26 de agosto 2018. Homilía Papa Francisco Encuentro mundial de las familias. Parque Fénix. en Dublín (Irlanda). «Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan
6,68). En la conclusión de este Encuentro Mundial de las Familias,
nos reunimos como familia alrededor de la mesa del Señor. Agradecemos al Señor
por tantas bendiciones que ha derramado en nuestras familias. Queremos
comprometernos a vivir plenamente nuestra vocación para ser, según las
conmovedoras palabras de santa Teresa del Niño Jesús, «el amor en el corazón de
la Iglesia».
Estas palabras, con su promesa del don del Espíritu Santo,
rebosan de vida para nosotros que las acogemos desde la fe. Ellas indican la
fuente última de todo el bien que hemos experimentado y celebrado aquí en estos
días: el Espíritu de Dios, que sopla constantemente vida nueva en el mundo, en
los corazones, en las familias, en los hogares y en las parroquias. Cada nuevo
día en la vida de nuestras familias y cada nueva generación trae consigo la
promesa de un nuevo Pentecostés, un Pentecostés doméstico, una nueva efusión
del Espíritu, el Paráclito, que Jesús nos envía como nuestro Abogado, nuestro
Consolador y quien verdaderamente nos da valentía.
Cuánta necesidad tiene el mundo de este aliento que es don y
promesa de Dios. Como uno de los frutos de esta celebración de la vida
familiar, que podáis regresar a vuestros hogares y convertiros en fuente de
ánimo para los demás, para compartir con ellos “las palabras de vida eterna” de
Jesús. Vuestras familias son un lugar privilegiado y un importante medio para
difundir esas palabras como “buena noticia” para todos, especialmente para
aquellos que desean dejar el desierto y la “casa de esclavitud” (cf. Jos 24,17)
para ir hacia la tierra prometida de la esperanza y de la libertad.
En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dice que el
matrimonio es una participación en el misterio de la fidelidad eterna de Cristo
a su esposa, la Iglesia (cf. Ef 5,32). Pero esta enseñanza, aunque magnífica,
tal vez pueda parecer a alguno una “palabra dura”. Porque vivir en el amor,
como Cristo nos ha amado (cf. Ef 5,2), supone la imitación de su propio
sacrificio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y
duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del pecado, del
egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de los menos
afortunados. Este es el amor que hemos conocido en Jesucristo, que se ha
encarnado en nuestro mundo por medio de una familia y que a través del
testimonio de las familias cristianas tiene el poder, en cada generación, de
derribar las barreras para reconciliar al mundo con Dios y hacer de nosotros lo
que desde siempre estamos destinados a ser: una única familia humana que vive
junta en la justicia, en la santidad, en la paz.
La tarea de dar testimonio de esta Buena Noticia no es
fácil. Sin embargo, los desafíos que los cristianos de hoy tienen delante no son,
a su manera, más difíciles de los que debieron afrontar los primeros misioneros
irlandeses. Pienso en san Columbano, que con su pequeño grupo de compañeros
llevó la luz del Evangelio a las tierras europeas en una época de oscuridad y
decadencia cultural. Su extraordinario éxito misionero no estaba basado en
métodos tácticos o planes estratégicos, no, sino en una humilde y liberadora
docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Su testimonio cotidiano de
fidelidad a Cristo y entre ellos fue lo que conquistó los corazones que
deseaban ardientemente una palabra de gracia y lo que contribuyó al nacimiento
de la cultura europea. Ese testimonio permanece como una fuente perenne de
renovación espiritual y misionera para el pueblo santo y fiel de Dios.
Naturalmente, siempre habrá personas que se opondrán a la
Buena Noticia, que “murmurarán” contra sus “palabras duras”. Pero, como san
Columbano y sus compañeros, que afrontaron aguas congeladas y mares
tempestuosos para seguir a Jesús, no nos dejemos influenciar o desanimar jamás
ante la mirada fría de la indiferencia o los vientos borrascosos de la
hostilidad.
Incluso, reconozcamos humildemente que, si somos honestos
con nosotros mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas de
Jesús. Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es
acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la
desilusión, el rechazo, la traición. Qué incómodo es proteger los derechos de
los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que
parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad.
Sin embargo, es justamente en esas circunstancias en las que
el Señor nos pregunta: «¿También vosotros os queréis marchar?» (Jn 6,67). Con
la fuerza del Espíritu que nos anima y con el Señor siempre a nuestro lado,
podemos responder: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios»
(v. 69). Con el pueblo de Israel, podemos repetir: «También nosotros serviremos
al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!» (Jos 24,18).
Con los sacramentos del bautismo y de la confirmación, cada
cristiano es enviado para ser un misionero, un “discípulo misionero” (cf.
Evangelii gaudium, 120). Toda la Iglesia en su conjunto está llamada a “salir”
para llevar las palabras de vida eterna a las periferias del mundo. Que esta
celebración nuestra de hoy pueda confirmar a cada uno de vosotros, padres y
abuelos, niños y jóvenes, hombres y mujeres, religiosos y religiosas,
contemplativos y misioneros, diáconos y sacerdotes, y obispos, para compartir
la alegría del Evangelio. Que podáis compartir el Evangelio de la familia como
alegría para el mundo.
Mientras nos disponemos a reemprender cada uno su propio
camino, renovemos nuestra fidelidad al Señor y a la vocación a la que nos ha
llamado. Haciendo nuestra la oración de san Patricio, repitamos con alegría:
«Cristo en mí, Cristo detrás de mí, Cristo junto a mí, Cristo debajo de mí,
Cristo sobre mí» [lo repite en gaélico]. Con la alegría y la fuerza conferida
por el Espíritu Santo, digámosle con confianza: «Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6,68). Fuente: Vatican. va.