21 de noviembre 2018. El Papa Francisco reflexionó, durante
la Audiencia General de este miércoles, sobre el Décimo Mandamiento del
Decálogo: “No codiciarás los bienes ajenos”. En su catequesis, el Santo Padre
señaló que este Mandamiento, el último del Decálogo, recoge el sentido general
de los 10 Mandamientos. “Por medio de este último Mandamiento se subraya el
hecho de que todas las transgresiones
nacen de una raíz interior común: los malos deseos”.
A continuación, el texto completo de la catequesis del Papa
Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Nuestros encuentros sobre el Decálogo nos llevan hoy al
último mandamiento. Lo escuchamos al principio. Estas no son solo las últimas
palabras del texto, sino mucho más: son el cumplimiento del viaje a través del
Decálogo, que llegan al fondo de todo lo que encierra. En efecto, a simple
vista, no agregan un nuevo contenido: las palabras «no codiciarás la mujer de
tu prójimo [...], ni los bienes de tu prójimo» están al menos latentes en los
mandamientos sobre el adulterio y el robo. ¿Cuál es entonces la función de
estas palabras? ¿Es un resumen? ¿Es algo más?
Tengamos muy en cuenta que todos los mandamientos tienen la tarea de indicar el límite de la vida,
el límite más allá del cual el hombre se destruye y destruye a su prójimo,
estropeando su relación con Dios. Si vas más allá, te destruyes, también
destruyes la relación con Dios y la relación con los demás. Los mandamientos
señalan esto. Con esta última palabra, se destaca el hecho de que todas las
transgresiones surgen de una raíz interna común: los deseos malvados. Todos los pecados nacen de un deseo malvado.
Todos. Allí empieza a moverse el corazón, y uno entra en esa onda, y acaba en
una transgresión. Pero no en una transgresión formal, legal: en una
transgresión que hiere a uno mismo y a los demás. En el Evangelio, el Señor
Jesús dice explícitamente: "Porque de dentro, del corazón de los hombres,
salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios,
avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, envidia, injuria, insolencia,
insensatez. Todas estas perversidades
salen de dentro y contaminan al hombre”."(Mc 7,21-23).
Entendemos así que todo el itinerario del Decálogo no
tendría ninguna utilidad si no llegase a tocar este nivel, el corazón del
hombre. ¿De dónde nacen todas estas cosas feas? El Decálogo se muestra lúcido y
profundo en este aspecto: el punto de llegada –el último mandamiento- de este
viaje es el corazón, y si éste, si el corazón, no se libera, el resto sirve de
poco. Este es el reto: liberar el corazón de todas estas cosas malvadas y feas.
Los preceptos de Dios pueden reducirse a ser solo la hermosa fachada de una
vida que sigue siendo una existencia de esclavos y no de hijos. A menudo, detrás de la máscara farisaica de la
sofocante corrección, se esconde algo feo y sin resolver.
En cambio, debemos dejarnos desenmascarar por estos mandatos
sobre el deseo, porque nos muestran nuestra pobreza, para llevarnos a una santa
humillación. Cada uno de nosotros puede preguntarse: Pero ¿qué deseos feos
siento a menudo? ¿La envidia, la codicia, el chismorreo? Todas estas cosas
vienen desde dentro. Cada uno puede preguntárselo y le sentará bien. El hombre
necesita esta bendita humillación, esa por la que descubre que no puede
liberarse por sí mismo, esa por la que clama a Dios para que lo salve. San
Pablo lo explica de una manera insuperable, refiriéndose al mandamiento de no
desear (cf. Rom 7: 7-24). Es vano pensar en poder corregirse sin el don del
Espíritu Santo. Es vano pensar en purificar nuestro corazón solo con un
esfuerzo titánico de nuestra voluntad: eso no es posible. Debemos abrirnos a la
relación con Dios, en verdad y en libertad: solo de esta manera nuestras
fatigas pueden dar frutos, porque es el Espíritu Santo el que nos lleva
adelante.
La tarea de la Ley Bíblica no es engañar al hombre con que una obediencia
literal lo lleve a una salvación amañada y, además, inalcanzable. La tarea de la Ley es llevar al hombre a su
verdad, es decir, a su pobreza, que se convierte en apertura auténtica, en
apertura personal a la misericordia de Dios, que nos transforma y nos renueva. Dios
es el único capaz de renovar nuestro corazón, a condición de que le abramos el
corazón: es la única condición; Él lo hace todo; pero tenemos que abrirle el
corazón. Las últimas palabras del Decálogo educan a todos a reconocerse como
mendigos; nos ayudan a enfrentar el desorden de nuestro corazón, para dejar de
vivir egoístamente y volvernos pobres de espíritu, auténticos ante la presencia
del Padre, dejándonos redimir por el Hijo y enseñar por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el maestro que nos
enseña. Somos mendigos, pidamos esta gracia.
"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3). Sí, benditos aquellos que dejan
de engañarse creyendo que pueden salvarse de su debilidad sin la misericordia
de Dios, que es la sola que puede sanar el corazón. Solo la misericordia del
Señor sana el corazón. Bienaventurados los que reconocen sus malos deseos y con
un corazón arrepentido y humilde, no se presentan ante Dios y ante los hombres
como justos, sino como pecadores. Es hermoso lo que Pedro le dijo al Señor:
“Aléjate de mí, Señor, que soy un pecador”. Hermosa oración ésta: “Aléjate de mí,
Señor, que soy un pecador”. Estos son los que saben tener compasión, los que
saben tener misericordia de los demás, porque la experimentan en ellos mismos.
Fuente: Aciprensa. Redacción.