9 de noviembre de 2018

FE CRISTIANA Y DEMONOLOGÍA


9 de noviembre 2018. Fe Cristiana y demonología. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe ha encargado a un experto la preparación del presente estudio, que recomienda encarecidamente como base segura para reafirmar la doctrina del Magisterio acerca del tema «Fe cristiana y demonología».
 A lo largo de los siglos la Iglesia ha reprobado las diversas formas de superstición, la preocupación excesiva acerca de Satanás y de los demonios, los diferentes tipos de culto y de apego morboso a estos espíritus
[1]; sería por esto injusto afirmar que el cristianismo ha hecho de Satanás el argumento preferido de su predicación, olvidándose del señorío universal de Cristo y transformando la Buena Nueva del Señor resucitado en un mensaje de terror. Ya San Juan Crisóstomo declaraba a los cristianos de Antioquía: «No es para mí ningún placer hablaros del diablo, pero la doctrina que este tema me sugiere será para vosotros muy útil»[2]. Efectivamente, sería un error funesto comportarse como si nada tuvieran que enseñarnos las lecciones de la historia y considerar que la Redención ha surtido ya todos sus efectos sin que haga falta empeñarse en la lucha de la que nos hablan el Nuevo Testamento y los maestros de vida espiritual.

Un malestar actual

En este error se puede caer hoy también. En efecto, son muchos los que se preguntan si no sería el caso de examinar de nuevo la doctrina católica acerca de este punto, comenzando por la Escritura. Algunos creen imposible cualquier toma de posición —¡como si se pudiera dejar en suspenso este problema!— haciendo notar que los Libros Sagrados no permiten pronunciarse ni en favor ni en contra de la existencia de Satanás y de los demonios; con mayor frecuencia tal existencia es puesta abiertamente en duda. Ciertos críticos, creyendo poder distinguir la posición propia de Jesús, insinúan que ninguna de sus palabras garantizan la realidad del mundo de los demonios, sino que la afirmación de la existencia de los mismos, cuando tal afirmación aparece, refleja más bien las ideas de los escritos judaicos o depende de tradiciones neotestamentarias y no de Cristo; y dado que dicha afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central, no comprometería hoy nuestra fe y seríamos libres de abandonarla. Otros, más objetivos, y a la vez más radicales, aceptan las aserciones de la Sagrada Escritura en su sentido más obvio, pero añaden que en el mundo actual no son aceptables ni siquiera para los cristianos. Por esto, también ellos las eliminan.

Para algunos, finalmente, la idea de Satanás, sea cual fuere su origen, no tiene ya importancia y el intento de justificarla no lograría sino hacer perder crédito a nuestras enseñanzas o hacer sombra al discurso acerca de Dios, que es el único que merece nuestro interés. Hay que notar que para unos y otros los nombres de Satanás y del demonio no son sino personificaciones míticas y funcionales, cuyo único significado es el de subrayar dramáticamente el influjo del mal y del pecado sobre la Humanidad. Un simple lenguaje, por tanto, que nuestra época debería descifrar con el fin de encontrar una manera diversa de inculcar en los cristianos el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal existentes en el mundo.

Estas tomas de posición, repetidas con gran alarde de erudición y difundidas por revistas y por ciertos diccionarios de teología, no pueden menos de turbar los ánimos. Los fieles, acostumbrados a tomar en serio las advertencias de Cristo y de los escritos apostólicos, tienen la impresión de que esta forma de hablar tiende a cambiar radicalmente, en este punto, la opinión pública; además, quienes conocen las ciencias bíblicas y religiosas se preguntan hasta dónde podrá llevarnos el proceso de desmitización emprendido en nombre de una cierta hermenéutica.

Frente a tales postulados, y con el fin de dar una respuesta a los mismos, hemos de detenernos, brevemente, ante todo, en el Nuevo Testamento, para poner de relieve su testimonio y autoridad.

EL NUEVO TESTAMENTO Y SU CONTEXTO

Antes de recordar la independencia de espíritu con la que Jesús se comportó en todo momento respecto a las opiniones de su tiempo, es importante notar que no todos sus contemporáneos tenían, a propósito de los ángeles y demonios, aquella creencia común que muchos parecen atribuirles hoy y de la cual Jesús mismo dependería.

Una indicación, con la que los Hechos de los Apóstoles describen la polémica provocada entre los miembros del Sanedrín por una declaración de San Pablo, nos hace saber, en efecto, que los saduceos no admitían, contra la opinión de los fariseos, «ni resurrección, ni ángel, ni espíritu», es decir, según la interpretación dada por los buenos exegetas, no creían en la resurrección y, por tanto, tampoco en los ángeles o en los demonios[3]. Así, pues, en lo que se refiere a Satanás, a los demonios y a los ángeles, la opinión de los contemporáneos de Jesús parece dividida en dos concepciones diametralmente opuestas. ¿Cómo puede entonces sostenerse que, al ejercer y dar a otros el poder de expulsar los demonios, Jesús —y a ejemplo suyo los escritores del Nuevo Testamento— no han hecho otra cosa que adoptar, sin ningún esfuerzo crítico, las ideas y prácticas de su tiempo? Ciertamente, Cristo, y con mayor razón los apóstoles, pertenecían a su época y compartían la cultura de la misma; pero Jesús, en virtud de su naturaleza divina y de la revelación que había venido a comunicar, trascendía su ambiente y su tiempo, escapaba a su presión. La lectura del sermón de la montaña basta para convencernos de su libertad de espíritu, a la vez que de su respeto por la tradición[4]. Por esto, cuando Él reveló el significado de su redención, tuvo evidentemente que tener en cuenta a los fariseos, los cuales, como Él mismo, creían en el mundo futuro, en el alma, en los espíritus, en la resurrección; y hasta no pudo olvidar a los saduceos que no admitían tales creencias. Así, pues, cuando los fariseos lo acusaron de expulsar los demonios con la ayuda del príncipe de los mismos, Él habría podido sortear la dificultad alineándose con los saduceos; pero haciendo esto habría desmentido lo que era su misión. Por tanto, sin renegar la creencia en los espíritus y en la resurrección —que Él tenía en común con los fariseos— debía tomar distancia respecto de ellos, oponiéndose no menos a los saduceos.

Sostener, pues, hoy que lo dicho por Jesús sobre Satanás expresa solamente una doctrina tomada del ambiente y que no tiene importancia para la fe universal, aparece en seguida como una opinión basada en una información deficiente sobre la época y la personalidad del Maestro. Si Jesús ha usado este lenguaje, y, sobre todo, si lo ha puesto en práctica durante su ministerio, es porque expresaba una doctrina necesaria —al menos en parte— para la noción y la realidad de la salvación que Él traía.

El testimonio personal de Jesús

También las principales curaciones de posesos fueron hechas por Cristo en momentos que resultan decisivos en la narración de su ministerio. Sus exorcismos ponían y orientaban el problema de su misión y de su persona, como prueban suficientemente las reacciones suscitadas[5].

Sin poner nunca a Satanás en el centro de su Evangelio, Jesús habló de él sólo en momentos evidentemente cruciales, y con declaraciones importantes. En primer lugar inició su ministerio público aceptando ser tentado por el diablo en el desierto: la narración de Marcos, precisamente a causa de su sobriedad, es tan decisiva como la de Mateo y la de Lucas[6]. Puso en guardia a los suyos en el sermón de la montaña y en la oración que les enseñó, el Padrenuestro, como admiten hoy muchos exegetas [7], apoyándose en el testimonio de diversas liturgias [8].

En las parábolas, Jesús atribuyó a Satanás los obstáculos que encontraba su predicación[9], como en el caso de la cizaña sembrada en el campo del padre de familia [10]. A Simón Pedro anunció que «las puertas del infierno» intentarían prevalecer sobre la Iglesia[11], que Satanás trataría de pasarlo por la criba como a los demás apóstoles[12]. En el momento de dejar el Cenáculo, Cristo declaró como inminente la venida del «príncipe de este mundo»[13]. En el Getsemaní, cuando fue arrestado por los soldados, afirmó que había llegado la hora del «poder de las tinieblas»[14]; sin embargo Él sabía y lo había declarado en el Cenáculo, que «el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado»[15].

Estos hechos y estas declaraciones —bien encuadrados, repetidos y concordantes— no son casuales ni pueden ser tratados como datos fabulosos que hay que desmitificar. En caso contrario habría que admitir que en aquellas horas críticas la conciencia de Jesús, cuya lucidez y dominio de sí mismo aparecen evidentes ante los jueces, era presa de fantasmas ilusorios y que su palabra carecía de toda firmeza; lo cual estaría en contraste con la impresión de los primeros que la escucharon y de los lectores de los evangelios. Se impone, por tanto, una conclusión: Satanás, a quien Jesús había afrontado con sus exorcismos, que había encontrado en el desierto y en la pasión, no puede ser el simple producto de la capacidad humana de inventar fábulas o de personificar las ideas, ni tampoco un vestigio aberrante del lenguaje cultural primitivo.

