7 de agosto 2019. “Nuestra verdadera riqueza está en el amor
de Dios” Catequesis del Papa Francisco. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!. En los Hechos de los Apóstoles, la predicación del Evangelio no se basa
solo en palabras, sino también en acciones concretas que dan testimonio de la
verdad del anuncio. Se trata de “maravillas y señales” (Hechos 2,43) que se
realizan por obra de los apóstoles, confirmando su palabra y mostrando que actúan en nombre de Cristo.
Así sucede que los Apóstoles interceden y Cristo obra, actuando “junto con
ellos” y confirmando la Palabra con los signos que la acompañan (Marcos 16,20).
Tantas señales, tantos milagros que los Apóstoles han hecho fueron precisamente
una manifestación de la divinidad de Jesús.
Hoy nos encontramos ante la primera historia de sanación,
ante un milagro, que es el primer relato de sanación del Libro de los Hechos.
Tiene un claro propósito misionero, que apunta a despertar la fe. Pedro y Juan
van a orar al Templo, el centro de la experiencia de fe de Israel, a la que los
primeros cristianos están todavía muy apegados.
Los primeros cristianos oraban
en el Templo de Jerusalén. Lucas registra el tiempo: es la hora novena, es
decir, las tres de la tarde, cuando el sacrificio fue ofrecido en holocausto
como signo de la comunión del pueblo con su Dios; y también la hora en que
Cristo murió ofreciéndose a sí mismo “de una vez por todas” (Eb 9,12; 10,10). Y
a la puerta del Templo llamada “Hermosa”
-la puerta hermosa- ven a un mendigo, un paralítico de nacimiento. ¿Por
qué estaba ese hombre en la puerta? Porque la Ley mosaica (cf. Levítico 21,18)
impedía ofrecer sacrificios a los que tenían impedimentos físicos, considerados
consecuencia de alguna culpa.
Recordemos que ante un hombre ciego de nacimiento, la gente
le preguntaba a Jesús: “¿Quién ha pecado, él o sus padres, por qué ha nacido
ciego? (Juan 9,2). Según aquella mentalidad, siempre hay una falta en el origen de una malformación. Y después
les era negado incluso el acceso al Templo. El paralítico, paradigma de los muchos excluidos y descartados de la
sociedad, está ahí para pedir lismona como todos los días. No podía entrar,
pero estaba en la puerta. Cuando algo inesperado sucede: Pedro y Juan llegan y
se desencadena un juego de miradas. El tullido mira a los dos para pedir
limosna, los apóstoles en cambio lo miran fijamente, invitándolo a mirarlos de
una manera diferente, a recibir otro regalo. El lisiado los mira y Pedro le
dice: “No tengo ni plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en el nombre de
Jesucristo, el Nazareno, ¡levántate y camina!” (Hechos 3:6). Los apóstoles han establecido una relación,
porque así es el modo en el que a Dios le gusta manifestarse, en la
relación, siempre en el diálogo, siempre en las apariciones, siempre con la
inspiración del corazón: son las relaciones de Dios con nosotros; a través de un encuentro real entre las
personas que sólo puede darse en el amor.
El Templo, además de ser centro religioso, era también un
lugar de intercambio económico y financiero: contra esta reducción los profetas
e incluso Jesús mismo arremetiron varias veces (cf. Lucas 19, 45-46). ¡Pero
cuántas veces pienso en esto cuando veo una
parroquia donde se piensa que el dinero es más importante que los sacramentos!
¡Por favor! Iglesia pobre: pidamos esto al Señor. Aquel mendigo, al encontrarse
con los apóstoles, no encuentra dinero
sino el Nombre que salva al hombre: Jesucristo el Nazareno. Pedro invoca el
nombre de Jesús, ordena al paralítico que se ponga en pie, en la posición de
los vivos: de pie, y toca a este enfermo, es decir, lo toma de la mano y lo
levanta, gesto en el que san Juan Crisóstomo ve “una imagen de la resurrección”
(Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 8).
Y aquí aparece el retrato de la Iglesia, que ve a quien está
en dificultad, no cierra los ojos, sabe mirar a la humanidad a la cara para
crear relaciones significativas, puentes de amistad y solidaridad en lugar de
barreras. Aparece el rostro de “una
Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos” (Evangelii Gaudium,
210), que sabe tomar de la mano y acompañar para levantar, no para condenar. Jesús siempre tiende la mano, siempre trata
de levantar, de hacer que la gente sane, que sea feliz, que conozca a Dios.
Es el “arte del acompañamiento” que se caracteriza por la delicadeza con la que
uno se acerca a la “tierra sagrada del otro”, dando al camino “el ritmo sano de
la proximidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión, pero que al
mismo tiempo sana, libera y estimula a madurar en la vida cristiana” (ibid.,
169). Y esto es lo que estos dos apóstoles hacen con el paralítico: lo miran,
dicen “míranos”, se acercan a él, lo levantan y lo curan. Lo mismo hace Jesús con
todos nosotros. Pensamos en esto cuando estamos en malos momentos, en momentos
de pecado, en momentos de tristeza. Ahí está Jesús que nos dice: “Mirame:
¡estoy aquí!” Tomemos la mano de Jesús y dejémonos levantar.
Pedro y Juan nos
enseñan a no confiar en los medios, que también son útiles, sino en la
verdadera riqueza que es la relación con el Resucitado. En efecto, somos
-como diría san Pablo- “pobres, pero capaces de enriquecer a muchos, como los
que no tienen nada y lo poseen todo” (2 Corintios. 6,10). Nuestro todo es el
Evangelio, que manifiesta el poder del nombre de Jesús que hace prodigios.
Y nosotros -cada uno de nosotros- ¿qué poseemos? ¿Cuál es
nuestra riqueza, cuál es nuestro tesoro? ¿Qué podemos hacer para enriquecer a
los demás? Pidamos al Padre el don de una memoria agradecida al recordar los
beneficios de su amor en nuestras vidas, para dar a todos el testimonio de la
alabanza y de la gratitud. No olvidemos: la
mano siempre extendida para ayudar al otro a levantarse; es la mano de Jesús
la que a través de nuestra mano ayuda a los demás a levantarse. Fuente: Zenit.
Org.