22 de julio 2020 HUMANA COMMUNITAS EN LA ERA DE LA PANDEMIA:
Consideraciones intempestivas sobre el renacimiento de la
vida. La Pontificia Academia para la vida. Ciudad del Vaticano. Publicó el
documento “Humana Comunitas” existen “dos tentaciones opuestas: por un lado, la
resignación que sufre pasivamente los acontecimientos; por otro, la nostalgia
de un retorno al pasado, sólo anhelando lo que había antes”. “Es hora de
imaginar y poner en práctica un proyecto de convivencia humana que permita un
futuro mejor para todos y cada uno”, exhortó. A continuación el texto del
documento: °°°
El Covid-19 ha traído tanta desolación al mundo. Lo hemos
vivido durante mucho tiempo, todavía estamos en ello, y aún no ha terminado.
Puede que se acabe ya pronto. ¿Qué hacer con ello? Seguramente, estamos
llamados a tener valor para resistir.
La búsqueda de una vacuna y de una
explicación científica completa de lo que desencadenó la catástrofe habla de
ello. ¿También estamos llamados a una mayor conciencia? Si es así, ¿cómo ésta
evitará que caigamos en la inercia de la complacencia, o peor aún, en la connivencia
de la resignación? ¿Existe un “paso atrás” reflexivo que no sea la inacción, un
pensamiento que pueda mutarse en agradecimiento por la vida recibida, por lo
tanto, un pasaje para el renacimiento de la vida?
Covid-19 es el nombre de una crisis global (pan-démica) con
diferentes facetas y manifestaciones, por supuesto, pero con una realidad
común. Nos hemos dado cuenta, como nunca antes, de que esta extraña situación,
pronosticada desde hace tiempo, pero nunca abordada en serio, nos ha unido a
todos.
Como tantos procesos en nuestro mundo contemporáneo, el
Covid-19 es la manifestación más reciente de la globalización. Desde una
perspectiva puramente empírica, la globalización ha aportado muchos beneficios
a la humanidad: ha difundido los conocimientos científicos, las tecnologías
médicas y las prácticas sanitarias, todos ellos potencialmente disponibles en
beneficio de todos. Al mismo tiempo, con el Covid-19, nos hemos encontrado
vinculados de manera diferente, compartiendo una experiencia común de contingencia
(cum-tangere): como nadie se ha podido librar de ella, la pandemia nos ha hecho
a todos igualmente vulnerables, todos igualmente expuestos (cfr. Pontificia
Academia para la Vida, Pandemia y fraternidad universal, 30 de marzo 2020).
Esta toma de conciencia se ha cobrado un precio muy alto.
¿Qué lecciones hemos aprendido? Más aún, ¿qué conversión de pensamiento y
acción estamos dispuestos a experimentar en nuestra responsabilidad común por
la familia humana? (Francisco, Humana Communitas, 6 de enero 2019).
1. La dura realidad de las lecciones aprendidas
La pandemia nos ha mostrado el desolador espectáculo de
calles vacías y ciudades fantasmagóricas, de la cercanía humana herida, del
distanciamiento físico. Nos ha privado de la exuberancia de los abrazos, la
amabilidad de los apretones de manos, el afecto de los besos, y ha convertido
las relaciones en interacciones temerosas entre extraños, un intercambio
neutral de individualidades sin rostro envueltas en el anonimato de los equipos
de protección. Las limitaciones de los contactos sociales son aterradoras;
pueden conducir a situaciones de aislamiento, desesperación, ira y abuso. En el
caso de las personas de edad avanzada, en las últimas etapas de la vida, el
sufrimiento ha sido aún más pronunciado, ya que a la angustia física se suma la
disminución de la calidad de vida y la falta de visitas de familiares y amigos.
1.1. Vida tomada, vida dada: la lección de la fragilidad
Las metáforas predominantes que ahora invaden nuestro
lenguaje ordinario enfatizan la hostilidad y un sentido penetrante de amenaza:
los repetidos estímulos para “combatir” el virus, los comunicados de prensa que
suenan como “partes de guerra”, las informaciones diarias del número de
infectados, que pronto se convierten en “víctimas caídas”.