Es verdad que San Pablo, resumiendo en grandes líneas, en la Carta a los Romanos, la situación de la Humanidad antes de Cristo, personifica el pecado y la muerte, mostrando su temible poder; pero se trata, en el conjunto de su doctrina, de un momento que no es el efecto de un puro recurso literario, sino de su aguda conciencia de la importancia de la cruz de Jesús y de la necesidad de la opción de fe que Él pide.

Los escritos paulinos

Por otra parte, Pablo no identifica el pecado con Satanás. En efecto, en el pecado él ve, ante todo, lo que este último es esencialmente: un acto personal de los hombres, y también el estado de culpabilidad y de ceguera en el que Satanás trata efectivamente de meterlos y mantenerlos[16]. De esta manera, Pablo distingue bien a Satanás del pecado. El Apóstol, que frente a la «ley del pecado que siente en sus miembros» confiesa su impotencia sin la ayuda de la gracia[17], es el mismo que, con gran decisión, invita a resistir a Satanás[18], a no dejarse dominar por él, a no darle entrada[19], a aplastarlo bajo los pies[20]. Porque Satanás es para él una entidad personal, «el dios de este mundo»[21], un adversario astuto, distinto tanto de nosotros como del pecado al que él lleva.

Como en el Evangelio, el Apóstol ve a Satanás activo en la historia del mundo, o sea, en lo que él llama «el misterio de la iniquidad»[22]; en la incredulidad que rechaza reconocer la gloria de Cristo[23], en la aberración de la idolatría [24], en la seducción que amenaza la fidelidad de la Iglesia a Cristo su Esposo [25] y, finalmente, en la prevaricación escatológica que conduce al culto del hombre, colocándole en lugar de Dios[26]. Ciertamente, Satanás induce al pecado, pero se distingue del mal que hace cometer.

El Apocalipsis y el Evangelio de San Juan

El Apocalipsis es, sobre todo, el grandioso cuadro en el que el poder de Cristo resucitado resplandece en los testigos de su Evangelio: proclama el triunfo del Cordero inmaculado; pero nos engañaríamos completamente acerca de la naturaleza de esta victoria, si no se viera en ella el final de una larga lucha en la que intervienen, mediante los poderes humanos que se oponen a Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos unos de otros, además de los agentes históricos. En efecto, es el Apocalipsis el que, subrayando el enigma de los diversos nombres y símbolos de Satanás en la Sagrada Escritura, revela definitivamente su identidad [27]. Su acción se desarrolla a lo largo de todos los siglos de la historia humana bajo los ojos de Dios.

No sorprende, por ello, que, en el Evangelio de San Juan, Jesús hable del diablo y que lo defina «príncipe de este mundo» [28]: ciertamente, su acción sobre el hombre es interior, pero es imposible ver en su figura únicamente una personificación del pecado y de la tentación. Jesús reconoce que pecar significa ser «esclavo»[29], pero no por ello identifica con Satanás ni esta esclavitud ni el pecado en que en ella se manifiesta. El diablo ejerce sobre los pecadores solamente un influjo moral, en la medida en que cada uno sigue su inspiración [30]: ellos, libremente, ejecutan sus «deseos»[31] y hacen «su obra»[32]. Solamente en este sentido y en esta medida Satanás es su «padre»[33], porque entre él y la conciencia de la persona humana queda siempre la distancia espiritual que separa la «mentira» diabólica del consentimiento que a ella se puede dar o negar[34], de la misma manera que entre Cristo y nosotros existe siempre la distancia entre la «verdad» que él revela y propone, y la fe con que es acogida.


LA DOCTRINA GENERAL DE LOS PADRES DE LA IGLESIA

Por este motivo, los Padres de la Iglesia, convencidos a través de la Sagrada Escritura de que Satanás y los demonios son los adversarios de la Redención, no han dejado de recordar a los fieles la existencia y acción de aquéllos.

Desde el siglo II de nuestra era, Melitón de Sardes había escrito una obra «Sobre el demonio»[35] y sería difícil citar a un solo Padre que no haya hablado de este tema. Obviamente, los más diligentes en poner en claro la acción del diablo fueron aquellos que ilustraron el designio divino en la historia, especialmente San Ireneo y Tertuliano, quienes afrontaron sucesivamente el dualismo gnóstico, y Marción, luego lo hizo Victorino de Pettau y, finalmente, San Agustín. San Ireneo enseñó que el diablo es un «ángel apóstata»[36]; que Cristo, recapitulando en sí mismo la guerra que este enemigo mueve contra nosotros, tuvo que enfrentarse con él al comienzo de su ministerio [37]. Con mayor amplitud y vigor San Agustín demostró su actividad en la lucha de las «dos ciudades», que tiene origen en el cielo, cuando las primeras creaturas de Dios, los ángeles, se declararon fieles o infieles a su Señor[38]; en la sociedad de los pecadores él vio un «cuerpo» místico del diablo[39], del cual habló también más tarde, en su obra Moralia in Job, San Gregorio Magno [40].

Evidentemente, la mayoría de los Padres, abandonando con Orígenes la idea del pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su orgullo —es decir, en el deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar su independencia, de hacerse pasar por Dios— el principio de su caída; pero, junto a este orgullo, muchos subrayaron también su malicia respecto del hombre. Según San Ireneo, la apostasía del diablo comenzó cuando él tuvo envidia de la creación del hombre y trató de hacer que se rebelara contra su Creador[41]. Tertuliano juzga que Satanás, para contrastar los planes del Señor, plagió en los misterios paganos los sacramentos instituidos por Cristo [42]. Se ve, pues, que las enseñanzas patrísticas fueron un eco sustancialmente fiel de la doctrina, y orientaciones del Nuevo Testamento.

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

El Concilio Lateranense IV (1215) y su contenido demonológico
Es cierto que en veinte siglos de historia el Magisterio dedicó a la demonología sólo unas pocas declaraciones propiamente dogmáticas. La razón de ello es que la ocasión se presentó raramente; en concreto, únicamente en dos circunstancias la más importante de las cuales se coloca a principios del siglo XIII, cuando se manifiesta un revivir del dualismo maniqueo y priscilianista con la aparición de los cátaros y albigenses; sin embargo, el enunciado dogmático de entonces, formulado en un cuadro doctrinal familiar, corresponde muy de cerca a nuestra sensibilidad, porque entraña una cierta visión del universo y de la creación del mismo por parte de Dios:

«Firmemente creemos y simplemente confesamos... un solo principio de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud, a la vez desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo. Porque el diablo y demás demonios, por Dios, ciertamente, fueron creados buenos por naturaleza; más ellos, por sí mismos se hicieron malos. El hombre, empero, pecó por sugestión del diablo» [43].

Lo esencial de esta exposición es sobrio. Sobre el diablo y los demonios el Concilio se limita a afirmar que, siendo criaturas del único Dios, ellos no son sustancialmente malos, sino que se convirtieron en tales siguiendo su libre albedrío. No se precisa ni el número, ni la culpa, ni la extensión de su poder: estas cuestiones que no tocan al problema teológico, fueron dejadas a la libre discusión escolástica. Sin embargo, la afirmación del Concilio, por sucinta que sea, es de importancia capital porque es emanación del mayor Concilio del siglo XIII, y es puesta en evidencia en la profesión de fe preparada por el mismo, la cual, viniendo poco después de las profesiones de fe impuestas a los cátaros y valdenses [44], evocaba las condenas pronunciadas contra el Priscilianismo de algunos siglos antes[45].

El primer tema del Concilio:
Dios, creador de los «seres visibles e invisibles»

Esta profesión de fe merece, por consiguiente, ser tenida en atenta consideración. Adopta la estructura común de los Símbolos dogmáticos y encaja perfectamente en la serie de los mismos, a partir del Concilio de Nicea. Según el texto citado, puede compendiarse, desde nuestro punto de vista, en dos temas unidos entre sí e igualmente importantes para la fe: el enunciado que hace referencia al diablo y en el que deberemos fijarnos más detenidamente viene después de una declaración sobre Dios creador de todas las cosas «visibles e invisibles», esto es, de los seres corpóreos y angélicos.

Esta afirmación sobre el Creador y la misma fórmula que la expresa tienen singular importancia para nuestro tema, ya que ambas arrancan de la doctrina de San Pablo. En efecto, al ensalzar a Jesucristo, el Apóstol dice de Él que ejerce su dominio sobre todos los seres «celestes, terrestres e infernales»[46], tanto «en el mundo actual como en el venidero»[47]; hablando por otra parte de su preexistencia, enseña que «en Él fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra: las visibles y las invisibles»[48]. Esta doctrina de la creación adquirió bien pronto una gran importancia para la fe cristiana, debido a que el Gnosticismo y el Marcionismo, ya antes del Maniqueísmo, trataron largamente de hacerla vacilar. Los primeros símbolos de la fe especifican ordinariamente que los «seres visibles e invisibles», todos ellos, «han sido creados por Dios». Esta doctrina afirmada por el Concilio niceno-constantinopolitano [49], y más tarde por el Concilio de Toledo[50], se usaba para las profesiones de fe que se leían en las grandes Iglesias durante la celebración del bautismo[51]; entró a formar parte de la gran plegaria eucarística de Santiago en Jerusalén[52], de San Basilio en Asia Menor, en Alejandría[53] y en otras Iglesias orientales[54]. Entre los Padres griegos aparece ya en San Ireneo [55] y en la Expositio fidei de San Atanasio[56]. En Occidente, la encontramos en Gregorio de Elvira [57], en San Agustín[58], en San Fulgencio[59], etcétera.

