31 de mayo 2019 Discurso del Papa Francisco, ante las
autoridades, la sociedad civil y diplomáticos en Rumanía. Dirijo un cordial
saludo y mi agradecimiento al señor Presidente y a la señora Primer Ministro
por su invitación a visitar Rumania, y por las amables palabras de bienvenida
que me ha dirigido, también en nombre de las demás Autoridades de la Nación y
de vuestro querido pueblo. Saludo a los miembros del Cuerpo Diplomático y a los
representantes de la sociedad civil aquí reunidos.
Saludo con deferencia a Su Beatitud el Patriarca Daniel,
como también a los Metropolitanos y Obispos del Santo Sínodo, y a todos los
fieles de la Iglesia Ortodoxa rumana. Hago extensivo un saludo afectuoso a los
obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los
miembros de la Iglesia católica, a los que he venido a confirmar en la fe
y a
alentar en su camino de vida y de testimonio cristiano. Me complace estar en
vuestra zara frumoasa (tierra hermosa), veinte años después de la visita de san
Juan Pablo II, y en el momento en que Rumania, por primera vez desde que se
unió a la Unión Europea, preside en este semestre el Consejo Europeo.
Este es un momento propicio para dirigir una mirada de
conjunto sobre los últimos treinta años desde que Rumania se liberó de un
régimen que oprimía la libertad civil y religiosa, la aislaba de otros países
europeos y la llevaba también al estancamiento económico y al agotamiento de
sus fuerzas creadoras. Durante este tiempo, Rumania se ha comprometido en la construcción de un proyecto
democrático a través del pluralismo de las fuerzas políticas y sociales, y
del diálogo recíproco en favor del reconocimiento fundamental de la libertad
religiosa y la plena integración del país en el amplio escenario internacional.
Es importante reconocer lo mucho que se ha avanzado en este
camino, aun en medio de grandes dificultades y privaciones. El deseo de
progresar en los diversos campos de la vida civil, social, cultural y
científica ha puesto en marcha tantas energías y proyectos, ha liberado numerosas fuerzas creativas que
antes estaban retenidas y ha dado un nuevo impulso a las numerosas
iniciativas emprendidas, conduciendo el país al siglo XXI. Los aliento a seguir
trabajando para consolidar las estructuras e instituciones necesarias que no
sólo den respuesta a las justas aspiraciones de los ciudadanos, sino que
estimulen y permitan a su pueblo plasmar todo el potencial e ingenio del que
sabemos es capaz.
Al mismo tiempo, es necesario reconocer que las transformaciones
requeridas tras la apertura de una nueva etapa han comportado —junto a logros
positivos— la aparición de obstáculos
inevitables que hay que superar y los efectos colaterales que no siempre son
fáciles de gestionar para la estabilidad social y para la misma administración
del territorio. Ante todo, pienso en el fenómeno de la emigración, que ha
afectado a varios millones de personas que han abandonado sus hogares y sus
países de origen para buscar nuevas oportunidades de trabajo y de una vida
digna. Pienso en la despoblación de tantas aldeas, que en pocos años han visto
marcharse a un número considerable de sus habitantes; pienso en las
consecuencias que todo esto puede tener sobre la calidad de vida en esos
territorios y el debilitamiento de sus más ricas raíces culturales y
espirituales que los sostuvieron en la adversidad. Rindo homenaje a los
sacrificios de tantos hijos e hijas de Rumania que enriquecen con su cultura,
su idiosincrasia y su trabajo, los países donde emigraron y ayudan con el fruto
de su empeño a sus familias que quedaron en casa.
Pensar en los hermanos y las hermanas que están en el
extranjero es un acto de patriotismo. Es un acto de hermandad. Es un acto de justicia.
Continuad haciéndolo. Para afrontar los problemas de esta nueva fase histórica,
para hallar soluciones efectivas y encontrar la fuerza para aplicarlas, hay que
aumentar la colaboración positiva de las fuerzas políticas, económicas,
sociales y espirituales; es necesario
caminar juntos y decidirse todos con convicción a no renunciar a la vocación
más noble a la que un Estado debe aspirar: hacerse cargo del bien común de su
pueblo.
Caminar juntos, como forma de construir la historia,
requiere la nobleza de renunciar a algo del propio punto de vista, o del
interés personal específico, en favor de un proyecto más amplio, de tal manera
que se pueda forjar una armonía que permita avanzar con seguridad hacia metas
comunes. Esta es la nobleza de base.
De esta manera es posible construir una sociedad inclusiva, en la que cada uno, poniendo a disposición
sus propios talentos y capacidades, con educación de calidad y trabajo
creativo, participativo y solidario (cf. Exhortación. apostólica. Evangelii
Gaudium, 192), se transforme en protagonista del bien común donde los más
débiles, los más pobres y los últimos no sean vistos como indeseados, como
obstáculos que impiden que la “máquina” camine, sino como ciudadanos y hermanos
para ser plenamente insertados en la vida civil; es más, sean considerados como
la mejor verificación de la bondad real del modelo de sociedad que se está
construyendo. De hecho, cuanto más una
sociedad se responsabiliza del destino de los más desfavorecidos, tanto más
puede llamarse verdaderamente civil.
Todo esto debe tener un alma y un corazón y una clara
dirección de marcha, que no esté impuesta por consideraciones extrínsecas o por
el poder desenfrenado de los más importantes centros financieros, sino por la
conciencia de la centralidad de la persona humana y sus derechos inalienables
(cf. ibíd., 203). Para un desarrollo sostenible y armonioso, para la
reactivación concreta de la solidaridad y la caridad, para la sensibilización
de las fuerzas sociales, civiles y políticas hacia el bien común, no es
suficiente con actualizar las teorías económicas, ni con las técnicas y las
habilidades profesionales, aunque sean necesarias. Se trata en efecto de
desarrollar, junto con las condiciones materiales, el alma de vuestro pueblo.
En este sentido, las Iglesias cristianas pueden ayudar a
redescubrir y alimentar ese corazón palpitante del que brote una acción
política y social que partiendo de la dignidad de la persona lleve a
comprometerse con lealtad y generosidad por el bien común de la comunidad. Al
mismo tiempo, se esfuerzan por convertirse en un reflejo creíble y en un
testimonio atractivo de la acción de Dios, promoviendo entre ellas una
verdadera amistad y colaboración.
La Iglesia Católica quiere situarse en este cauce, quiere
contribuir a la construcción de la sociedad, quiere ser un signo de armonía,
esperanza de unidad y ponerse al servicio de la dignidad humana y el bien
común. Desea colaborar con las Autoridades, con las demás Iglesias y con todos
los hombres y mujeres de buena voluntad para caminar juntos y poner sus
talentos al servicio de toda la comunidad. La
Iglesia Católica no es extranjera, sino que participa plenamente en el espíritu
nacional rumano, como lo demuestra la participación de sus fieles en la
formación del destino de la nación, en la creación y el desarrollo de
estructuras de educación integral y formas de asistencia típicas de un Estado
moderno. Por eso, desea contribuir a la construcción de la sociedad y la vida
civil y espiritual de vuestra hermosa tierra de Rumania.
Señor Presidente: Al mismo tiempo que le deseo a Rumania
prosperidad y paz, invoco abundantes Bendiciones divinas sobre usted, sobre su
familia, sobre todos los presentes, así como sobre toda la población de este
país. Fuente: Aciprensa.