En el sufrimiento y la muerte de tantos, hemos aprendido la
lección de la fragilidad. En muchos países, los hospitales siguen luchando,
recibiendo demandas abrumadoras, enfrentando la agonía del racionamiento de
recursos y el agotamiento del personal sanitario. La inmensa e indecible
miseria, y la lucha por las necesidades básicas de supervivencia, ha puesto en
evidencia la condición de los prisioneros, los que viven en la extrema pobreza
al margen de la sociedad, especialmente en los países en desarrollo, los
abandonados destinados al olvido en los campos de refugiados del infierno.
Hemos sido testigos del rostro más trágico de la muerte:
algunos experimentan la soledad de la separación tanto física como espiritual
de todo el mundo, dejando a sus familias impotentes, incapaces de decirles
adiós, sin ni siquiera poder proporcionar los actos de piedad básica como por
ejemplo un entierro adecuado. Hemos visto la vida llegar a su fin, sin tener en
cuenta la edad, el estatus social o las condiciones de salud.
Sin embargo, todos somos “frágiles”: radicalmente marcados
por la experiencia de la finitud en la esencia de nuestra existencia, no sólo
de manera ocasional. Hemos sido visitados por el suave toque de una presencia
pasajera, pero esta nos ha dejado igual, no nos hemos inmutado, confiando en
que todo continuará según lo previsto. Salimos de una noche de orígenes
misteriosos: llamados a ir más allá de la elección, llegamos pronto a la
presunción y a la queja, apropiándonos de lo que solamente nos ha sido
confiado. Demasiado tarde aprendemos el consentimiento a la oscuridad de la que
venimos, y a la que finalmente volvemos.
Algunos dicen que todo esto es un cuento absurdo, porque
todo se queda en nada. Pero, ¿cómo podría ser esta nada la última palabra? Si
es así, ¿por qué la lucha? ¿Por qué nos animamos unos a otros a la esperanza de
días mejores, cuando todo lo que estamos experimentando en esta pandemia haya
terminado?
La vida va y viene, dice el guardián de la prudencia cínica.
Sin embargo, su ascenso y descenso, ahora más evidente por la fragilidad de
nuestra condición humana, podría abrirnos a una sabiduría diferente, a una
realización diferente (cfr. Sal. 8). Porque la dolorosa evidencia de la
fragilidad de la vida puede también renovar nuestra conciencia de su naturaleza
dada. Volviendo a la vida, después de saborear el fruto ambivalente de su
contingencia, ¿no seremos más sabios? ¿No seremos más agradecidos, menos
arrogantes?
1.2. El sueño imposible de la autonomía y la lección de la finitud
Con la pandemia, nuestros reclamos de autodeterminación
autónoma y control han llegado a un punto muerto, un momento de crisis que
provoca un discernimiento más profundo. Tenía que suceder, tarde o temprano,
porque el hechizo ya había durado bastante.
La epidemia del Covid-19 tiene mucho que ver con nuestra
depredación de la tierra y el despojo de su valor intrínseco. Es un síntoma del
malestar de nuestra tierra y de nuestra falta de atención; más aún, un signo de
nuestro propio malestar espiritual (Laudato si', n. 119). ¿Seremos capaces de
colmar el foso que nos ha separado de nuestro mundo natural, convirtiendo con
demasiada frecuencia nuestras subjetividades asertivas en una amenaza para la
creación, una amenaza para los demás?
Consideremos la cadena de conexiones que unen los siguientes
fenómenos: la creciente deforestación empuja a los animales salvajes a
aproximarse del hábitat humano. Los virus alojados en los animales, entonces,
se transmiten a los humanos, exacerbando así la realidad de la zoonosis, un
fenómeno bien conocido por los científicos como vehículo de muchas
enfermedades. La exagerada demanda de carne en los países del primer mundo da
lugar a enormes complejos industriales de cría y explotación de animales. Es
fácil ver cómo estas interacciones pueden, en última instancia, ocasionar la
propagación de un virus a través del transporte internacional, la movilidad
masiva de personas, los viajes de negocios, el turismo, etc.