Cuando los cátaros en Occidente, igual que los bogomilos en Europa oriental, restauraron el dualismo maniqueo, la profesión de fe del Concilio IV de Letrán no podía hacer cosa mejor que recoger esta declaración y su fórmula, las cuales adquirieron desde entonces importancia definitiva. Se repitieron muy pronto en las profesiones de fe del Concilio II de Lyon[60], de Florencia[61] y de Trento[62], para reaparecer por último en la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I[63] en los mismos términos del Concilio IV de Letrán, del año 1215. Se trata, por consiguiente, de una afirmación primordial y constante de la fe, subrayada providencialmente por el Concilio IV de Letrán para enlazar con ella el enunciado relativo a Satanás y a los demonios. Indicó así que el caso de éstos, ya importante de por sí, se insertaría en el contexto más amplio de la doctrina sobre la creación universal y de la fe en los seres angélicos.

Segundo tema del Concilio: el diablo
1. El texto
Por lo que se refiere a este enunciado demonológico, está muy lejos de presentarse como algo nuevo añadido circunstancialmente, a manera de consecuencia doctrinal o de una deducción teológica; al contrario, aparece como un punto firme, adquirido desde hace mucho tiempo. Lo está indicando la misma formulación del texto. En efecto, después de haber afirmado la creación universal, el documento no pasa a los diablos y a los demonios como a una conclusión lógicamente deducida: no escribe «Consiguientemente Satanás y los demonios han sido creados naturalmente buenos»..., tal como hubiese sido necesario si la declaración fuese nueva y deducida de la anterior; al contrario, presenta el caso de Satanás como una prueba de la afirmación anterior, como un argumento contra el dualismo. Escribe, en efecto: «Porque Satanás y los demonios fueron creados naturalmente buenos...». En resumen, el enunciado que a ellos se refiere se presenta como una afirmación incontrovertible de la conciencia cristiana: es este un punto importante del documento y no podía menos de serlo si se tiene en cuenta las circunstancias históricas.

2. La preparación: las formulaciones positivas y negativas (siglos IV-V)
De hecho, ya en el siglo IV la Iglesia había tomado posición contra la tesis maniquea de dos principios igualmente eternos y opuestos [64]; tanto en Oriente como en Occidente, enseñaba firmemente que Satanás y los demonios han sido creados y hechos naturalmente buenos. «Debes creer, decía San Gregorio Nacianceno al neófito, que no existe una esencia del mal, ni un reino (del mal), sin principio o subsistente por sí mismo o creado por Dios 65].

El diablo era considerado creatura de Dios, buena y luminosa en un principio, que por desgracia no se mantuvo en la verdad, en que había sido hecho (Jn 8, 44), sino que se había revelado contra el Señor  [66]. El mal, por consiguiente, no estaba en su naturaleza, sino en un acto libre y contingente de su voluntad [67]. Afirmaciones de este tipo —que se pueden leer equivalentemente en San Basilio [68], San Gregorio Nacianceno [69], San Juan Crisóstomo[70], Dídimo de Alejandría [71]en Oriente; y en Tertuliano [72], Eusebio de Vercelli[73], San Ambrosio[74], San Agustín [75], en Occidente— podían asumir eventualmente una firme formulación dogmática. Se encuentran incluso bajo forma de condenación doctrinal o también de profesión de fe.

El De Trinitate, atribuido a Eusebio de Vercelli, lo expresaba firmemente en términos de anatemas sucesivos:
«Si alguien cree que el ángel apóstata, en la naturaleza en que ha sido hecho, no es obra de Dios, sino que existe por sí mismo, llegando incluso a atribuirle el tener en sí mismo el propio principio, sea anatema.

Si alguno cree que el ángel apóstata ha sido hecho por Dios con una naturaleza mala y no dice que él ha concebido el mal, por su propia voluntad, sea anatema.
Si alguno cree que el ángel de Satanás ha hecho el mundo —¡lejos de nosotros tal creencia!— y no declara que todo pecado es invención suya, sea anatema»[76].

Tal redacción en forma de anatema no era entonces un caso único: se encuentra ya en el Commonitorium, atribuido a San Agustín y escrito con vistas a la abjuración de los Maniqueos. Esta instrucción consideraba como anatema a «aquel que cree que existen dos naturalezas, que tienen origen en dos principios diversos, la una buena que es Dios, la otra mala, no creada por Él»[77].

Esta enseñanza se expresaba mejor, no obstante, bajo la fórmula directa y positiva de una afirmación que hay que creer. San Agustín, al comienzo de su De Genesi ad litteram, decía así:

«La doctrina católica obliga a creer que la Trinidad es un solo Dios que ha hecho y creado todos los seres existentes en cuanto existentes, de manera que toda creatura, ya sea intelectual, ya sea corpórea, o, para decirlo brevemente, según los términos de las divinas Escrituras, visible o invisible, no pertenece a la naturaleza divina, sino que ha sido hecha de la nada por Dios» [78].

En España, el primer Concilio de Toledo profesaba igualmente que Dios es creador de «todos (los seres) visibles e invisibles» y que fuera de él «no existe naturaleza divina, ángel, espíritu o potencia alguna que pueda ser considerada por Dios» [79].
Así, ya desde el siglo IV, la expresión de la fe cristiana —enseñada y vivida— presentaba en este punto las dos formulaciones dogmáticas, positiva y negativa, que volveremos a encontrar ocho siglos más tarde en tiempos de Inocencio III y del IV Concilio de Letrán.

San León Magno
Entretanto, estas expresiones dogmáticas no cayeron en desuso. En efecto, en el siglo V la Carta del Papa San León Magno a Toribio, obispo de Astorga, cuya autenticidad no deja lugar a dudas, habla en el mismo tono y con la misma claridad. Entre los errores priscilianistas condenados por él se encuentran, en efecto, los siguientes:

«La anotación sexta [80] señala su pretensión de que el diablo no ha sido nunca bueno y que su naturaleza no es obra de Dios, sino que ha salido del caos y de las tinieblas: porque de hecho no tiene un autor para su ser, sino que él mismo es principio y sustancia de todo mal, mientras que la verdadera fe, la fe católica, profesa que la sustancia de todas las creaturas, tanto espirituales como corpóreas, es buena y que el mal no es una naturaleza, desde el momento en que Dios, creador del universo, ha hecho solamente lo que es bueno. Por esto mismo el diablo sería bueno si hubiese permanecido en el estado en que había sido hecho. Por desgracia, como hizo mal uso de su natural excelencia y no se mantuvo en la verdad (Jn 8, 44), no se ha transformado (sin duda) en una sustancia contraria, sino que se ha separado del sumo bien, al que se tendría que haber adherido...»[81].

Esta afirmación doctrinal (comenzando por las palabras «la verdadera fe, la fe católica profesa...» hasta el final) fue considerada tan importante como para ser recogida en los mismos términos, entre las adiciones hechas en el siglo IV al «Libro de los dogmas eclesiásticos», atribuido a Gennadio de Marsella [82]. En fin, la misma doctrina será sostenida, con tono magisterial, en la «Regla de fe a Pedro», obra de San Fulgencio, donde se encontrará afirmada la necesidad de «mantener principalmente», de «mantener firmemente» que todo lo que no es Dios es creatura de Dios, y éste es el caso de todos los «seres visibles e invisibles»: «Que una parte de los ángeles se han desviado y alejado voluntariamente de su Creador» y «que el mal no es una naturaleza» [83]. No es extraño, pues, que, en tal contexto histórico, los «Statuta Ecclesiae antiqua» —una colección canónica del siglo V— hayan introducido en el interrogatorio destinado a examinar la fe de los candidatos al episcopado, la siguiente pregunta: «Si el diablo es malo por condición o si se ha hecho tal por libre arbitrio»[84], fórmula que volverá a encontrarse en las profesiones de fe impuestas por Inocencio VIII a los Valdenses[85].

El primer Concilio de Braga (siglo VI)
La doctrina era, pues, común y firme. Los numerosos documentos que la expresan, de los que hemos citado los principales, constituyen el fondo doctrinal dentro del cual sobresale el primer Concilio de Braga, a mediados del siglo VI. En esta perspectiva, el capítulo 7 de este Sínodo no aparece como un texto aislado, sino como una síntesis de las enseñanzas de los siglos IV y V en esta materia y especialmente de la doctrina del Papa San León Magno:

«Si alguno pretende que el diablo no ha sido antes un ángel (bueno) hecho por Dios y que su naturaleza ha sido obra de Dios, sino que ha salido del caos y de las tinieblas y que no existe un autor de su ser sino que él mismo es el principio y la sustancia del mal, como dicen Mani y Prisciliano, sea anatema» [86].

