19 de mayo 2019. El
amor nos abre a los demás, convirtiéndose en la base de las relaciones humanas.
Ángelus Regina coeli, Papa Francisco. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!. El Evangelio de hoy nos lleva al Cenáculo para hacernos escuchar algunas
de las palabras que Jesús dirigió a los discípulos en su “discurso de
despedida” antes de su pasión. Después de lavar los pies de los doce, les dice:
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Juan
13, 34). Amaos así unos a otros, también vosotros. ¿En qué sentido Jesús a este
mandamiento lo llama “nuevo”? Sabemos que ya en el Antiguo Testamento Dios
había ordenado a los miembros de su pueblo que amaran a su prójimo como a sí
mismos (cf. Levítico 19,18). Jesús mismo, a los que le preguntaron cuál era el
mandamiento más grande de la Ley, contestó que el primero es amar a Dios con
todo el corazón y el segundo amar al prójimo como a sí mismo (cf. Mateo
22,38-39).
Entonces, ¿cuál es la novedad de este mandamiento que Jesús
confía a sus discípulos antes de dejar este mundo?. ¿Por qué lo llama
mandamiento “nuevo”?. El antiguo mandamiento del amor se ha vuelto nuevo porque
ha sido completado con esta adición, “como yo os he amado”. “Amaos como yo os
he amado”. Toda la novedad está en el
amor de Jesucristo, aquel que dio su vida por nosotros. Se trata del amor
de Dios, universal, sin condiciones y sin límites, que encuentra su apogeo en
la cruz. En ese momento de descenso extremo y de abandono al Padre, el Hijo de
Dios ha mostrado y dado al mundo la plenitud del amor.
Pensando en la pasión y la agonía de Cristo, los discípulos
entendieron el significado de esas palabras suyas: “Como yo os he amado, así
también amaos los unos a los otros”.
Jesús nos amó primero, nos amó a pesar de nuestras
fragilidades, nuestras limitaciones y nuestras debilidades humanas. Fue Él quien nos hizo dignos de Su amor,
que no conoce límites y nunca termina. Al darnos el mandamiento nuevo, nos pide
que nos amemos no solamente tanto con nuestro amor, sino con el suyo, que el
Espíritu Santo infunde en nuestros corazones si lo invocamos con fe. De esta
manera – y sólo de esta manera – podemos amarnos unos a otros no sólo como nos
amamos a nosotros mismos sino como Él nos amó, o sea, inmensamente más. De
hecho, Dios nos ama mucho más de lo que nos amamos a nosotros mismos. Y así
podemos esparcir por todas partes la semilla del amor que renueva las
relaciones entre las personas y abre horizontes de esperanza. El amor de Jesús es el que abre estos
horizontes de esperanza y este amor nos hace hombres nuevos, hermanos y
hermanas en el Señor, y nos hace el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, en la cual
todos están llamados a amar a Cristo y en Él amarnos los unos a los otros.
El amor que se ha manifestado en la cruz de Cristo y que Él
nos llama a vivir, es la única fuerza que transforma nuestro corazón de piedra
en corazón de carne; es la única fuerza capaz de transformar nuestro corazón
que nos hace capaces de amar a nuestros enemigos, nosotros amamos con este
corazón y perdonar a los que nos han ofendido. Os hago una pregunta y cada
uno responda en su corazón: “¿Yo soy
capaz de amar a mis enemigos?”. Todos tenemos gente que no están con nosotros,
que están del otro lado, o alguien tiene gente que le ha hecho daño; “¿Yo soy
capaz de amar a esa gente?”,”¿ese hombre o mujer que me ha hecho mal, que me ha
ofendido?”, “¿soy capaz de perdonar?”, pregunta el Papa, cada uno tiene que
responder dentro de sí mismo, dentro de su corazón y el amor de Jesús nos hace
ver al otro como un miembro actual o futuro de la comunidad de amigos de Jesús,
eso nos estimula a dialogar y nos ayuda a escucharnos y conocernos. El amor nos abre el uno al otro,
convirtiéndonos en la base de las relaciones humanas. Nos hace capaces de
superar las barreras de nuestras propias debilidades y prejuicios, el amor de
Jesús en nosotros crea puentes, abre
puertas, enseña nuevos caminos, desencadena el dinamismo de la fraternidad.
Que la Virgen María nos ayude, con su maternal intercesión, a recibir de su
Hijo Jesús, el don de su mandamiento, y del Espíritu Santo la fuerza para
ponerlo en práctica en la vida cotidiana. Fuente: Zenit.