8 de abril 2018. “No tengamos miedo de sentir vergüenza,
pasemos de la vergüenza al perdón”. Homilía del Papa Francisco en la misa del
domingo de la misericordia. En el Evangelio de hoy aparece varias veces el
verbo ver: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20);
luego, dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor» (v. 25). Pero el Evangelio no
describe al Resucitado ni cómo lo vieron; solo hace notar un detalle:
«Les
enseñó las manos y el costado» (v. 20). Es como si quisiera decirnos que los
discípulos reconocieron a Jesús de ese modo: a través de sus llagas. Lo mismo
sucedió a Tomás; también él quería ver «en sus manos la señal de los clavos» (v.
25) y después de haber visto creyó (v. 27).
A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no
se conformara con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco
con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus
heridas, los signos de su amor. El Evangelio llama a Tomás «Dídimo» (v. 24), es
decir, mellizo, y en su actitud es verdaderamente nuestro hermano mellizo.
Porque tampoco para nosotros es suficiente saber que Dios existe; no nos llena
la vida un Dios resucitado pero lejano; no nos atrae un Dios distante, por más
que sea justo y santo. No, tenemos también la necesidad de “ver a Dios”, de
palpar que él ha resucitado por nosotros.
¿Cómo podemos verlo? Como los discípulos, a través de sus
llagas. Al mirarlas, ellos comprendieron que su amor no era una farsa y que los
perdonaba, a pesar de que estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo
abandonó. Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota de su
corazón. Es entender que su corazón palpita por mí, por ti, por cada uno de
nosotros. Queridos hermanos y hermanas: Podemos considerarnos y llamarnos
cristianos, y hablar de los grandes valores de la fe, pero, como los
discípulos, necesitamos ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al corazón
de la fe y encontramos, como los discípulos, una paz y una alegría (cf. vv. 19-
20) que son más sólidas que cualquier duda.
Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó:
«¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este
adjetivo que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos,
podría parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío?
¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo mío no profanamos a
Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el que ha querido
“hacerse nuestro”. Y como en una historia de amor, le decimos: “Te hiciste
hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y entonces no eres solo Dios; eres
mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el amor que buscaba y mucho más de
lo que jamás hubiera imaginado”.
Dios no se ofende de ser “nuestro”, porque el amor pide
intimidad, la misericordia suplica confianza. Cuando Dios comenzó a dar los
diez mandamientos ya decía: «Yo soy el Señor, tu Dios» (Ex 20,2) y reiteraba:
«Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (v. 5). He aquí la propuesta de
Dios, amante celoso que se presenta como tu Dios. Y la respuesta brota del
corazón conmovido de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Entrando hoy en el
misterio de Dios a través de las llagas, comprendemos que la misericordia no es
una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y
entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero
vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del
Señor.
¿Cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la
misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia
que la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas
resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el
amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar. Pero ir a confesarse parece
difícil, porque nos viene la tentación ante Dios de hacer como los discípulos
en el Evangelio: atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo
y nosotros también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados.
Que el Señor nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no
considerarla como una puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro.
Cuando sentimos vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no
aceptamos el mal, y esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del
alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos
avergonzamos ya de nada. No tengamos
miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón.
Existe, en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del
Señor, la de la resignación. La experimentaron los discípulos, que en la Pascua
constataban amargamente que todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía
allí, en Jerusalén, desalentados; el “capítulo Jesús” parecía terminado y
después de tanto tiempo con él nada había cambiado. También nosotros podemos
pensar: “Soy cristiano desde hace mucho tiempo y, sin embargo, no cambia nada,
cometo siempre los mismos pecados”. Entonces, desalentados, renunciamos a la
misericordia. Pero el Señor nos interpela: “¿No crees que mi misericordia es
más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar? Sé reincidente en pedir
misericordia, y veremos quién gana”. Además —quien conoce el sacramento del
perdón lo sabe—, no es cierto que todo sigue como antes. En cada perdón somos
renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados. Y cuando siendo
amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfico, que
lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la fuerza de la vida
es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón en perdón.
Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta
cerrada, a veces blindada: nuestro pecado. Cuando cometo un pecado grande, si
yo —con toda honestidad— no quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta
puerta, sin embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios
nunca es infranqueable. A él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar
precisamente “con las puertas cerradas”, cuando todo acceso parece bloqueado.
Allí Dios obra maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos
nosotros los que le dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo
inaudito: descubrimos que precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados
del Señor, se convierte en el lugar del encuentro con él. Allí, el Dios herido
de amor sale al encuentro de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas
miserables sean similares a sus llagas gloriosas. Porque él es misericordia y
obra maravillas en nuestras miserias. Pidamos hoy como Tomás la gracia de
reconocer a nuestro Dios, de encontrar en su perdón nuestra alegría, en su
misericordia nuestra esperanza. Fuente: Aciprensa.