3.  El advenimiento de los cátaros (siglos XII y XIII)
Forman parte también de la fe explícita de la Iglesia, desde hace mucho tiempo, la condición de creatura y el acto libre con que el diablo se ha pervertido. En el Concilio IV de Letrán bastó introducir estas afirmaciones en el Símbolo sin necesidad de documentarlas, porque se trataba de creencias claramente profesadas. Tal inserción, que desde el punto de vista dogmático era posible ya anteriormente, en aquel entonces se había hecho necesaria, debido a que la herejía de los cátaros había adoptado algunos de los antiguos errores maniqueos. Entre los siglos XII y XIII muchas profesiones de fe tuvieron que insistir rápidamente en que Dios es creador de los seres «visibles e invisibles», que es autor de los dos Testamentos, y especificar que el diablo no era malo por naturaleza, sino como consecuencia de una elección [87].

 Las antiguas posiciones dualísticas, encuadradas en vastos movimientos doctrinales y espirituales, constituían entonces, en la Francia meridional y en la Italia septentrional, un daño real para la fe. En Francia, Ermengaudo de Béziers había tenido que escribir un tratado contra los herejes «que dicen y creen que el mundo presente y todos los seres visibles no han sido creados por Dios, sino por el diablo» y que existía un Dios bueno y omnipotente y un dios malo, esto es, el diablo[88]. En Italia septentrional un cátaro convertido, Bonacursus, había dado también la alarma y había indicado con precisión las diversas escuelas de la secta[89]. Poco después de su intervención, la Summa contra haereticos, atribuida por largo tiempo a Prepositino de Cremona, anota de manera más clara el impacto de la herejía dualista sobre la enseñanza de aquella época, cuando comienza así el tratado sobre los cataros:

«Dios omnipotente ha creado solamente los (seres) invisibles e incorpóreos. Por lo que refiere al diablo, a quien este herético llama dios de las tinieblas, él ha creado los (seres) visibles y corpóreos. Después de decir esto el herético añade que existen dos principios de las cosas: el principio del bien, es decir, Dios omnipotente, y el principio del mal, es decir, el diablo; añade también que existen dos naturalezas: una buena, de los (seres) incorpóreos, creada por Dios omnipotente; otra mala, la de los (seres) corpóreos, creada por el diablo. El hereje que así se expresa se llamaba antiguamente Maniqueo, hoy Cátaro»[90].

No obstante su brevedad, este resumen es significativo por su densidad. Hoy podemos completarlo haciendo referencia al «Libro de los dos principios», escrito por un teólogo cátaro poco después del Concilio IV de Letrán [91]. Adentrándose en los particulares de la argumentación y basándose en la Sagrada Escritura, esta pequeña suma de los militantes de la secta pretendía impugnar la doctrina del único Creador y fundamentar sobre textos bíblicos la existencia de los dos principios opuestos [92]. Junto al Dios bueno —decía— «debemos reconocer necesariamente la existencia de otro principio, el del mal, que actúa perniciosamente contra el verdadero Dios y contra la creatura» [93].

Valor de la decisión del Concilio de Letrán
A principios del siglo XIII estas declaraciones, lejos de ser solamente teorías de intelectuales expertos, correspondían a un conjunto de creencias erróneas, vividas y difundidas por una multitud de conventículos ramificados, organizados y activos. La Iglesia tenía la obligación de intervenir, repitiendo enérgicamente las afirmaciones doctrinales de los siglos anteriores. Lo hizo el Papa Inocencio III introduciendo los dos enunciados dogmáticos, indicados anteriormente, en la confesión de fe del IV Concilio Ecuménico de Letrán. Fue leída oficialmente a los obispos y aprobada por ellos: preguntados en alta voz: ¿creéis estas (verdades) punto por punto?, ellos respondieron con una aclamación unánime: «Las creemos»[94]. En su conjunto, el documento conciliar es un documento de fe y, dada su naturaleza y su formación, que son las de un Símbolo, cada punto principal tiene igualmente valor dogmático.

Se caería en un manifiesto error si se pretendiese que cada párrafo de un Símbolo de fe deba contener una sola afirmación dogmática: esto significaría aplicar a su interpretación una hermenéutica válida, por ejemplo, en el caso de un decreto del Concilio de Trento, donde cada capítulo enseña generalmente un solo tema dogmático: necesidad de prepararse a la justificación [95], verdad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía[96], etc. El primer párrafo del Lateranense IV, en cambio, condensa en un número de líneas igual a las del capítulo del Tridentino sobre el «don de la perseverancia»[97], una cantidad de afirmaciones de fe, en gran parte ya definidas, sobre la unidad de Dios, la Trinidad y la igualdad de las Personas, la simplicidad de su naturaleza, las «procesiones» del Hijo y del Espíritu Santo. Lo mismo ocurre con la creación, especialmente en los dos pasajes que se refieren al conjunto de los seres espirituales y corpóreos creados por Dios y con la creación del diablo y su pecado. Se trataba, como hemos visto, de otros tantos puntos que a partir de los siglos IV-V pertenecían a la enseñanza de la Iglesia; introduciéndolos en el propio Símbolo, el Concilio no hizo otra cosa que consagrar su pertenencia a la norma universal de la fe.

También la existencia de la realidad demoníaca y la afirmación de su poder tienen su fundamento no sólo sobre estos documentos más específicos; no obstante, adquieren otra expresión, más general y menos rígida, en los enunciados conciliares, cuando describen la condición del hombre sin Cristo.

La enseñanza común de las Papas y de los Concilios

A mediados del siglo V, en vísperas del Concilio de Calcedonia, el «Tomo» del Papa San León Magno a Flaviano precisó uno de los fines de la economía de la salvación, evocando la victoria sobre la muerte y sobre el diablo, que, según la Carta a los Hebreos, la tenía bajo su dominio [98]. Más tarde, cuando el Concilio de Florencia habló de la Redención la presentó bíblicamente como una liberación del dominio del diablo [99]. El Concilio de Trento, resumiendo la doctrina de San Pablo, declara que el hombre pecador «está bajo el poder del diablo y de la muerte» [100]; salvándonos, «Dios nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, en el cual tenemos la redención, la remisión de los pecados» [101]. Cometer pecado después del bautismo es «abandonarse al poder del demonio» [102] . Esta es, en efecto, la fe primitiva y universal de la Iglesia, atestiguada desde los primeros siglos en la liturgia de la iniciación cristiana, cuando los catecúmenos, se disponían ya para ser bautizados, renunciaban a Satanás, profesaban su fe en la Santísima Trinidad y se adherían a Cristo, su Salvador. [103]

Por eso mismo, el Concilio Vaticano II, que se ha interesado más por el presente de la Iglesia que de la doctrina de la creación, no ha dejado de poner en guardia contra la actividad de Satanás y de los demonios. Como ya habían hecho los Concilios de Florencia y de Trento, ha recordado nuevamente con el Apóstol que Cristo nos «libera del poder de las tinieblas»[104]; y, resumiendo la Sagrada Escritura, a la manera de San Pablo y del Apocalipsis, la Constitución Gaudium et Spes ha dicho que nuestra historia, la historia universal, «es una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final»[105]. En otra parte, el Vaticano II renueva la exhortación de la Carta a los Efesios a «vestir la armadura de Dios para poder resistir a las insidias del diablo»[106]. Porque, como la misma Constitución Lumen Gentium recuerda a los seglares, «debemos luchar contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos»[107]. Finalmente, no causa ninguna sorpresa comprobar que el mismo Concilio, queriendo presentar la Iglesia como el reino de Dios ya comenzado, invoca los milagros de Jesús que, a este respecto, apela precisamente a sus exorcismos[108]. Efectivamente, en esta ocasión fue pronunciada por Jesús la famosa declaración: «Sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros»[109].

El argumento litúrgico

En cuanto a la liturgia, que ya hemos evocado de paso, aporta un testimonio particular, porque es la expresión concreta de la fe vivida, pero no debemos exigirle que responda a nuestra curiosidad sobre la naturaleza de los demonios, sus categorías y sus nombres.

La liturgia se contenta con insistir, de acuerdo con su función, en la existencia de los demonios y en la amenaza que constituyen para los cristianos; basándose en las enseñanzas del Nuevo Testamento, la liturgia se hace directamente eco de ello, recordando que la vida de los bautizados es un combate emprendido, con la gracia de Cristo y la fuerza de su Espíritu, contra el mundo, la carne y los seres demoníacos [110].

El significado de los nuevos rituales.

No obstante, hoy día este argumento litúrgico debe ser utilizado con mucha cautela. Por una parte, los rituales y los sacramentarios Orientales, habiendo conocido a lo largo de los siglos menos supresiones que integraciones, tienen peligro de desviarnos, sus demonologías son exuberantes; por otra parte, los documentos litúrgicos latinos, refundidos muchas veces a lo largo de la historia, invitan, precisamente a causa de estos cambios, a conclusiones igualmente prudentes.

