Quisiera retomar lo que compartí con los jóvenes en Panamá, para reflexionar en esta Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones sobre cómo la llamada del Señor nos hace portadores de una promesa y, al mismo tiempo, nos pide la valentía de arriesgarnos con él y por él. Me gustaría considerar brevemente estos dos aspectos, la promesa y el riesgo, contemplando con vosotros la escena evangélica de la llamada de los primeros discípulos en el lago de Galilea (Mc 1,16-20).
Dos parejas de hermanos –Simón y Andrés junto a Santiago y
Juan–, están haciendo su trabajo diario como pescadores. En este trabajo arduo
aprendieron las leyes de la naturaleza y, a veces, tuvieron que desafiarlas
cuando los vientos eran contrarios y las olas sacudían las barcas. En ciertos
días, la pesca abundante recompensaba el duro esfuerzo, pero otras veces, el
trabajo de toda una noche no era suficiente para llenar las redes y regresaban
a la orilla cansados y decepcionados.
Estas son las situaciones ordinarias de la vida, en las que
cada uno de nosotros ha de confrontarse con los deseos que lleva en su corazón,
se esfuerza en actividades que confía en que sean fructíferas, avanza en el
“mar” de muchas posibilidades en busca de la ruta adecuada que pueda satisfacer
su sed de felicidad. A veces se obtiene una buena pesca, otras veces, en
cambio, hay que armarse de valor para pilotar una barca golpeada por las olas,
o hay que lidiar con la frustración de verse con las redes vacías.
Como en la historia de toda llamada, también en este caso se
produce un encuentro. Jesús camina, ve a esos pescadores y se acerca... Así
sucedió con la persona con la que elegimos compartir la vida en el matrimonio,
o cuando sentimos la fascinación de la vida consagrada: experimentamos la sorpresa de un encuentro y, en aquel momento,
percibimos la promesa de una alegría capaz de llenar nuestras vidas.
Así, aquel día, junto al lago de Galilea, Jesús fue al
encuentro de aquellos pescadores, rompiendo la «parálisis de la normalidad»
(Homilía en la 22ª Jornada Mundial de la Vida Consagrada, 2 febrero 2018). E
inmediatamente les hizo una promesa: «Os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17).
La llamada del Señor, por tanto, no es una intromisión de Dios en nuestra
libertad; no es una “jaula” o un peso que se nos carga encima. Por el
contrario, es la iniciativa amorosa con la que Dios viene a nuestro encuentro y
nos invita a entrar en un gran proyecto, del que quiere que participemos,
mostrándonos en el horizonte un mar más amplio y una pesca sobreabundante.
El deseo de Dios es
que nuestra vida no acabe siendo prisionera de lo obvio, que no se vea
arrastrada por la inercia de los hábitos diarios y no quede inerte frente a
esas elecciones que podrían darle sentido. El Señor no quiere que nos
resignemos a vivir la jornada pensando que, a fin de cuentas, no hay nada por
lo que valga la pena comprometerse con pasión y extinguiendo la inquietud
interna de buscar nuevas rutas para nuestra navegación.
Si alguna vez nos hace experimentar una “pesca milagrosa”,
es porque quiere que descubramos que cada uno de nosotros está llamado –de
diferentes maneras–, a algo grande, y que la vida no debe quedar atrapada en
las redes de lo absurdo y de lo que anestesia el corazón. En definitiva, la vocación es una invitación a no
quedarnos en la orilla con las redes en la mano, sino a seguir a Jesús por
el camino que ha pensado para nosotros, para nuestra felicidad y para el bien
de los que nos rodean.
Por supuesto, abrazar esta promesa requiere el valor de
arriesgarse a decidir. Los primeros discípulos, sintiéndose llamados por él a
participar en un sueño más grande, «inmediatamente dejaron sus redes y lo
siguieron» (Mc 1,18). Esto significa que para seguir la llamada del Señor
debemos implicarnos con todo nuestro ser y correr el riesgo de enfrentarnos a
un desafío desconocido; debemos dejar
todo lo que nos puede mantener amarrados a nuestra pequeña barca, impidiéndonos
tomar una decisión definitiva; se nos pide esa audacia que nos impulse con
fuerza a descubrir el proyecto que Dios tiene para nuestra vida. En definitiva,
cuando estamos ante el vasto mar de la vocación, no podemos quedarnos a reparar
nuestras redes, en la barca que nos da seguridad, sino que debemos fiarnos de
la promesa del Señor.
