donde parece que todos piensan
sólo en sí mismos”. Pero, entonces, ¿la lógica de Jesús es un fracaso? A
los ojos del mundo Él es un perdedor, pero a los ojos de Dios es un ganador. En
la segunda lectura, san Pablo nos recordaba: «Que nadie se engañe [...].
Porque la sabiduría de este mundo es
necedad ante Dios» (1 Corintios 3,18-19). Dios ve más allá. Él sabe
cómo ganar. Sabe que el mal sólo se puede vencer con el bien. Nos salvó
así: no con la espada, sino con la cruz. Amar y perdonar es vivir como
ganadores. En cambio, perderíamos si defendiéramos la fe con la fuerza. El
Señor también nos repetiría a nosotros las palabras que dijo a Pedro en
Getsemaní: «Mete la espada en la vaina» (Juan 18,11). En los Getsemaní de
hoy, en nuestro mundo indiferente e injusto, donde parecería que se asiste a
la agonía de la esperanza, el cristiano no puede comportarse como aquellos
discípulos, que primero tomaron la espada y luego huyeron. No, la solución no
es desenvainar la espada contra alguien, ni tampoco huir de los tiempos que nos
toca vivir. La única solución es el camino de Jesús: el amor activo, el amor
humilde, el amor «hasta el extremo» (Jn 13,1).
Queridos hermanos y hermanas: Hoy Jesús, con su amor sin limites,
levanta el estandarte de nuestra humanidad. Podríamos preguntarnos, al fin de
cuentas: “Y nosotros, ¿lo lograremos?”. Si la meta fuera imposible, el Señor no
nos hubiera pedido que la alcanzáramos. Pero, solos es difícil; es una gracia
que debemos implorar. Se necesita pedir a Dios la fuerza para amar, decirle:
“Señor, ayúdame a amar, enséñame a perdonar. Solo no puedo hacerlo, te
necesito”. Y también pedirle la gracia de ver a los demás no como obstáculos
y complicaciones, sino como hermanos y hermanas a quienes amar. Con mucha
frecuencia le pedimos ayuda y gracias para nosotros mismos, pero qué poco le
imploramos para que sepamos amar. No le rogamos lo suficiente para aprender a
vivir el espíritu del Evangelio, para ser cristianos de verdad. Sin embargo, «a
la tarde te examinarán en el amor» (S. JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y de
amor, 60). Elijamos hoy el amor, aunque cueste, aunque vaya contra corriente. No nos dejemos condicionar por lo que
piensan los demás, no nos conformemos con medias tintas. Acojamos el desafío
de Jesús, el desafío de la caridad. Así́ seremos verdaderos cristianos y el
mundo será́ más humano. Fuente:
Aciprensa. Redacción.