31 de marzo 2019. Homilía Papa Francisco en Principe Moulay
Abdellah, Marruecos. Una cultura de la misericordia, donde ninguno mire a otro
con indiferencia. «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió
profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó» (Lucas 15,20). Así
el evangelio nos pone en el corazón de la parábola que transparenta la actitud
del padre al ver volver a su hijo: tocado en las entrañas no lo deja llegar a
casa cuando lo sorprende corriendo a su encuentro. Un hijo esperado y añorado.
Un padre conmovido al verlo regresar.
Pero no fue el único momento en que el padre corrió. Su
alegría sería incompleta sin la presencia de su otro hijo. Por eso también sale
a su encuentro para invitarlo a participar de la fiesta (cf. v. 28). Pero, al
hijo mayor parece que no le gustaban las fiestas de bienvenida, le costaba
soportar la alegría del padre, no reconoce el regreso de su hermano: «ese hijo
tuyo» afirmó (v. 30). Para él su hermano sigue perdido, porque lo había perdido
ya en su corazón.
En su incapacidad de participar de la fiesta, no sólo no
reconoce a su hermano, sino que tampoco reconoce a su padre. Prefiere la
orfandad a la fraternidad, el aislamiento al encuentro, la amargura a la
fiesta. No sólo le cuesta entender y perdonar a su hermano, tampoco puede aceptar
tener un padre capaz de perdonar, dispuesto a esperar y velar para que ninguno
quede afuera, en definitiva, un padre capaz de sentir compasión.
En el umbral de esa casa parece manifestarse el misterio de
nuestra humanidad: por un lado, estaba la fiesta por el hijo encontrado y, por
otro, un cierto sentimiento de traición e indignación por festejar su regreso.
Por un lado, la hospitalidad para aquel que había experimentado la miseria y el
dolor, que incluso había llegado a oler y a querer alimentarse con lo que
comían los cerdos; por otro lado, la irritación y la cólera por darle lugar a
quien no era digno ni merecedor de tal abrazo.
Así, una vez más sale a la luz la tensión que se vive al
interno de nuestros pueblos y comunidades, e incluso de nosotros mismos. Una tensión que desde Caín y Abel nos
habita y que estamos invitados a mirar de frente: ¿Quién tiene derecho a
permanecer entre nosotros, a tener un puesto en nuestras mesas y asambleas, en
nuestras preocupaciones y ocupaciones, en nuestras plazas y ciudades? Parece
continuar resonando esa pregunta fratricida: acaso ¿soy guardián de mi hermano?
(cf. Gn 4,9).
En el umbral de esa
casa aparecen las divisiones y enfrentamientos, la agresividad y los conflictos
que golpearán siempre las puertas de nuestros grandes deseos, de nuestras
luchas por la fraternidad y para que cada persona pueda experimentar desde ya
su condición y dignidad de hijo.
Pero a su vez, en el umbral de esa casa brillará con toda
claridad, sin elucubraciones ni excusas que le quiten fuerza, el deseo del
Padre: que todos sus hijos tomen parte de su alegría; que nadie viva en
condiciones no humanas como su hijo menor, ni en la orfandad, el aislamiento o
en la amargura como el hijo mayor. Su corazón quiere que todos los hombres se salven
y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2,4).
Es cierto, son tantas las circunstancias que pueden
alimentar la división y la confrontación; son innegables las situaciones que
pueden llevarnos a enfrentarnos y dividirnos. No podemos negarlo. Siempre nos amenaza la tentación de creer en el
odio y la venganza como formas legítimas de brindar justicia de manera
rápida y eficaz. Pero la experiencia nos dice que el odio, la división y la
venganza, lo único que logran es matar el alma de nuestros pueblos, envenenar
la esperanza de nuestros hijos, destruir y llevarse consigo todo lo que amamos.
Por eso Jesús nos invita a mirar y contemplar el corazón del
Padre. Sólo desde ahí podremos redescubrirnos cada día como hermanos. Sólo
desde ese horizonte amplio, capaz de ayudarnos a trascender nuestras miopes
lógicas divisorias, seremos capaces de alcanzar una mirada que no pretenda
clausurar ni claudicar nuestras diferencias buscando quizás una unidad forzada
o la marginación silenciosa. Sólo si cada día somos capaces de levantar los
ojos al cielo y decir Padre nuestro podremos entrar en una dinámica que nos
posibilite mirar y arriesgarnos a vivir no como enemigos sino como hermanos.
«Todo lo mío es tuyo» (Lucas 15,31), le dice el padre a su
hijo mayor. Y no se refiere tan sólo a los bienes materiales sino a ser
partícipes también de su mismo amor y compasión. Esa es la mayor herencia y
riqueza del cristiano. Porque en vez de medirnos o clasificarnos por una
condición moral, social, étnica o religiosa podamos reconocer que existe otra
condición que nadie podrá borrar ni aniquilar ya que es puro regalo: la
condición de hijos amados, esperados y celebrados por el Padre.
«Todo lo mío es tuyo», también mi capacidad de compasión,
nos dice el Padre. No caigamos en la tentación
de reducir nuestra pertenencia de hijos a una cuestión de leyes y
prohibiciones, de deberes y cumplimientos. Nuestra pertenencia y nuestra
misión no nacerá de voluntarismos, legalismos, relativismos o integrismos sino
de personas creyentes que implorarán cada día con humildad y constancia: venga
a nosotros tu Reino.
La parábola evangélica presenta un final abierto. Vemos al
padre rogar a su hijo mayor que entre a participar de la fiesta de la
misericordia. El evangelista no dice nada sobre cuál fue la decisión que este
tomó. ¿Se habrá sumado a la fiesta? Podemos pensar que este final abierto está
dirigido para que cada comunidad, cada uno de nosotros pueda escribirlo con su
vida, con su mirada y actitud hacia los demás. El cristiano sabe que en la casa
del Padre hay muchas moradas, sólo quedan afuera aquellos que no quieran tomar
parte de su alegría.
Queridos hermanos, quiero darles las gracias por el modo en
que dan testimonio del evangelio de la misericordia en estas tierras. Gracias
por los esfuerzos realizados para que sus comunidades sean oasis de
misericordia. Los animo y aliento a seguir
haciendo crecer la cultura de la misericordia, una cultura en la que ninguno
mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea su sufrimiento
(cf. Carta ap. Misericordia et misera, 20). Sigan cerca de los pequeños y de
los pobres, de los que son rechazados, abandonados e ignorados, sigan siendo
signo del abrazo y del corazón del Padre. Que el Misericordioso y el Clemente
—como lo invocan tan a menudo nuestros hermanos y hermanas musulmanas— los
fortalezca y haga fecundas las obras de su amor. Fuente: Aciprensa.