2 de mayo 2019. Monseñor. Cesar Alcides Balbín Toro - Sí, la
sociedad en la que vivimos la podemos definir como una sociedad arrinconada.
Podemos hablar de muchas clases de sociedad: la sociedad antigua o primitiva,
la sociedad del medioevo, la sociedad moderna, la agraria, la urbana, la
industrial, la sociedad de consumo, hasta «la sociedad de los poetas muertos»,
y la sociedad del miedo, en el sentido en el que lo dice el sociólogo alemán
Heinz Bude, cuando afirma que esta sociedad está fuertemente marcada por la
incertidumbre, la amargura, la rabia y la impotencia. Esto se experimenta en muchos de los aspectos
de la vida.
Todo esto lleva a vivir en la sensación de una constante
derrota, en la imposibilidad o al menos en la gran dificultad para avanzar; a la soledad en medio de la turba, a unas
ganas irrefrenables de no hacer nada, a sentir que no vale la pena, que esto no
tiene sentido y que la fuerza de unos pocos arrodilla a muchos: a las personas,
a las instituciones, al comercio, a la industria.
Sí, así se siente cuando asistimos a lo que estamos
asistiendo en nuestro medio: estamos
arrodillados por un puñado de forajidos, sin Dios y sin ley. Pequeños
grupos de delincuentes que a todos amenazan, que no le es suficiente que hayan
invadido nuestras calles, nuestras escuelas y colegios de droga, llevando a
niños y niñas, desde la más tierna edad, a perder lo más preciado como es su
inocencia y su tranquilidad, y a depender de la malvada droga.
Todos acorralados: las autoridades, el Estado, que parece
que funciona solo en la gran capital, y desde donde se hacen las leyes y se
distribuyen las tareas, más no el presupuesto, gobiernos de escritorio que poco
aparecen por nuestras veredas.
Acorralados en los campos o en los pueblos, donde mandan los que tienen
un arma. Todos confinados a las dos o
tres calles del pueblo, y avanzando a pasos agigantados a sus casas, antes de
que caiga la noche, a encerrarse por miedo a las bandas que han ocupado los
espacios, incluso aquellos de las autoridades.
Llaman, juzgan,
dictan sentencia, aplican la justicia, hacen las veces de jueces y con la
facilidad de quien se toma un vaso de agua, aplican «la ley», la de ellos, y
así disponen de los bienes e incluso de la vida de los demás. Es una sociedad
acorralada donde el respeto a la
autoridad, (si es que la hay), ha desaparecido. Nuestros pueblos, nuestras
calles y nuestras veredas están secuestrados nuestras familias, nuestros
jóvenes y nuestros niños: todos secuestrados, todos acorralados, todos
confinados, todos arrinconados.
Ya los delincuentes no caben en las cárceles, tampoco en las
calles. Vamos siempre a la defensiva, no sabemos con quién nos vamos a
encontrar, cunde la desconfianza, y vamos en veloz carrera. Tememos a las motos, tememos a los carros,
tememos a los que van por las calles drogados, “greñudos y sucios”, tememos a
los que avanzan de manera sospechosa. Tememos salir por las carreteras
veredales, por las calles solitarias y por las calles congestionadas. Tememos ir solos, tememos ir en el tumulto:
¡que contradicción!
Es esta la experiencia que se vive en este sur del Valle de
Aburrá y en este Suroeste Cercano. La
vida en nuestros pueblos se ha venido convirtiendo en una verdadera pesadilla. Escuchar a los sacerdotes y a los laicos de
la Diócesis, nos ha llevado a concluir que no hay rincón que se salve. Los
pueblos grandes, los pequeños, los corregimientos, las veredas, todos viven la
amarga experiencia de sentirse impotentes ante tanta inseguridad. Todos ubican con facilidad el origen de
tanto mal. Ubican también los lugares, las bandas, los grupos, las
personas. Saben de dónde procede la droga, quién la distribuye, de quién es
este perverso mercado. Y es cuando nos
hacemos la pregunta: ¿será que las autoridades no lo saben o no lo quieren
saber? ¿O sí lo saben, pero…? Hay que escuchar los lamentos y la impotencia de
los alcaldes, ante los oídos sordos del gobierno departamental, por ejemplo,
cuando ponen en su conocimiento toda esta tragedia. ¿Hasta cuándo?
La sociedad
arrinconada es la sociedad del egoísmo: sálvese quien pueda. Es y seguirá
siendo la sociedad del miedo, del silencio, muchas veces cómplice, y otras
veces complaciente, máxime si seguimos en este silencio. ¿Tendremos que
concluir, entonces, que en el Suroeste estamos perdiendo el norte? + Cesar
Alcides Balbín Toro. Obispo de Caldas (en Colombia).