El fenómeno del Covid-19 no es sólo el resultado de
acontecimientos naturales. Lo que ocurre en la naturaleza es ya el resultado de
una compleja intermediación con el mundo humano de las opciones económicas y
los modelos de desarrollo, a su vez “infectados” con un “virus” diferente de
nuestra propia creación: es el resultado, más que la causa, de la avaricia
financiera, la autocomplacencia de los estilos de vida definidos por la
indulgencia del consumo y el exceso. Hemos construido para nosotros mismos un ethos
de prevaricación y desprecio por lo que se nos da, en la promesa elemental de
la creación. Por eso estamos llamados a reconsiderar nuestra relación con el
hábitat natural. Para reconocer que vivimos en esta tierra como
administradores, no como amos y señores.
Se nos ha dado todo, pero la nuestra es sólo una soberanía
otorgada, no absoluta. Consciente de su origen, lleva la carga de la finitud y
la marca de la vulnerabilidad. Nuestro destino es una libertad herida.
Podríamos rechazarla como si fuera una maldición, una condición provisional que
será pronto superada. O podemos aprender una paciencia diferente: capaz de
consentir a la finitud, de renovada permeabilidad a la proximidad del prójimo y
a la lejanía.
Cuando se compara con la situación de los países pobres,
especialmente en el llamado Sur Global, la difícil situación del mundo
“desarrollado” parece más bien un lujo: sólo en los países ricos la gente puede
permitirse los requisitos de seguridad. En cambio, en los no tan afortunados,
el “distanciamiento físico” es sólo una imposibilidad debido a la necesidad y
al peso de las circunstancias extremas: los entornos abarrotados y la falta de
un distanciamiento asequible enfrentan a poblaciones enteras como un hecho
insuperable. El contraste entre ambas situaciones pone de relieve una paradoja
estridente, al relatar, una vez más, la historia de la desproporción de la
riqueza entre países pobres y ricos
Aprender la finitud y aceptar los límites de nuestra propia
libertad es más que un ejercicio sobrio de realismo filosófico. Implica abrir
nuestros ojos a la realidad de los seres humanos que experimentan tales límites
en su propia carne, por así decirlo: en el desafío diario de sobrevivir, para
asegurarse las condiciones mínimas a la subsistencia, alimentar a los niños y
miembros de la familia, superar la amenaza de enfermedades a pesar de no tener
acceso a los tratamientos por ser demasiado caros. Tengamos en cuenta la
inmensa pérdida de vidas en el Sur Global: la malaria, la tuberculosis, la
falta de agua potable y de recursos básicos siguen sembrando la destrucción de
millones de vidas por año, una situación que se conoce desde hace décadas.
Todas estas dificultades podrían superarse mediante esfuerzos y políticas
internacionales comprometidas. ¡Cuántas vidas podrían salvarse, cuántas
enfermedades podrían ser erradicadas, cuánto sufrimiento se evitaría!
1.3. El desafío de la interdependencia y la lección de la
vulnerabilidad común
Nuestras pretensiones de soledad monádica tienen pies de
barro. Con ellos se desmoronan las falsas esperanzas de una filosofía social
atomista construida sobre la sospecha egoísta hacia lo diferente y lo nuevo,
una ética de racionalidad calculadora inclinada hacia una imagen distorsionada
de la autorrealización, impermeable a la responsabilidad del bien común a
escala global, y no sólo nacional.
Nuestra interconexión es un hecho. Nos hace a todos fuertes
o, por el contrario, vulnerables, dependiendo de nuestra propia actitud hacia
ella. Consideremos su relevancia a nivel nacional, para empezar. Aunque el
Covid-19 puede afectar a todos, es especialmente dañino para poblaciones
particulares, como los ancianos, o las personas con enfermedades asociadas y
sistemas inmunológicos comprometidos. Las medidas políticas se toman para todos
los ciudadanos por igual. Piden la solidaridad de los jóvenes y de los sanos
con los más vulnerables. Piden sacrificios a muchas personas que dependen de la
interacción pública y la actividad económica para su vida. En los países más
ricos estos sacrificios pueden compensarse temporalmente, pero en la mayoría de
los países estas políticas de protección son simplemente imposibles.
Sin duda, en todos los países es necesario equilibrar el
bien común de la salud pública con los intereses económicos. Durante las
primeras etapas de la pandemia, la mayoría de los países se centraron en salvar
vidas al máximo. Los hospitales, y especialmente los servicios de cuidados
intensivos, eran insuficientes y sólo se ampliaron después de enormes luchas.