Nuestro antiguo ritual de la penitencia pública expresaba con fuerza la acción del demonio sobre los pecadores: desgraciadamente, estos textos, que han sobrevivido hasta nuestros días en el Pontifical Romano [111], hace mucho tiempo que ya no se usan. Antes de 1972 se podían citar también las oraciones de la recomendación del alma, que recordaban el horror del infierno y los últimos asaltos del demonio[112] ; pero estos textos significativos han desaparecido. Sobre todo, en nuestros días, el característico ministerio del exorcista, sin haber sido abolido radicalmente, está reducido a un servicio eventual, y de hecho solamente subsistirá si lo necesitan los obispos [113], sin que se haya previsto ningún rito para conferirlo. Una decisión de este género no significa, evidentemente, que el sacerdote no tenga ya el poder de exorcizar, ni que ya no deba ejercitarlo; pero esto obliga a constatar que la Iglesia, al no hacer de este ministerio una función específica, no reconoce ya a los exorcismos la importancia que tenían en los primeros siglos. Sin duda alguna, esta evolución merece tenerse en cuenta.

Sin embargo, no debemos sacar la conclusión de que ha habido un retroceso o una revisión de la fe en el campo litúrgico. El Misal Romano de 1970 sigue reflejando la convicción existente en la Iglesia a propósito de las intervenciones demoníacas. Hoy, como antes, la liturgia del primer domingo de Cuaresma recuerda a los fieles cómo Jesucristo nuestro Señor venció al demonio: los tres relatos sinópticos de su tentación están reservados a los tres ciclos A, B, C, de las lecturas cuaresmales. El protoevangelio, con su anuncio de la victoria de la descendencia de la mujer sobre la de la serpiente (Gen 3, 15) se lee en el X domingo del año B y en el sábado de la V semana. La fiesta de la Asunción y el común de la Virgen presentan la lectura de Apocalipsis, 12, 1-6, es decir, la amenaza del Dragón contra la Mujer que da a luz (Mc 3, 20-35), que describe la discusión de Jesús con los Fariseos sobre Belcebú, forma parte de la lecturas del X domingo del año B, ya mencionado. La parábola del grano y de la cizaña (Mt 13, 23-43) aparece en el XVI domingo del año A, y su explicación (Mt 13, 36-43) se lee el martes de la semana XIII. El anuncio de la derrota del príncipe de este mundo (Jn 12, 20-23) se lee el V domingo de Cuaresma del año B y (Jn 14, 30) se lee durante la semana. Entre los textos de los Apóstoles (Ef 2, 1-10) está asignado al lunes de la semana XXIX (Ef 6, 10-20) al común de los santos y santas y al jueves de la semana XIII (Jn 3, 7-10) se lee el 4 de enero, y la fiesta de San Marcos propone la primera lectura de San Pedro, que presenta al diablo rondando en torno a su presa para devorarla. Estas citas, que para ser completas deberían multiplicarse, demuestran que los textos bíblicos más importantes sobre el diablo siguen formando parte de la lectura oficial de la Iglesia.

Es verdad que el ritual de la iniciación cristiana de los adultos ha sido modificado en este punto y que ya no interpela al diablo con apostrofes imperativos; pero en el mismo sentido se dirige a Dios bajo forma de plegaria [114]. El tono es menos espectacular, pero no menos expresivo y eficaz. Es, pues, falso pretender que los exorcismos han sido eliminados del nuevo ritual del bautismo. El error es tan claro que el nuevo ritual del catecumenado ha instituido, antes de los exorcismos llamados «mayores», exorcismos «menores», distribuidos a lo largo de todo el catecumenado y desconocidos en el pasado [115]

Los exorcismos, pues, permanecen. Hoy, como ayer, piden la victoria sobre «Satanás», «el diablo», «el príncipe de este mundo» y «el poder de las tinieblas»; y los tres «escrutinios» habituales, en los que, como antes, tienen lugar los exorcismos, poseen la misma finalidad negativa y positiva de siempre: «Liberar del pecado y del diablo» y, al mismo tiempo, «fortalecer en Cristo» [116]. La celebración del bautismo de los niños conserva también, en definitiva, un exorcismo [117]; lo cual no quiere decir que la Iglesia considere a estos niños como otros tantos poseídos del demonio, sino que cree que también ellos necesitan todos los efectos de la Redención de Cristo. En efecto, antes del bautismo, todo hombre, niño o adulto, lleva el signo del pecado y de la acción de Satanás.

En cuanto a la liturgia de la Penitencia privada, ésta habla hoy del diablo menos que antes; pero las celebraciones penitenciales comunitarias han restaurado una antigua oración, que recuerda la influencia de Satanás sobre los pecadores [118]. En el ritual de los enfermos —como ya hemos notado— la oración de la recomendación del alma no subraya la presencia de Satanás; pero en el curso del rito de la unción el celebrante reza para que el enfermo «sea liberado del pecado y de toda tentación» [119]. El santo óleo es considerado como una «protección» del cuerpo, del alma y del espíritu [120], y la oración Commendote, sin mencionar el infierno y el demonio, evoca, sin embargo, indirectamente su existencia y su acción al pedir a Cristo que salve al moribundo y lo cuente entre el número de «sus» ovejas y de «sus» elegidos: evidentemente, este lenguaje quiere evitar un trauma al enfermo y a su familia, pero no olvida la fe en el misterio del mal.

Conclusión

En una palabra, la actitud de la Iglesia en todo lo referente a la demonología es clara y firme. Es verdad que a lo largo de los siglos la existencia de Satanás y de los demonios nunca ha sido hecha objeto de una afirmación explícita de su magisterio. La razón está en que la cuestión no se planteó jamás en estos términos: tanto los herejes como los fieles, fundándose en la Sagrada Escritura, estaban de acuerdo en reconocer su existencia y sus principales perversidades. Por eso hoy, cuando se pone en duda la realidad demoníaca, es necesario hacer referencia —como hemos recordado hace poco— a la fe constante y universal de la Iglesia y a su fuente más grande: la enseñanza de Cristo. En efecto, la existencia del mundo demoniaco se revela como un dato dogmático en la doctrina del Evangelio y en el corazón de la fe vivida.

El malestar contemporáneo que hemos denunciado al principio no pone, pues, en discusión un elemento secundario del pensamiento cristiano, sino que compromete la fe constante de la Iglesia, su modo de concebir la Redención y, en el punto de partida, la conciencia misma de Jesús. Por eso Su Santidad Pablo VI, hablando recientemente de esta terrible realidad misteriosa y tremenda del Mal, podía afirmar con autoridad: «Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra creatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» [121]. Ni los exegetas ni los teólogos deberían olvidar esta advertencia.

Por eso repetimos que, al subrayar también hoy la existencia de la realidad demoníaca, la Iglesia no se propone ni retroceder a las especulaciones dualistas y maniqueas de otros tiempos, ni proponer un sustituto aceptable para la razón. Sólo quiere seguir siendo fiel al Evangelio y a su exigencia. Está claro que jamás ha permitido al hombre descargarse de su responsabilidad atribuyendo las propias culpas a los demonios. La Iglesia no dudaba en lanzarse contra una escapatoria semejante cuando se manifestaba, diciendo con San Juan Crisóstomo: «No es el diablo, sino la incuria propia de los hombres la que causa todas sus caídas y todos los males de los que se lamentan» [122].

A este respecto, las enseñanzas cristianas, con su valentía en defender la libertad y la grandeza del hombre y en hacer resaltar plenamente la omnipotencia y la bondad del Creador, no muestran desmayo. Esas enseñanzas han condenado en el pasado y condenarán siempre la excesiva facilidad en aducir como pretexto una incitación demoníaca; ha proscrito tanto la superstición como la magia; ha rechazado toda capitulación doctrinal frente al fatalismo y toda renuncia a la libertad frente al esfuerzo. Es más, cuando se habla de una posible intervención diabólica, la Iglesia deja siempre espacio, igual que con el milagro, a la exigencia crítica. En dicha materia exige reserva y prudencia. En efecto, es fácil caer víctimas de la imaginación, dejarse desviar por narraciones inexactas, torpemente transmitidas o abusivamente interpretadas. En estos, como en otros casos, es necesario ejercitar el discernimiento y dejar espacio a la investigación ya sus resultados.

No obstante esto, la Iglesia, fiel al ejemplo de Cristo, cree que la exhortación del apóstol San Pedro a la «sobriedad» y a la vigilancia es siempre actual [123]. Ciertamente, en nuestros días conviene defenderse de una nueva «embriaguez». Pero el saber y la potencia técnica también pueden embriagar. Hoy día el hombre se siente orgulloso de sus descubrimientos, y, muchas veces, justamente. Pero en nuestro caso, ¿está seguro de que sus análisis han esclarecido todos los fenómenos característicos y reveladores de la presencia del demonio? ¿No queda ya nada problemático en este punto? El análisis hermenéutico y el estudio de los Padres, ¿habrían allanado la dificultades de todos los textos? Nada hay menos seguro. Ciertamente, en otros tiempos hubo cierta ingenuidad al temer encontrar algún demonio en cada encrucijada de nuestros pensamientos. Pero, ¿no sería igualmente ingenuo hoy pretender que nuestros métodos digan pronto la última palabra sobre la profundidad de las conciencias, donde se interfieren las relaciones misteriosas del alma y del cuerpo, de lo sobrenatural, de lo preternatural y de lo humano, de la razón y de la revelación? Porque estas cuestiones se han considerado siempre vastas y complejas. En cuanto a nuestros métodos modernos, éstos, como los de los antiguos, tienen límites que no pueden traspasar. La modestia, que es también una cualidad de la inteligencia, debe conservar sus fueros y mantenerse en la verdad. Porque esta virtud —aun teniendo en cuenta el futuro— permite desde ahora al cristianismo dejar sitio a la aportación de la revelación, o más brevemente, a la fe.

