4 de agosto 2019. Con ocasión de los 160 años de la muerte
de San Juan María Vianney, el santo Cura de Ars y patrono de los sacerdotes, el
Papa Francisco remitió una carta a los sacerdotes de todo el mundo,
manifestándoles su agradecimiento y animándoles a vivir con fidelidad su
vocación. 160º aniversario de la muerte del santo Cura de Ars:
A mis hermanos presbíteros.
Queridos hermanos:
Recordamos los 160 años de la muerte del santo Cura de Ars a
quien Pío XI presentó como patrono para todos los párrocos del mundo. En su
fiesta quiero escribirles esta carta, no sólo a los párrocos sino también a
todos ustedes hermanos presbíteros que sin
hacer ruido “lo dejan todo” para estar empeñados en el día a día de
vuestras comunidades. A Ustedes que, como el Cura de Ars, trabajan en la
“trinchera”, llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor (cf. Mateo
20,12) y, expuestos a un sinfín de situaciones, “dan la cara” cotidianamente y
sin darse tanta importancia, a fin de que el Pueblo de Dios esté cuidado y
acompañado.
Me dirijo a cada uno de ustedes que, tantas veces, de manera
desapercibida y sacrificada, en el cansancio o la fatiga, la enfermedad o la
desolación, asumen la misión como servicio a Dios y a su gente e, incluso con
todas las dificultades del camino, escriben las páginas más hermosas de la vida
sacerdotal.
Hace un tiempo manifestaba a los obispos italianos la
preocupación de que, en no pocas regiones, nuestros sacerdotes se sienten
ridiculizados y “culpabilizados” por crímenes que no cometieron y les decía que
ellos necesitan encontrar en su obispo la figura del hermano mayor y el padre
que los aliente en estos tiempos difíciles, los estimule y sostenga en el
camino.
Como hermano mayor y padre también quiero estar cerca, en
primer lugar para agradecerles en nombre del santo Pueblo fiel de Dios todo lo
que recibe de ustedes y, a su vez, animarlos a renovar esas palabras que el
Señor pronunció con tanta ternura el día de nuestra ordenación y constituyen la
fuente de nuestra alegría: «Ya no los
llamo siervos…, yo los llamo amigos» (Juan 15,15).
DOLOR
«He visto la aflicción de mi pueblo» (Éxodo 3,7).
En estos últimos tiempos hemos podido oír con mayor claridad
el grito, tantas veces silencioso y silenciado, de hermanos nuestros, víctimas
de abuso de poder, conciencia y sexual por parte de ministros ordenados. Sin
lugar a dudas es un tiempo de sufrimiento en la vida de las víctimas que
padecieron las diferentes formas de abusos; también para sus familias y para
todo el Pueblo de Dios.
Como ustedes saben estamos firmemente comprometidos con la
puesta en marcha de las reformas necesarias para impulsar, desde la raíz, una
cultura basada en el cuidado pastoral de manera tal que la cultura del abuso no
encuentre espacio para desarrollarse y, menos aún, perpetuarse. No es tarea
fácil y de corto plazo, reclama el compromiso de todos. Si en el pasado la
omisión pudo transformarse en una forma de respuesta, hoy queremos que la conversión, la transparencia, la sinceridad y
solidaridad con las víctimas se convierta en nuestro modo de hacer la
historia y nos ayude a estar más atentos ante todo sufrimiento humano.
Este dolor no es indiferente tampoco a los presbíteros. Así
lo pude constatar en las diferentes visitas pastorales tanto en mi diócesis
como en otras donde tuve la oportunidad de mantener encuentros y charlas
personales con sacerdotes. Muchos de ellos me manifestaron su indignación por
lo sucedido, y también cierta impotencia, ya que además del «desgaste por la
entrega han vivido el daño que provoca la sospecha y el cuestionamiento, que en
algunos o muchos pudo haber introducido la duda, el miedo y la desconfianza».
Numerosas son las cartas de sacerdotes que comparten este sentir. Por otra
parte, consuela encontrar pastores que, al constatar y conocer el dolor
sufriente de las víctimas y del Pueblo de Dios, se movilizan, buscan palabras y
caminos de esperanza.
Sin negar y repudiar el daño causado por algunos hermanos
nuestros sería injusto no reconocer a tantos sacerdotes que, de manera
constante y honesta, entregan todo lo
que son y tienen por el bien de los demás (cf. 2 Corintios 12,15) y llevan
adelante una paternidad espiritual capaz de llorar con los que lloran; son
innumerables los sacerdotes que hacen de su vida una obra de misericordia en
regiones o situaciones tantas veces inhóspitas, alejadas o abandonadas incluso
a riesgo de la propia vida. Reconozco y agradezco vuestro valiente y constante
ejemplo que, en momentos de turbulencia, vergüenza y dolor, nos manifiesta que ustedes siguen jugándose con alegría por el
Evangelio.