Sorprendentemente, los servicios de atención sobrevivieron gracias a los
impresionantes sacrificios de médicos, enfermeras y otros profesionales de la
sanidad, más que por la inversión tecnológica. Sin embargo, el enfoque en la
atención hospitalaria desvió la atención de otras instituciones de cuidados.
Las residencias de ancianos, por ejemplo, se vieron gravemente afectadas por la
pandemia, y sólo en una etapa tardía se dispuso de suficientes equipos de
protección y test. Los debates éticos sobre la asignación de recursos se basaron
principalmente en consideraciones utilitarias, sin prestar atención a las
personas que experimentaban un mayor riesgo y una mayor vulnerabilidad. En la
mayoría de los países se ignoró el papel de los médicos generales, mientras que
para muchas personas son el primer contacto en el sistema de atención. El
resultado ha sido un aumento de las muertes y discapacidades por causas
distintas del Covid-19.
La vulnerabilidad común exige también la cooperación
internacional, así como entender que no se puede resistir una pandemia sin una
infraestructura médica adecuada, accesible a todos a nivel mundial. Tampoco se
puede abordar la difícil situación de un pueblo, infectado repentinamente, de
manera aislada, sin forjar acuerdos internacionales, y con una multitud de
diferentes interesados. El intercambio de información, la prestación de ayuda y
la asignación de los escasos recursos deberán abordarse en una sinergia de
esfuerzos. La fuerza de la cadena internacional viene dada por el eslabón más
débil.
La lección recibida espera una asimilación más profunda.
Seguro que las semillas de esperanza se han sembrado en la oscuridad de los
pequeños gestos, de los actos de solidaridad demasiado numerosos para
contarlos, demasiado preciosos para difundirlos. Las comunidades han luchado
honorablemente, a pesar de todo, a veces contra la ineptitud de su liderazgo
político, para articular protocolos éticos, forjar sistemas normativos,
recuperar vidas sobre ideales de solidaridad y solicitud recíproca. La
apreciación unánime de estos ejemplos muestra una comprensión profunda del
auténtico significado de la vida y una forma deseable de realización personal.
Sin embargo, no hemos prestado suficiente atención,
especialmente a nivel mundial, a la interdependencia humana y a la vulnerabilidad
común. Si bien el virus no reconoce fronteras, los países han sellado sus
fronteras. A diferencia de otros desastres, la pandemia no afecta a todos los
países al mismo tiempo. Aunque esto podría ofrecer la oportunidad de aprender
de las experiencias y políticas de otros países, los procesos de aprendizaje a
nivel mundial fueron mínimos. De hecho, algunos países han entablado a veces un
cínico juego de culpas recíprocas.
La misma falta de interconexión puede observarse en los
esfuerzos por desarrollar remedios y vacunas. La falta de coordinación y
cooperación se reconoce cada vez más como un obstáculo para abordar el
Covid-19. La conciencia de que estamos juntos en este desastre, y de que sólo
podemos superarlo mediante los esfuerzos cooperativos de la comunidad humana en
su conjunto, está estimulando los esfuerzos compartidos. El establecimiento de
proyectos científicos transfronterizos es un esfuerzo que va en esa dirección.
También debe demostrarse en las políticas, mediante el fortalecimiento de las
instituciones internacionales. Esto es particularmente importante, ya que la
pandemia está aumentando las desigualdades e injusticias ya existentes, y
muchos países que carecen de los recursos y servicios para hacer frente
adecuadamente al Covid-19 dependen de la asistencia de la comunidad
internacional.
2. Hacia una nueva visión: El renacimiento de la vida y la
llamada a la conversión
Las lecciones de fragilidad, finitud y vulnerabilidad nos
llevan al umbral de una nueva visión: fomentan un espíritu de vida que requiere
el compromiso de la inteligencia y el valor de la conversión moral. Aprender
una lección es volverse humilde; significa cambiar, buscando recursos de significado
hasta ahora desaprovechados, tal vez repudiados. Aprender una lección es
volverse consciente, una vez más, de la bondad de la vida que se nos ofrece,
liberando una energía que va más allá de la inevitable experiencia de la
pérdida, que debe ser elaborada e integrada en el significado de nuestra
existencia. ¿Puede ser esta ocasión la promesa de un nuevo comienzo para la
humana communitas, la promesa del renacimiento de la vida? Si es así, ¿en qué
condiciones?