A esta fe, en realidad, nos conduce de nuevo el apóstol San Pedro cuando nos invita a resistir, «fuertes en la fe», al demonio. La fe nos enseña, en efecto, que la realidad del mal «es un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor» [124], y sabe también darnos confianza, haciéndonos saber que el poder de Satanás no puede traspasar los límites que Dios le ha marcado; nos asegura igualmente que, aunque el diablo es capaz de tentarnos, no puede arrancarnos nuestro consentimiento. Sobre todo, la fe abre el corazón a la plegaria, en, la cual encuentra su victoria y su coronación, haciéndonos triunfar sobre el mal gracias al poder de Dios.

Es cierto que la realidad demoníaca, testificada concretamente por aquello que llamamos el misterio del Mal, permanece todavía hoy como un enigma que envuelve la vida cristiana. Nosotros no sabemos mucho mejor que los apóstoles por qué el Señor lo permite, ni cómo lo usa para sus designios; pero podría suceder que, en nuestra sociedad, prendada por el horizontalismo secular las explosiones inesperadas de este misterio ofrezcan un sentido menos refractario a la comprensión. Estas obligan al hombre a mirar más lejos, más alto, más allá de las evidencias inmediatas; a través de las amenazas y de la prepotencia del mal, que impiden nuestro caminar, nos permiten discernir la existencia de un más allá que hay que descifrar, y volvernos hacia Cristo para escuchar de Él la Buena Nueva de la salvación ofrecida como gracia.  Roma, 26 de junio de 1976.  Fuente:  Vatican va   

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Demonio y diablo según el catecismo
El catecismo hablando en el ambiente de la profesión de fe: “Creo en Dios padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”. Hablando sobre la realidad del pecado, afirma que: La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. ("El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos") (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800).

Reflexionemos en torno a la explicación del Catecismo: en sus numerales, 391 – 395. 

391 Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali ("El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos") (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800).

392 La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta "caída" consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: "Seréis como dioses" (Gn 3,5). El diablo es "pecador desde el principio" (1 Jn 3,8), "padre de la mentira" (Jn 8,44).

393 Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. "No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte" (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 2,4: PG 94, 877C).

394 La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama "homicida desde el principio" (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). "El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo" (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

395 Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física—en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,28). 

¿QUÉ SE PUEDE DECIR, SOBRE LA SUPERSTICIÓN?

1. Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón.
2. Fe desmedida o valoración excesiva respecto de una cosa o a una práctica. Así se puede hablar de superstición de la ciencia cuando se apela irracionalmente a esta para defender una posición.

Catecismo de la Iglesia Católica, 2111>>>
            2111. La superstición es la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede afectar también al culto que damos al verdadero Dios, por ejemplo, cuando se atribuye una importancia, de algún modo, mágica a ciertas prácticas, por otra parte, legítimas o necesarias. Atribuir su eficacia a la sola materialidad de las oraciones o de los signos sacramentales, prescindiendo de las disposiciones interiores que exigen, es caer en la superstición (cf Mateo 23, 16-22).

Superstición es atribuirle a prácticas legítimas un valor erróneo.
Referente a los sacramentales y oraciones, se cae en superstición cuando se confía en la materialidad del acto sin la necesaria disposición interior. Cuando, en vez de valorar un objeto religioso por lo que representa, se le atribuye un poder intrínseco. Es supersticioso, por ejemplo, quién lleva un escapulario pero no guarda en su corazón fidelidad a la Virgen Santísima sino que se entrega al pecado pensando que tan solo por llevarlo se salvará.
·         La superstición puede conducir a la idolatría y a distintas formas de adivinación y de magia.
·         La "suerte", entendida como una fuerza que pueda afectar el destino, no existe. El cristiano sabe que depende de la Providencia divina y que es responsable por su libre albedrío.
·         La superstición es producto de ignorancia o de un vacío espiritual.
·         No se debe confundir tradición con superstición. Las tradiciones serían supersticiosas sólo si se les atribuyen poderes mágicos.

Ejemplos de supersticiones: la "maldición del #13, de los gatos negros, de pasar bajo una escalera; comer uvas el año nuevo para atraer la buena suerte. Hay fiestas que reúnen un conjunto de supersticiones, por ejemplo, Halloween.
            Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la superstición es un pecado contra el Primer Mandamiento porque atribuye a cosas poderes que solo le pertenecen a Dios.


Padre, José Antonio Fortea Cucurull (Barbastro, España, 1968) es sacerdote y teólogo especializado en demonología.

Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. Se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas. Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (Madrid). En 1998 defendió su tesis de licenciatura "El exorcismo en la época actual" dirigida por el secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española. Actualmente está en Roma realizando su doctorado en Teología.

CONCEPTOS SOBRE MALDICIÓN INTERGENERACIONAL
Opiniones del Padre, Fortea, en su libro: “Los hijos de vuestros hijos”

            En la Biblia existe el concepto de maldición. Simplificando, porque si no vamos a perder la esencia del asunto, este concepto viene a enseñarnos que los grandes pecados traen consigo consecuencias muy graves. Puede parecer una afirmación muy simple, pero la verdad es que esto es lo que transmite la Biblia en definitiva. Aquí, ahora, podría emplear varias páginas para desplegar los versículos que nos hablan de los tipos de maldición, de cuándo Dios escucha la maldición de alguien y otros muchos asuntos menores que solo servirían como un largo homenaje a la erudición, pero que no añadirían nada al propósito de esta obra. En todo este escrito, hago un esfuerzo por refrenarme y no perderme en los detalles enciclopédicos, minuciosidades que implicaría aducir páginas y más páginas, pero lo que debo hacer es centrarme en la médula de la cuestión.

            Frente al tema tan repetido en las páginas de la Biblia acerca del castigo de Dios por los grandes pecados, ha aparecido en la segunda mitad del siglo XX el concepto de maldición intergeneracional. Nunca hay definiciones del todo claras acerca de en qué consisten este tipo de maldiciones concretas. Siempre se habla de que hay un “algo” que provoca en los hijos depresión, enfermedad, ruina económica, alcoholismo, etc y que este “algo” tiene su raíz en el pecado de los padres o de los abuelos. Pero no  queda claro qué es ese “algo”. Se habla de maldiciones, de cadenas, de ataduras heredadas que hay que romper, pero su naturaleza metafísica siempre queda imprecisa en estos autores. Insisto en que la mayoría de los grupos que oran para romper este tipo de cargas generacionales también les culpan a estas maldiciones de enfermedades físicas como el asma, el cáncer, la migraña. En general, se puede culpar a la maldición de cualquier mal físico. Cierto que, en este campo, hay grupos más maximalistas y grupos más minimalistas. La mayoría de los seguidores de esta teoría son evangélicos pentecostales (aunque muchos protestantes rechazan este esquema), pero estas ideas también han penetrado en cierta medida en algunos grupos carismáticos católicos. Quede claro, desde el principio, que cuando en este escrito estamos hablando de “maldiciones intergeneracionales” me estoy refiriendo a lo que he descrito (que se ha convertido en un concepto técnico), y no meramente al hecho de que algunas consecuencias de pecados muy graves tienen influencia en la descendencia.