Me refiero sobre todo a la llamada a la vida cristiana, que
todos recibimos con el bautismo y que nos recuerda que nuestra vida no es fruto
del azar, sino el don de ser hijos amados por el Señor, reunidos en la gran
familia de la Iglesia. Precisamente en la comunidad eclesial, la existencia
cristiana nace y se desarrolla, sobre todo gracias a la liturgia, que nos
introduce en la escucha de la Palabra de Dios y en la gracia de los
sacramentos; aquí es donde desde la infancia somos iniciados en el arte de la
oración y del compartir fraterno.
La Iglesia es nuestra madre, precisamente porque nos
engendra a una nueva vida y nos lleva a Cristo; por lo tanto, también debemos
amarla cuando descubramos en su rostro las arrugas de la fragilidad y del
pecado, y debemos contribuir a que sea siempre más hermosa y luminosa, para que
pueda ser en el mundo testigo del amor de Dios. La vida cristiana se expresa
también en esas elecciones que, al mismo tiempo que dan una dirección precisa a
nuestra navegación, contribuyen al crecimiento del Reino de Dios en la
sociedad. Me refiero a la decisión de casarse en Cristo y formar una familia,
así como a otras vocaciones vinculadas al mundo del trabajo y de las
profesiones, al compromiso en el campo de la caridad y de la solidaridad, a las
responsabilidades sociales y políticas, etc.
Son vocaciones que nos hacen portadores de una promesa de
bien, de amor y de justicia no solo para nosotros, sino también para los
ambientes sociales y culturales en los que vivimos, y que necesitan cristianos
valientes y testigos auténticos del Reino de Dios. En el encuentro con el
Señor, alguno puede sentir la fascinación de la llamada a la vida consagrada o
al sacerdocio ordenado. Es un descubrimiento que entusiasma y al mismo tiempo
asusta, cuando uno se siente llamado a convertirse en “pescador de hombres” en
la barca de la Iglesia a través de la donación total de sí mismo y empeñándose
en un servicio fiel al Evangelio y a los hermanos.
Esta elección implica el riesgo de dejar todo para seguir al
Señor y consagrarse completamente a él, para convertirse en colaboradores de su
obra. Muchas resistencias interiores pueden obstaculizar una decisión
semejante, así como en ciertos ambientes muy secularizados, en los que parece
que ya no hay espacio para Dios y para el Evangelio, se puede caer en el
desaliento y en el «cansancio de la esperanza» (Homilía en la Misa con
sacerdotes, personas consagradas y movimientos laicos, Panamá, 26 enero 2019).
Y, sin embargo, no hay mayor gozo que arriesgar la vida por el Señor. En
particular a vosotros, jóvenes, me gustaría deciros: No seáis sordos a la
llamada del Señor. Si él os llama por este camino no recojáis los remos en la
barca y confiad en él. No os dejéis contagiar por el miedo, que nos paraliza
ante las altas cumbres que el Señor nos propone. Recordad siempre que, a los
que dejan las redes y la barca para seguir al Señor, él les promete la alegría
de una vida nueva, que llena el corazón y anima el camino.
Queridos amigos, no
siempre es fácil discernir la propia vocación y orientar la vida de la manera
correcta. Por este motivo, es necesario un compromiso renovado por parte de
toda la Iglesia –sacerdotes, religiosos, animadores pastorales, educadores–
para que se les ofrezcan, especialmente a los jóvenes, posibilidades de escucha
y de discernimiento. Se necesita una pastoral juvenil y vocacional que ayude al
descubrimiento del plan de Dios, especialmente a través de la oración, la
meditación de la Palabra de Dios, la adoración eucarística y el acompañamiento
espiritual.
Como se ha hablado varias veces durante la Jornada Mundial
de la Juventud en Panamá, debemos mirar a María. Incluso en la historia de esta
joven, la vocación fue al mismo tiempo
una promesa y un riesgo. Su misión no fue fácil, sin embargo, no permitió
que el miedo se apoderara de ella. Su sí «fue el “sí” de quien quiere
comprometerse y el que quiere arriesgar, de quien quiere apostarlo todo, sin
más seguridad que la certeza de saber que era portadora de una promesa. Y yo
les pregunto a cada uno de ustedes. ¿Se sienten portadores de una promesa? ¿Qué
promesa tengo en el corazón para llevar adelante? María tendría, sin dudas, una
misión difícil, pero las dificultades no eran una razón para decir “no”.
Seguro que tendría complicaciones, pero no serían las mismas
complicaciones que se producen cuando la cobardía nos paraliza por no tener
todo claro o asegurado de antemano» (Vigilia con los jóvenes, Panamá, 26 enero
2019). En esta Jornada, nos unimos en oración pidiéndole al Señor que nos
descubra su proyecto de amor para nuestra vida y que nos dé el valor para
arriesgarnos en el camino que él ha pensado para nosotros desde la eternidad.