7 de mayo 2019. Homilía del Papa Francisco. Eucaristía en
Macedonia del Norte. “Digámoslo con fuerza y sin miedo: tenemos hambre, Señor.
Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros
y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el
descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer
puesto en nuestro hogar”. «El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en
mí no tendrá sed jamás» (Juan 6,35), nos ha dicho el Señor hace un instante. En
el Evangelio, se concentra alrededor de Jesús una muchedumbre que tenía todavía
delante de los ojos la multiplicación de los panes. Uno de esos momentos que
quedaron grabados en los ojos y en el corazón de la primera comunidad de
discípulos.
Fue una fiesta… la fiesta de descubrir la abundancia y
solicitud de Dios para con sus hijos, hermanados en el partir y compartir el
pan. Imaginemos por unos instantes esa muchedumbre. Algo había cambiado. Por
unos momentos, esas personas sedientas y silenciosas que seguían a Jesús en
busca de una palabra fueron capaces de tocar con sus manos y sentir en sus
cuerpos el milagro de la fraternidad, que es capaz de saciar y hacer abundar.
El Señor vino para
darle vida al mundo y lo hace desafiando la estrechez de nuestros cálculos, la
mediocridad de nuestras expectativas y la superficialidad de nuestros
intelectualismos; cuestiona nuestras miradas y certezas invitándonos a
pasar a un horizonte nuevo que abre espacio a una renovada forma de construir
la realidad. Él es el Pan vivo bajado del cielo, «el que viene a mí no tendrá
hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás». Esa muchedumbre descubrió que
el hambre de pan también tenía otros nombres: hambre de Dios, hambre de
fraternidad, hambre de encuentro y de fiesta compartida.
Nos hemos
acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación y hemos terminado presos
del descrédito, las etiquetas y la descalificación; hemos creído que el
conformismo saciaría nuestra sed y hemos acabado bebiendo de la indiferencia y
la insensibilidad; nos hemos alimentado con sueños de esplendor y grandeza y
hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad; nos hemos empachado
de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad. Hemos buscado el
resultado rápido y seguro y nos vemos abrumados por la impaciencia y la
ansiedad. Presos de la virtualidad
hemos perdido el gusto y el sabor de la realidad.
Digámoslo con fuerza y sin miedo: tenemos hambre, Señor.
Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros
y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el
descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer
puesto en nuestro hogar.
Tenemos hambre, Señor, de encuentros donde tu Palabra sea
capaz de elevar la esperanza, despertar la ternura, sensibilizar el corazón
abriendo caminos de transformación y conversión. Tenemos hambre, Señor, de
experimentar como aquella muchedumbre la multiplicación de tu misericordia,
capaz de romper estereotipos y partir y compartir la compasión del Padre hacia
toda persona, especialmente hacia aquellos de los que nadie se ocupa, que están
olvidados o despreciados. Digámoslo con fuerza y sin miedo, tenemos hambre de
pan, Señor, del pan de tu palabra y del pan de la fraternidad. En unos
instantes, nos pondremos en movimiento, iremos hacia la mesa del altar a
alimentarnos con el Pan de Vida, siguiendo el mandato del Señor: «El que viene
a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Juan 6,35). Es
lo único que el Señor nos pide: venid. Nos invita a ponernos en marcha, en
movimiento, en salida.
Nos exhorta a caminar hacia Él para hacernos partícipes de
su misma vida y de su misma misión. “Venid”, nos dice el Señor: un venir que no
significa solamente trasladarse de un lugar a otro sino la capacidad de
dejarnos mover, transformar por su Palabra en nuestras opciones, sentimientos,
prioridades para aventurarnos a cumplir sus mismos gestos y hablar con su mismo
lenguaje, «el lenguaje del pan que dice ternura, compañerismo, entrega generosa
a los demás», amor concreto y palpable porque es cotidiano y real. En cada
eucaristía, el Señor se parte y reparte y nos invita también a nosotros a
partirnos y repartirnos con Él y ser parte de ese milagro multiplicador que quiere
llegar y tocar todos los rincones de esta ciudad, de este país, de esta tierra
con un poco de ternura y compasión.
Hambre de pan, hambre
de fraternidad, hambre de Dios. Qué bien lo entendía esto Madre Teresa, que
quiso fundamentar su vida sobre dos pilares: Jesús encarnado en la Eucaristía y
Jesús encarnado en los pobres. Amor que recibimos, amor que damos. Dos pilares
inseparables que marcaron su camino, la pusieron en movimiento buscando saciar
su hambre y sed. Fue al Señor y en el mismo acto fue hacia su hermano
despreciado, no amado, solo y olvidado, fue a su hermano y encontró el rostro
del Señor… porque sabía que el «amor a Dios y amor al prójimo se funden entre
sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios»,
y ese amor fue el único capaz de saciar su hambre.
Hermanos: Hoy el Señor
Resucitado sigue caminando entre nosotros, allí donde acontece y se juega la
vida cotidiana. Conoce nuestras hambres y nos vuelve a decir: «El que viene a
mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Juan 6,35).
Animémonos unos a otros a ponernos de pie y a experimentar la abundancia de su
amor, dejemos que sacie nuestra hambre y sed en el sacramento del altar y en el
sacramento del hermano. Fuente: Aciprensa