2.1. Hacia una ética del riesgo
Debemos llegar, en primer lugar, a una renovada apreciación
de la realidad existencial del riesgo: todos nosotros podemos sucumbir a las
heridas de la enfermedad, a la matanza de las guerras, a las abrumadoras
amenazas de los desastres. A la luz de esto, surgen responsabilidades éticas y
políticas muy específicas respecto a la vulnerabilidad de los individuos que
corren un mayor riesgo en su salud, su vida, su dignidad. El Covid-19 podría
considerarse, a primera vista, sólo como un determinante natural, aunque ciertamente
sin precedentes, del riesgo mundial. Sin embargo, la pandemia nos obliga a
examinar una serie de factores adicionales, todos los cuales entrañan un reto
ético polifacético. En este contexto, las decisiones deben ser proporcionales a
los riesgos, de acuerdo con el principio de precaución. Centrarse en la génesis
natural de la pandemia, sin tener en cuenta las desigualdades económicas,
sociales y políticas entre los países del mundo, es no entender las condiciones
que hacen que su propagación sea más rápida y difícil de abordar. Un desastre,
cualquiera que sea su origen, es un desafío ético porque es una catástrofe que
afecta a la vida humana y perjudica la existencia humana en múltiples
dimensiones.
En ausencia de una vacuna, no podemos contar con la capacidad
de derrotar permanentemente al virus que causó la pandemia, salvo por
agotamiento espontáneo de la fuerza patológica de la enfermedad. Por lo tanto,
la inmunidad contra el Covid-19 sigue siendo una especie de esperanza para el
futuro. Esto también significa reconocer que vivir en una comunidad en riesgo
exige una ética a la par de la perspectiva de que tal situación pueda realmente
convertirse en realidad.
Al mismo tiempo, es necesario dar cuerpo a un concepto de
solidaridad que vaya más allá del compromiso genérico de ayudar a los que
sufren. Una pandemia nos insta a todos a abordar y remodelar las dimensiones
estructurales de nuestra comunidad mundial que son opresivas e injustas,
aquellas a las que en términos de fe se les llama “estructuras de pecado”. El
bien común de la comunidad humana no puede lograrse sin una verdadera
conversión de las mentes y los corazones (Laudato si', 217-221). El llamamiento
a la conversión se dirige a nuestra responsabilidad: su miopía es imputable a
nuestra falta de voluntad de mirar la vulnerabilidad de las poblaciones más
débiles a nivel mundial, y no a nuestra incapacidad de ver lo que es tan
obviamente claro. Una apertura diferente puede ampliar el horizonte de nuestra
imaginación moral, para incluir finalmente lo que ha sido descaradamente pasado
por alto y relegado al silencio.
2.2. El llamamiento a los esfuerzos mundiales y a la cooperación
internacional
Los contornos básicos de una ética del riesgo, basada en un
concepto más amplio de solidaridad, implican una definición de comunidad que
rechaza cualquier provincialismo, la falsa distinción entre los que están
dentro, es decir, los que pueden exhibir una pretensión de pertenecer
plenamente a la comunidad, y los que están fuera, es decir, los que pueden esperar,
en el mejor de los casos, una supuesta participación en ella. El lado oscuro de
esa separación debe ponerse de relieve como una imposibilidad conceptual y una
práctica discriminatoria. No se puede considerar que nadie esté simplemente “a
la espera” del reconocimiento pleno de su estatuto, como si estuviera a las
puertas de la humana communitas. El acceso a una atención de salud de calidad y
a los medicamentos esenciales debe reconocerse como un derecho humano universal
(cfr. Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, art. 14). De
esta premisa se desprenden lógicamente dos conclusiones.
La primera se refiere al acceso universal a las mejores
oportunidades de prevención, diagnóstico y tratamiento, más allá de su
restricción a unos pocos. La distribución de una vacuna, una vez que esté
disponible en el futuro, es un punto en el caso. El único objetivo aceptable,
coherente con una asignación justa de la vacuna, es el acceso para todos, sin
excepciones.