            La teoría de la maldición intergeneracional va más allá de lo expresado en la Biblia, es como si reificara (cosificara) el pecado cometido por los padres lanzándolo sobre los hijos en forma de males físicos, de enfermedades mentales y de cadenas espirituales. Precisamente porque en esta equivocada mentalidad la maldición está reificada, se hace necesario romper esa “cosa”. El modo en que esa cosa se rompe es del todo similar a los exorcismos. El problema es que ni una carga generacional ni una maldición son seres personales. Dirigirse a ellos, cuando realmente no nos escuchan, no niego que se pueda hacer. Es cierto que Jesús se dirige directamente, por ejemplo. a la tormenta para calmarla: 6 Master, Master, we are perishing!” And he woke up and rebuked the wind and the raging waves; they ceased, and there was a calm (Luke 8:23). El verbo epetimesen se puede traducir por la “rechazó”, la “reprobó”. Exactamente, el mismo verbo se repite cuando Jesús rechaza la fiebre que padecía la suegra de Pedro (Lucas 4:39). Pero esos pasajes se pueden interpretar como cuando Jesús le habla a la higuera estéril: He said to it, “May no one ever eat fruit from you again (Mark 11: 14). Evidentemente, Jesús sabía que la higuera no le escuchaba, ese árbol no es persona. Por lo tanto, no hay alguien que escuche. Se trata de una enseñanza que se hace acción. La higuera simboliza una persona que no produce frutos espirituales. Y recibe el castigo que recibiría una persona espiritualmente estéril. Que esa es la razón de tal acción de maldición, se ve en que el evangelista hace la siguiente observación: When he came to it, he found nothing but leaves, for it was not the season for figs (Mark 11:13). No era tiempo de higos, luego toda esa acción era una enseñanza. Por eso se dirige directamente a la tormenta o a la fiebre, como un medio para mostrar su soberanía sobre todo. Dirigirse a la enfermedad o la pobreza o el pecado de forma directa, rechazándolos, no sería una parte problemática respecto al modo en que muchos obran para destruir una ligadura generacional. El problema es que la existencia de esas cargas heredadas y su quebrantamiento es una doctrina inexistente en la Biblia. La Palabra de Dios insistirá, una y otra vez, en la conversión. La conversión es lo que cambia a las personas. En la Biblia se enseña cómo el pecado hunde al sujeto, y cómo aceptar a Jesús como Señor transforma al bautizado. El bautismo anula el pasado porque es un nuevo nacimiento. Si fue bautizado de niño y tuvo una vida posterior de pecado, habrá que actualizar ese bautismo a través de la gracia. El Evangelio hace de los seguidores de Jesús hombres nuevos. 

CRISTIANOS SUPERSTICIOSOS
Autor: Padre. Raúl Ortiz Toro. Licenciado en teología patrística e historia de la teología.
Maestría en Bioética, Universidad pontificia Regina Apostolorum,  Roma, Italia. Docente, Seminario Mayor, Arquidiócesis de Popayán, Colombia.   - ¿Puede haber algo más mal visto que un supersticioso? Sí, un cristiano supersticioso; lamentablemente, debemos reconocer que una buena cantidad de cristianos son supersticiosos y agoreros. ¿Cuántos no empiezan el año nuevo con lentejas en los bolsillos, comiendo doce uvas, saliendo a correr con una maleta, poniéndose ropa interior amarilla, etc. etc.? Algunos aludirán que se trata de un particular folclore que tiene más de lúdico que de trascendental. Sin embargo, lo que está detrás de la superstición y el agüero es una afrenta directa a la Divina Providencia y a la Libertad Humana.

Quien usa un agüero pone su confianza en el hecho en sí, en la práctica del ritual, y se convence de que si no le fue bien en el año fue porque le faltó algo más: unas uvas más grandes, unas espigas más largas, unas lentejas de más. ¿Y Dios dónde queda? ¿Acaso la Palabra no dice que si el Señor provee vestido a las flores y alimento a las aves con cuánta mayor razón no nos dará lo que pidamos con fe? (cf. Mateo 6, 25-34). ¿Si reconocemos que ni la hoja de un árbol se mueve sin su poder podremos entonces decir que con un agüero vamos a mover la voluntad de Dios? Sería demasiado infantil y soberbio pensar algo así.

Por otra parte, los agüeros también ponen en entredicho la libertad humana. Si bien es cierto que Dios es Padre providente y conoce todo lo que somos y haremos, sin embargo la libertad del hombre es un santuario donde Dios ha dispuesto que se busque siempre el bien aunque no siempre sea así, ya que la bondad ha de surgir no solo de una disposición divina sino de la participación humana. La persona puede también no querer hacer el bien y allí Dios no entra a ejercer coacción. Dios nos invita a la bondad pero nunca nos obliga a practicarla.

Creer que un agüero o un hecho supersticioso ejerce un poder decisivo sobre la vida humana es reducir la libertad a mera apariencia: la vida se reduciría a un triste determinismo donde las cosas pasan como fruto de leyes preestablecidas, conexas con la práctica de un rito.

Así, por ejemplo, si salió corriendo con una maleta a la media noche del 31 de diciembre pero resulta que en abril descubre que no quiere viajar sino dedicarse mejor a otra actividad en vacaciones, ¿tendrá indefectiblemente que viajar? Seguro que no. Si pasó debajo de una escalera o vio pasar un gato negro, o cosas por el estilo, eso no le traerá mala suerte. La verdadera mala suerte se llama sugestión del mal.


¿PUEDE EL DEMONIO TOMAR POSESIÓN DE UNA PERSONA?

¿Puede el demonio tomar posesión de una persona? Pbro. Raúl Ortiz Toro. Licenciatura en Teología Patristica e Historia de la Teología - Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (Italia) - Maestría en Bioetica - Universidad Pontificia Regina Apostolorum de Roma (Italia). Docente, Seminario Mayor San José de Popayán, Colombia. Un escéptico o indiferente religioso ¡y, cómo no, un ateo de los de verdad! – pues hay muchos que “gracias a Dios son ateos” – ha de estarse preguntando si la religión en lugar de liberar al hombre de su estadio pre científico, animista, no hace más que atrasar el pensamiento humano o reforzar su regresión a estados cavernarios cuando habla del demonio o de fuerzas espirituales antagónicas, temas que, según algunos sectores de lo que llamamos “ciencias exactas”, ya han sido superados por la misma ciencia experimental.

Según el positivismo, una doctrina que pretende confirmar como válido solo el conocimiento que proviene de la ciencia, la humanidad ha tenido una especie de etapas en el desarrollo histórico del pensamiento: la primera etapa se desarrolla en el ámbito teológico por lo cual el hombre entiende que todas las causas de los acontecimientos de diversa índole se remiten en última instancia a la divinidad (la caída de un rayo expresaría la furia de Dios). En una segunda  estaría el estadio metafísico donde el hombre apela a entidades abstractas como la naturaleza (el rayo sería una poderosa descarga de electricidad estática). Finalmente, la tercera fase del pensamiento será la positiva: el hombre observa todo tipo de fenómenos y en lugar de buscar la causa analiza las leyes que los rigen (el rayo estaría condicionado por la inducción electrostática o los mecanismos de polarización).

Este planteamiento ha sido aplicado en distintos ámbitos del conocimiento humano y ha llegado a la sociología religiosa, razón por la cual el pensamiento contemporáneo rechaza con frecuencia muchos de nuestros principios básicos: como, por ejemplo, la existencia de Dios y la Providencia divina, la vida eterna, la existencia del alma, etc., enmarcándonos en ese estadio primitivo del pensamiento y reduciéndonos a una categoría precientífica y por lo tanto digna de descrédito.

Por ello, ante este argumento de si es posible que una entidad maléfica como el demonio pueda tomar posesión de una persona, podemos evidenciar dos posiciones: por una parte, no es de extrañar que este tema sea tomado por el escéptico como simple folclore o atraso. Y no es de extrañar, también, que muchos creyentes exageren a tal punto de remitir a una posesión todo tipo de manifestaciones extrañas en las personas.

Haciéndonos una especie de examen y reconocimiento pudiéramos decir que muchas veces en la Iglesia propiciamos una cosmovisión errada del mundo espiritual cuando atribuimos a enfermedades físicas o traumas psicóticos una influencia demoniaca. Y hemos de darle una cierta razón a quien piense que con el tema del señalamiento de posesiones diabólicas, sin mayor examen, dimos pie a malas comprensiones de la realidad; porque, si bien es cierto que ya dejamos dicho en el pasado artículo que la existencia del demonio es un hecho del cual no podemos sustraernos, sin embargo, sí es muy cierto que la imaginería popular y en muchos casos la falta de evangelización del pueblo sobre este asunto fue creando una cosmovisión propia al punto de “satanizar” muchos fenómenos donde simplemente con un poco de sensatez y de cordura se puede deducir que no se trata de una injerencia del demonio.

Dice, al respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica (No. 1673) que muy distinto al caso de posesión  “es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y no de una enfermedad”. Y en el mismo sentido el Ritual de Exorcismos expresa que “El exorcista, en caso de alguna, así llamada, intervención diabólica, debe  observar la máxima circunspección y prudencia, imprescindible en estos casos. En primer lugar no debe creer fácilmente que alguien que padece alguna enfermedad, especialmente psicológica, esté poseído por el demonio.  Del mismo modo, no debe creer que hay posesión por la sola afirmación de alguien que expresa estar especialmente tentado, desolado o atormentado por el diablo, pues la persona podría estar engañada por la propia imaginación”. (Prenotandos, 14).

Con mucha frecuencia nos llegan a los sacerdotes casos de posibles posesiones; sin embargo, con una mirada atenta y un diálogo sensato se corrobora que de por medio puede haber algún trastorno psicológico o una enfermedad clínica que no requieren exorcismo sino ayuda clínica: es el caso de la epilepsia, el autismo, la psicosis, la esquizofrenia, la bipolaridad, las neuropatías o el simple desorden disociativo de la personalidad, etc. Por esta razón el exorcista, directamente delegado por el Obispo, debe cerciorarse de que la persona haya pasado por manos del médico general, el psicólogo y el psiquiatra, si es el caso. Nunca el exorcista debe confiar simplemente en su juicio personal o peor aún en el juicio de quien se cree poseído o de su familia.

