5 de febrero 2019. Homilía Papa Francisco celebra en Abu Dhabi. Emiratos Árabes. Bienaventurados: es la palabra con la que
Jesús comienza su predicación en el Evangelio de Mateo. Y es el estribillo que
él repite hoy, casi como queriendo fijar en nuestro corazón, ante todo, un
mensaje fundamental: si estás con Jesús; si amas escuchar su palabra como los
discípulos de entonces; si buscas vivirla cada día, eres bienaventurado. No serás bienaventurado, sino que eres
bienaventurado: esa es la primera realidad de la vida cristiana. No
consiste en un elenco de prescripciones exteriores para cumplir o en un
complejo conjunto de doctrinas que hay que conocer. Ante todo, no es esto; es
sentirse, en Jesús, hijos amados del Padre. Es vivir la alegría de esta
bienaventuranza, es entender la vida como una historia de amor, la historia del
amor fiel de Dios que nunca nos abandona y quiere vivir siempre en comunión con
nosotros.
Este es el motivo de nuestra alegría, de una alegría que
ninguna persona en el mundo y ninguna circunstancia de la vida nos puede
quitar. Es una alegría que da paz incluso en el dolor, que ya desde ahora nos
hace pregustar esa felicidad que nos aguarda para siempre. Queridos hermanos y
hermanas, en la alegría de encontraros, esta es la palabra que he venido a
deciros: bienaventurados. Ahora bien, Jesús llama bienaventurados a sus
discípulos, sin embargo, llaman la atención los motivos de las diversas
bienaventuranzas. En ellas vemos una transformación total en el modo de pensar
habitual, que considera bienaventurados a los ricos, los poderosos, los que
tienen éxito y son aclamados por las multitudes. Para Jesús, en cambio, son
bienaventurados los pobres, los mansos, los que se mantienen justos aun
corriendo el riesgo de ser ridiculizados, los perseguidos. ¿Quién tiene razón,
Jesús o el mundo?
Para entenderlo, miremos cómo vivió Jesús: pobre de cosas y
rico de amor, devolvió la salud a muchas vidas, pero no se ahorró la suya. Vino
para servir y no para ser servido; nos enseñó que no es grande quien tiene, sino quien da. Fue justo y dócil, no
opuso resistencia y se dejó condenar injustamente. De este modo, Jesús trajo al
mundo el amor de Dios. Solo así derrotó a la muerte, al pecado, al miedo y a la
misma mundanidad, solo con la fuerza del amor divino. Todos juntos, pidamos hoy
en este lugar, la gracia de redescubrir la belleza de seguir a Jesús, de
imitarlo, de no buscar más que a él y a su amor humilde. Porque el sentido de
la vida en la tierra está aquí, en la comunión con él y en el amor por los
otros. ¿Creéis esto? He venido también a daros las gracias por el modo como
vivís el Evangelio que hemos escuchado. Se dice que entre el Evangelio escrito
y el que se vive existe la misma diferencia que entre la música escrita y la
interpretada. Vosotros aquí conocéis la melodía del Evangelio y vivís el
entusiasmo de su ritmo.
Sois un coro compuesto por una variedad de naciones, lenguas
y ritos; una diversidad que el Espíritu Santo ama y quiere armonizar cada vez
más, para hacer una sinfonía. Esta alegre sinfonía de la fe es un testimonio
que dais a todos y que construye la Iglesia. Me ha impactado lo que Mons.
Hinder dijo una vez, que no solo él se siente vuestro Pastor, sino que
vosotros, con vuestro ejemplo, sois a menudo pastores para él. Ahora bien,
vivir como bienaventurados y seguir el camino de Jesús no significa estar
siempre contentos. Quien está afligido, quien sufre injusticias, quien se
entrega para ser artífice de la paz sabe lo que significa sufrir. Ciertamente,
para vosotros no es fácil vivir lejos de casa y quizá sentir la ausencia de las
personas más queridas y la incertidumbre por el futuro. Pero el Señor es fiel y
no abandona a los suyos.
Nos puede ayudar un episodio de la vida de san Antonio abad,
el gran fundador del monacato en el desierto. Él había dejado todo por el Señor
y se encontraba en el desierto. Allí, durante un largo tiempo, sufrió una dura
lucha espiritual que no le daba tregua, asaltado por dudas y oscuridades,
tentado incluso de ceder a la nostalgia y a las cosas de la vida pasada.