La segunda conclusión se refiere a la definición de la
investigación científica responsable. Está mucho en juego y los temas son
complejos. Cabe destacar tres de ellos. Primero, con respecto a la integridad
de la ciencia y las nociones que impulsan su avance: el ideal de objetividad
controlada, si no totalmente “desapegada”; y el ideal de libertad de
investigación, especialmente la libertad de conflictos de intereses. En segundo
lugar, está en juego la naturaleza misma del conocimiento científico como
práctica social, definida, en un contexto democrático, por normas de igualdad,
libertad y equidad. En particular, la libertad de investigación científica no
debe incluir la adopción de decisiones políticas en su esfera de influencia. La
toma de decisiones políticas y el ámbito de la política en su conjunto
mantienen su autonomía frente a la usurpación del poder científico,
especialmente cuando éste se convierte en una manipulación de la opinión
pública. Por último, lo que se cuestiona aquí es el carácter esencialmente
“fiduciario” del conocimiento científico en su búsqueda de resultados
socialmente beneficiosos, especialmente cuando el conocimiento se obtiene
mediante la experimentación en seres humanos y la promesa de un tratamiento
probado en ensayos clínicos. El bien de la sociedad y las exigencias del bien
común en el ámbito de la atención de la salud se anteponen a cualquier
preocupación por el lucro. Y esto porque las dimensiones públicas de la
investigación no pueden ser sacrificadas en el altar del beneficio privado.
Cuando la vida y el bienestar de una comunidad están en juego, el beneficio
debe pasar a un segundo plano.
La solidaridad se extiende también a cualquier esfuerzo de
cooperación internacional. En este contexto, la Organización Mundial de la
Salud (OMS) ocupa un lugar privilegiado. Profundamente arraigada en su misión
de dirigir la labor internacional en materia de salud está la noción de que
sólo el compromiso de los gobiernos en una sinergia mundial puede proteger,
fomentar y hacer efectivo un derecho universal al más alto nivel posible de
salud. Esta crisis pone de relieve lo mucho que se necesita una organización
internacional de alcance mundial, que incluya específicamente las necesidades y
preocupaciones de los países menos adelantados que se enfrentan a una
catástrofe sin precedentes.
La estrechez de miras de los intereses nacionales ha llevado
a muchos países a reivindicar para sí mismos una política de independencia y
aislamiento del resto del mundo, como si se pudiera hacer frente a una pandemia
sin una estrategia mundial coordinada. Esa actitud podría dar una idea de la
subsidiariedad y de la importancia de una intervención estratégica basada en la
pretensión de que una autoridad inferior tenga precedencia sobre cualquier
autoridad superior, más distante de la situación local. La subsidiariedad debe
respetar la esfera legítima de la autonomía de las comunidades, potenciando sus
capacidades y responsabilidad. En realidad, la actitud en cuestión se alimenta
de una lógica de separación que, para empezar, es menos eficaz contra el Covid-19.
Además, la desventaja no sólo es de facto corta de miras, sino que también da
lugar a un aumento de las desigualdades y a la exacerbación de los
desequilibrios de recursos entre los distintos países. Aunque todos, ricos y
pobres, son vulnerables al virus, estos últimos están obligados a pagar el
precio más alto y a soportar las consecuencias a largo plazo de la falta de
cooperación. Es evidente que la pandemia está empeorando las desigualdades que
ya están asociadas a los procesos de globalización, haciendo que más personas
sean vulnerables y estén marginadas, desprovistas de atención sanitaria, empleo
y redes de seguridad social.
2.3. El equilibrio ético centrado en el principio de solidaridad
En última instancia, el significado moral, y no sólo
estratégico, de la solidaridad es el verdadero problema en la actual
encrucijada a la que ha de hacer frente la familia humana. La solidaridad
conlleva la responsabilidad hacia el otro que está en una situación de
necesidad, que se basa en el reconocimiento de que, como sujeto humano dotado
de dignidad, cada persona es un fin en sí mismo, no un medio. La articulación
de la solidaridad como principio de la ética social se basa en la realidad
concreta de una presencia personal en la necesidad, que clama por su
reconocimiento. Así pues, la respuesta que se nos pide no es sólo una reacción
basada en nociones sentimentales de simpatía; es la única respuesta adecuada a
la dignidad del otro que requiere nuestra atención, una disposición ética
basada en la aprehensión racional del valor intrínseco de todo ser humano.