En nuestro pasado artículo tratamos de dejar en claro que el demonio es una entidad maligna de naturaleza espiritual (ni naturaleza divina, ni humana), con voluntad y entendimiento y por lo tanto, no una persona pero sí un ser con carácter personal e inmortal, no eterno. Pero, ¿este ser espiritual puede tomar posesión de algo o de alguien? La tradición cristiana ha diferenciado entre infestación y posesión: la primera se refiere a las cosas, lugares y animales donde el demonio ejerce su influencia; la segunda, hace referencia a la influencia sobre la persona humana. Aproximadamente, de cien casos de posible posesión, no más que uno o dos pueden llegar a ser ciertos.

La persona humana es una unidad substancial de alma y cuerpo de carácter racional y relacional; por ello, el ser humano es un cuerpo espiritualizado y un espíritu corporeizado, no simple alma por un lado y cuerpo por el otro, sino unidad substancial de estas dos realidades que tradicionalmente hemos separado. Por ello, de ser posible una posesión demoniaca, solo lo sería en el ámbito de las manifestaciones corpóreas de la persona humana; dicho en otros términos, un espíritu maligno solo podría influenciar la exterioridad de los actos pero nunca poseer el alma humana que es donde reside la imagen de Dios en el hombre. Tampoco se puede decir, simplemente, que el demonio posee el cuerpo, como si se tratara de una entidad vacía que espera un principio moderador de sus actos ya que el cuerpo y el alma son una unidad inseparable por cuanto es una unidad substancial.

Por ello, el poseído, cuando es consciente de lo que le aqueja es libre de ponerse en contacto con un sacerdote idóneo para que ore por él; es más, el alma de un poseso puede estar en gracia de Dios si cuando no está en trance de posesión se ha confesado. De modo que podemos suponer que si muere en esta condición puede salvarse. Así las cosas, cuando hablamos de posesión demoniaca estamos hablando de una persona que presenta unas manifestaciones de su comportamiento influenciadas por el espíritu del mal, es decir, una posesión de la exterioridad de sus actos; no podemos concluir que en esa persona está el demonio o es el demonio. Y para llegar a esta conclusión se ha de andar con pies de plomo para no hacer incluso un daño peor a quien se encuentra en esta situación; ya he referido que de cien posibles casos de posesión quizá uno llegue a ser cierto. Prudencia y oración son las bases del discernimiento.  

 ¿SOLO EL DEMONIO ES ENEMIGO DEL ALMA?
Pbro. Raúl Ortiz Toro. Licenciatura en Teología Patrística e Historia de la Teología - Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (Italia) - Maestría en Bioética - Universidad Pontificia Regina Apostolorum de Roma (Italia). Docente, Seminario Mayor San José de Popayán, Colombia   Ha aparecido una corriente de falsa doctrina en la actualidad que asegura que solo el demonio es el enemigo del alma, de modo que estamos ante una especie de insoslayable influencia del maligno cuando pecamos; esta posición, al cuanto más equivocada lo que hace es brindarle al demonio un protagonismo exagerado. A pesar de que el pecado en general ocasiona una enemistad con Dios de la cual se beneficia sobre todo el maligno, que quiere ese distanciamiento, no obstante la tradición cristiana ha dicho lo contrario pues ha sintetizado en tres los enemigos del alma: El mundo, el demonio y la carne.

Esto quiere decir que los enemigos que impiden la amistad con Dios son: un ser espiritual maléfico (demonio), las realidades y circunstancias adversas a Dios (el mundo) y nuestro propio juicio y debilidad (carne). Estos enemigos del alma son los que nos conducen al pecado como “abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (Catecismo, No. 387). En el pecado confluyen estos tres enemigos, no uno solo. Así fue como en el pecado primigenio “El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3, 1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm. 5, 19). En adelante, todo pecado será desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad”. (Catecismo, No. 397).
No podemos medir qué tanto le corresponde al demonio su participación en la tentación y en el pecado; pero, lo que sí podemos decir es que “la raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15, 19-20)” (Catecismo No. 1853). El demonio, que es el padre de la mentira, como lo define el evangelio de san Juan (8,44), instiga la tentación pero ni es él quien peca ni es el pecado un simple efecto de su influencia que no cuente con nuestra libertad. De modo que la responsabilidad personal cuenta mucho. A nadie le toca pecar. Ni el pecar es una obligación porque se esté bajo la influencia del demonio.

Cuando se dice que el mundo y la carne también son enemigos del alma reconocemos que hay situaciones que pueden ocasionar un ambiente propicio para el pecado. En el caso del “mundo”, como enemigo del alma, hablamos de las circunstancias del entorno que pueden llegar a ocasionar un debilitamiento de la fuerza que debemos tener para no caer en el pecado. Por ejemplo, es el caso de los jóvenes que encuentran en sus colegios, en el contacto con sus mismos compañeros, un ambiente propicio para iniciarse en la rebeldía, la vida sexual activa, los juegos esotéricos, el irrespeto a la autoridad de padres y maestros, etc. El ambiente de indiferencia religiosa crea una barrera para que un joven cristiano cumpla con sus deberes para con Dios y sus semejantes. Igualmente, el ambiente laicista propiciado por ciertas instancias del Estado genera, por ejemplo, leyes que ponen en consideración las verdades de fe o las posiciones morales: en el caso colombiano, la despenalización del aborto en tres casos concretos, la legalidad de uniones de parejas del mismo sexo, la licitud del homicidio por compasión (antesala de la eutanasia), la eutanasia para niños mayores de siete años, como en el caso de Bélgica, etc. Todo esto se enmarca en un mundo adverso y enemigo no solo del alma sino de Dios. No nos imaginemos entonces al diablo haciendo “lobby” para que esto ocurra; se trata, de algo mucho más complejo: son la voluntad y el entendimiento humano, facultades superiores del alma donde el diablo no puede tomar posesión, las que con un acto de libertad se vuelven en contra de Dios creando un ambiente desfavorable para su Reinado.

Por parte de la “carne” hablamos ante todo de lo que nos dice la primera carta de san Juan (2, 16) cuando nos habla de la concupiscencia de la carne (satisfacción desordenada del placer), la concupiscencia de los ojos (la curiosidad desordenada y el interés desmedido por los bienes terrenos) y la soberbia de la vida (ser autoreferenciales y sumidos en la vanagloria).

Un ejemplo sobre la concupiscencia de la carne: el placer sexual en una pareja de esposos no es pecado siempre y cuando estén abiertos a la vida y al crecimiento como pareja; estar abiertos a la vida no quiere decir, simplemente, que se dedicarán solamente a tener hijos, pues ya Pablo VI en una encíclica (De la Vida Humana) dijo que en vista de la paternidad responsable es lícito “espaciar” la procreación, a través de la castidad matrimonial y los métodos naturales, pero no evitar definitivamente la llegada de los hijos. Pero si debido a la concupiscencia de la carne los esposos se dedican simplemente a utilizar sus cuerpos como fuente de placer egoísta encontramos que allí “la carne” ha desvirtuado la santidad inherente a su unión conyugal.  Detrás de todo esto no siempre está el demonio como actor principal sino la debilidad de la voluntad del hombre y la mujer que pueden encaminarse a Dios a través de una correcta valoración de su cuerpo y sus sentidos.
Otro ejemplo, pero ahora sobre la concupiscencia de los ojos, o curiosidad: tenemos muchas aficiones y podemos cultivarlas; placeres sanos que nos ayudan a llevar una vida equilibrada pero que, desordenados, pueden inducirnos al alejamiento de Dios, sin que por ello esté el demonio detrás mas sí la carne: un aficionado al fútbol que olvida la misa dominical por ir a un partido. Es un problema de prelación en sus responsabilidades como cristiano y no una simple insidia del maligno.

Finalmente, con respecto a la carne como “soberbia de la vida”, hablemos, por ejemplo, de ciertos tipos de personalidad en los que se encuentra el carácter irascible, es decir, la persona que con facilidad puede desbordar en un ataque de ira. Este defecto de la personalidad es, en sí, una característica que no es pecaminosa de suyo, como no es pecado la tendencia al pecado sino el pecado mismo; en otros términos, la tentación no es pecado pero sí el “caer” en la tentación.  Por ello a una persona irascible, que sabe dominar su ira, no puede imputársele una influencia del demonio por su carácter. Simplemente, se trata de su personalidad muchas veces influenciada por factores familiares o de formación que si no sabe manejar puede sí ocasionar pecados contra la caridad.

Así, mundo, demonio y carne, tres enemigos, no solo uno. Las armas contra éstos están dadas en la oración, el ayuno y la caridad que ordenan la libertad a su recto ejercicio; porque, en últimas, es en nosotros mismos donde se cuece la tentación que antecede al pecado más que en un factor exterior como el demonio. “La tentación no necesita del demonio. Se basta a sí misma. ¿Si no, quién tentó al demonio?” (Fortea, cuestión 18).