7 de julio 2020. Autor: Néstor Mora Núñez. Vivimos en una
sociedad que corre apresurada hacia ninguna parte. Cada cual con sus ambiciones
y su egoísmo. Cada cual con planes y proyectos que dejan la Voluntad de Dios a
un lado. En esta sociedad postmoderna, todo vale y nada tiene valor. Pero
aunque nada tenga valor, seguimos persiguiendo los fantasmas del éxito y la
aceptación social. Quien se atreve a señalar no durarán los castillos que
construimos en el aire, es rechazado y despreciado. Sólo hace falta escuchar la
verborrea con la que intentan hipnotizarnos los políticos. Para ellos lo
importante es mantenerse en el poder y controlarnos según su ideología. Cristo
no se comportó nunca de esa forma. Él enseña con autoridad la Verdad que nos
libera de las ataduras de las apariencias del mundo. Él era paciente y humilde
en todos sus actos. ¿Cómo somos nosotros?
El hombre paciente que está en medio, entre la alabanza y la
difamación, permanece impasible: ni vanidoso por la alabanza ni triste por la
difamación. Después de haber rechazado el deseo de las cosas de las que ha sido
liberada naturalmente, la razón no siente los ataques cuando la molestan:
descansa de sus agitaciones y ha transportado la potencia del alma al puerto de
la libertad divina, liberada de inquietudes. Es la libertad que el Señor
deseaba trasmitir a sus discípulos. Dijo: “Vengan a mí todos los que están
afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y
aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán
alivio” (Mateo 11,28-29). Llama “alivio” a la potencia del Reino divino. Esta
potencia suscita, en los que son dignos, una majestad libre de todo servilismo.
Si, al estado puro, la potencia indestructible del Reino es
dada a los humildes y pacientes, ¿quién tendría tan poco amor y deseo de los
bienes divinos, como para no tender al máximo hacia la humildad y paciencia y así convertirse en huella del
Reino de Dios, en cuanto es posible al hombre? Entonces, por gracia, lleva en
sí lo que le da una forma espiritual semejante a la de Cristo, quien es
naturalmente por esencia el gran Rey. (San Máximo el Confesor. Filocalia,
“Interpretación del Padre Nuestro”)
Para la postmodernidad, la Palabra de Cristo es
insoportable. Se tapan los oídos porque la Verdad destroza todo el decorado
teatral que construimos con fuerzas humanas. Cristo nos dice que aprendamos de
Él y nos ofrece un yugo liviano. Un yugo que no carga con toneladas de
apariencias, simulacros y shows. Como bien indica San Máximo, el alivio es la
potencia del Reino de Dios. Un Reino que no es de este mundo, aunque debamos
dejar que sea construido en nuestro corazón por el Espíritu Santo. Recordemos
que por algo la centralidad de nuestro ser, el corazón, es Templo de Espíritu
Santo.
Lo que es triste y muy difícil de llevar con nosotros es la
soledad que hizo a Cristo sudar sangre en Getsemaní. La sociedad nos difama con
desprecio, mientras nos alaba con envidia y temor. ¿Quién está dispuesto a
vivir así sin llevar el yugo que Cristo nos ofrece? Sin duda, lo que San Máximo no indica no ha
sido revelado por el mundo, sino por el Espíritu Santo. Los sabios en el mundo
y los prudentes en la sociedad, no son capaces de entender este inmenso regalo
que Cristo nos ha dado. Fuente: Religión en libertad. Org.