Como un deber, la solidaridad no viene gratis, sin costo, y
es necesaria la disposición de los países ricos a pagar el precio requerido por
el llamado a la supervivencia de los pobres y la sostenibilidad de todo el
planeta. Esto es válido tanto de manera sincrónica, con respecto a los
distintos sectores de la economía, como diacrónica, es decir, en relación con
nuestra responsabilidad por el bienestar de las generaciones futuras y la
medición de los recursos disponibles.
Todos estamos llamados a hacer nuestra parte. Mitigar las
consecuencias de la crisis implica renunciar a la noción de que “la ayuda
vendrá del gobierno”, como si fuera un deus ex machina que deja a todos los
ciudadanos responsables fuera de la ecuación, intocables en su búsqueda de
intereses personales. La transparencia de la política y las estrategias
políticas, junto con la integridad de los procesos democráticos, requieren un
enfoque diferente. La posibilidad de una escasez catastrófica de recursos para
la atención médica (materiales de protección, equipos de test, ventilación y
cuidados intensivos en el caso del Covid-19), podría utilizarse como ejemplo.
Ante los trágicos dilemas, los criterios generales de intervención, basados en
la equidad en la distribución de los recursos, el respeto de la dignidad de
toda persona y la especial atención a los vulnerables, deben esbozarse de
antemano y articularse en su plausibilidad racional con el mayor cuidado
posible.
La capacidad y la voluntad de equilibrar principios que
podrían competir entre sí es otro pilar esencial de una ética del riesgo y la
solidaridad. Por supuesto, el primer deber es proteger la vida y la salud.
Aunque una situación de riesgo cero sigue siendo una imposibilidad, respetar el
distanciamiento físico y frenar, si no detener totalmente, ciertas actividades
han producido efectos dramáticos y duraderos en la economía. Habrá que tener en
cuenta también el costo de la vida privada y social.
Se plantean dos cuestiones cruciales. La primera se refiere
al umbral de riesgo aceptable, cuya aplicación no puede producir efectos
discriminatorios con respecto a las condiciones de poder y riqueza. La
protección básica y la disponibilidad de medios de diagnóstico deben ofrecerse
a todos, de acuerdo con un principio de no discriminación.
La segunda aclaración decisiva se refiere al concepto de
“solidaridad en el riesgo”. La adopción de reglas específicas por una comunidad
requiere una atención a la evolución de la situación en el campo, tarea que
sólo puede llevarse a cabo mediante un discernimiento fundado en la
sensibilidad ética, y no sólo en la obediencia a la letra de la ley. Una
comunidad responsable es aquella en la que las cargas de la cautela y el apoyo
recíproco se comparten proactivamente con miras al bienestar de todos. Las
soluciones jurídicas a los conflictos en la asignación de la culpabilidad y la
responsabilidad por mala conducta o negligencia voluntarias son a veces necesarias
como instrumento de justicia. Sin embargo, no pueden sustituir a la confianza
como sustancia de la interacción humana. Sólo esta última nos guiará a través
de la crisis, ya que sólo sobre la base de la confianza puede la humana
communitas finalmente florecer.
Estamos llamados a una actitud de esperanza, más allá del
efecto paralizante de dos tentaciones opuestas: por un lado, la resignación que
sufre pasivamente los acontecimientos; por otro, la nostalgia de un retorno al
pasado, sólo anhelando lo que había antes. En cambio, es hora de imaginar y
poner en práctica un proyecto de convivencia humana que permita un futuro mejor
para todos y cada uno. El sueño recientemente descrito para la región amazónica
podría convertirse en un sueño universal, un sueño para todo el planeta que
“integre y promueva a todos sus habitantes para que puedan consolidar un «buen
vivir»” (Querida Amazonia, 8). Ciudad del Vaticano, 22 de julio de 2020 Fuente: Vatican. Va