Después de tanto tormento, el Señor lo consoló y san Antonio le preguntó:
«¿Dónde estabas? ¿Por qué no apareciste antes para detener los sufrimientos?».
Entonces percibió con claridad la respuesta de Jesús: «Antonio, yo estaba aquí»
(S. ATANASIO, Vida de Antonio, 10). El Señor está cerca. Frente a una prueba o
a un período difícil, podemos pensar que estamos solos, incluso después de
estar tanto tiempo con el Señor. Pero en esos momentos, aun si no interviene
rápidamente, él camina a nuestro lado y, si seguimos adelante, abrirá una senda
nueva. Porque el Señor es especialista en hacer nuevas las cosas, y sabe abrir
caminos en el desierto (cf. Is 43,19).
Queridos hermanos y hermanas: Quisiera deciros también que
para vivir las Bienaventuranzas no se necesitan gestos espectaculares. Miremos
a Jesús: no dejó nada escrito, no construyó nada imponente. Y cuando nos dijo
cómo hemos de vivir no nos ha pedido que levantemos grandes obras o que nos
destaquemos realizando hazañas extraordinarias. Nos ha pedido que llevemos a
cabo una sola obra de arte, al alcance de todos: la de nuestra vida. Las Bienaventuranzas son una ruta de vida:
no nos exigen acciones sobrehumanas, sino que imitemos a Jesús cada día.
Invitan a tener limpio el corazón, a practicar la mansedumbre y la justicia a
pesar de todo, a ser misericordiosos con todos, a vivir la aflicción unidos a
Dios. Es la santidad de la vida cotidiana, que no tiene necesidad de milagros
ni de signos extraordinarios. Las Bienaventuranzas no son para súper-hombres,
sino para quien afronta los desafíos y las pruebas de cada día. Quien las vive
al modo de Jesús purifica el mundo. Es como un árbol que, aun en la tierra
árida, absorbe cada día el aire contaminado y devuelve oxígeno. Os deseo que
estéis así, arraigados en Jesús y dispuestos a hacer el bien a todo el que está
cerca de vosotros. Que vuestras comunidades sean oasis de paz.
Por último, quisiera detenerme brevemente en dos
Bienaventuranzas. La primera: «Bienaventurados los mansos» (Mt 5,4). No es bienaventurado quien agrede o somete,
sino quien tiene la actitud de Jesús que nos ha salvado: manso, incluso ante
sus acusadores. Me gusta citar a san Francisco, cuando da instrucciones a sus
hermanos sobre el modo como han de presentarse ante los sarracenos y los no
cristianos. Escribe: «No entablen litigios ni contiendas, sino que estén
sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos»
(Regla no bulada, XVI). No entablen litigios ni contiendas: en ese tiempo,
mientras tantos marchaban revestidos de pesadas armaduras, san Francisco
recordó que el cristiano va armado solo de su fe humilde y su amor concreto. Es
importante la mansedumbre: si vivimos en el mundo al modo de Dios, nos
convertiremos en canales de su presencia; de lo contrario, no daremos frutos.
La segunda Bienaventuranza: «Bienaventurados los que
trabajan por la paz» (v. 9). El cristiano promueve la paz, comenzando por la
comunidad en la que vive. En el libro del Apocalipsis, hay una comunidad a la
que Jesús se dirige, la de Filadelfia, que creo se parece a la vuestra. Es una
Iglesia a la que el Señor, a diferencia de casi todas las demás, no le reprocha
nada. En efecto, ella ha conservado la palabra de Jesús, sin renegar de su
nombre, y ha perseverado, es decir que, a pesar de las dificultades, ha seguido
adelante. Y hay un aspecto importante: el nombre Filadelfia significa amor
entre hermanos. El amor fraterno. Una
Iglesia que persevera en la palabra de Jesús y en el amor fraterno es agradable
a Dios y da fruto. Pido para vosotros la gracia de conservar la paz, la
unidad, de haceros cargo los unos de los otros, con esa hermosa fraternidad que
hace que no haya cristianos de primera y de segunda clase. Jesús, que os llama
bienaventurados, os da la gracia de seguir siempre adelante sin desanimaros,
creciendo en el amor mutuo y en el amor a todos (cf. 1 Ts 3,12). Fuente:
Aciprensa.