Estoy convencido de que, en la medida en que seamos fieles a la voluntad de Dios, los tiempos de
purificación eclesial que vivimos nos harán más alegres y sencillos y
serán, en un futuro no lejano, muy fecundos. «¡No nos desanimemos! El señor
está purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a todos a Sí. Nos permite
experimentar la prueba para que entendamos que sin Él somos polvo. Nos está
salvando de la hipocresía y de la espiritualidad de las apariencias. Está
soplando su Espíritu para devolver la belleza a su Esposa sorprendida en
flagrante adulterio. Nos hará bien leer hoy el capítulo 16 de Ezequiel. Esa es
la historia de la Iglesia. Esa es mi historia, puede decir alguno de nosotros.
Y, al final, a través de tu vergüenza, seguirás siendo un pastor. Nuestro humilde arrepentimiento, que
permanece en silencio, en lágrimas ante la monstruosidad del pecado y la
insondable grandeza del perdón de Dios, es el comienzo renovado de nuestra
santidad».
GRATITUD
«Doy gracias sin cesar por ustedes» (Efesios 1,16).
La vocación, más que una elección nuestra, es respuesta a un
llamado gratuito del Señor. Es bueno volver una y otra vez sobre esos pasajes
evangélicos donde vemos a Jesús rezar, elegir y llamar «para que estén con Él y
para enviarlos a predicar» (Marcos 3,14).
Quisiera recordar aquí a un gran maestro de vida sacerdotal
de mi país natal, el padre Lucio Gera quien, hablando a un grupo de sacerdotes
en tiempos de muchas pruebas en América Latina, les decía: “Siempre, pero sobre
todo en las pruebas, debemos volver a esos momentos luminosos en que
experimentamos el llamado del Señor a consagrar toda nuestra vida a su
servicio”. Es lo que me gusta llamar “la memoria deuteronómica de la vocación”
que nos permite volver «a ese punto incandescente en el que la gracia de Dios
me tocó al comienzo del camino y con esa chispa volver a encender el fuego para el hoy, para cada día y llevar
calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría
humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría
buena y serena».
Un día pronunciamos un “sí” que nació y creció en el seno de
una comunidad cristiana de la mano de esos santos «de la puerta de al lado» que
nos mostraron con fe sencilla que valía la pena entregar todo por el Señor y su
Reino. Un “sí” cuyo alcance ha tenido y tendrá una trascendencia impensada, que
muchas veces no llegaremos a imaginar todo el bien que fue y es capaz de
generar. ¡Qué lindo cuando un cura anciano se ve rodeado y visitado por esos
pequeños —ya adultos— que bautizó en sus inicios y, con gratitud, le vienen a
presentar la familia! Allí descubrimos que fuimos ungidos para ungir y la unción
de Dios nunca defrauda y me hace decir con el Apóstol: «Doy gracias sin cesar
por ustedes» (Efesios 1,16) y por todo el bien que han hecho.
En momentos de tribulación, fragilidad, así como en los de
debilidad y manifestación de nuestros límites, cuando la peor de todas las tentaciones es quedarse rumiando la desolación
fragmentando la mirada, el juicio y el corazón, en esos momentos es
importante —hasta me animaría a decir crucial— no sólo no perder la memoria
agradecida del paso del Señor por nuestra vida, la memoria de su mirada
misericordiosa que nos invitó a jugárnosla por Él y por su Pueblo, sino también
animarse a ponerla en práctica y con el salmista poder armar nuestro propio
canto de alabanza porque «eterna es su misericordia» (Sal 135).
El agradecimiento
siempre es un “arma poderosa”. Sólo si somos capaces de contemplar y
agradecer concretamente todos los gestos de amor, generosidad, solidaridad y
confianza, así como de perdón, paciencia, aguante y compasión con los que
fuimos tratados, dejaremos al Espíritu regalarnos ese aire fresco capaz de
renovar (y no emparchar) nuestra vida y misión. Dejemos que, al igual que Pedro
en la mañana de la “pesca milagrosa”, el constatar tanto bien recibido nos haga
despertar la capacidad de asombro y gratitud que nos lleve a decir: «Aléjate de
mí, Señor, porque soy un pecador» (Lucas 5,8) y, escuchemos una vez más de boca
del Señor su llamado: «No temas, de
ahora en adelante serás pescador de hombres» (Lucas 5,10); porque «eterna
es su misericordia».
Hermanos, gracias por
vuestra fidelidad a los compromisos contraídos. Es todo un signo que, en
una sociedad y una cultura que convirtió “lo gaseoso” en valor, existan
personas que apuesten y busquen asumir compromisos que exigen toda la vida.
Sustancialmente estamos diciendo que seguimos creyendo en Dios que jamás ha
quebrantado su alianza, inclusive cuando nosotros la hemos quebrantado
incontablemente. Esto nos invita a celebrar la fidelidad de Dios que no deja de
confiar, creer y apostar a pesar de nuestros límites y pecados, y nos invita a
hacer lo mismo. Conscientes de llevar un tesoro en vasijas de barro (cf. 2
Corintios 4,7), sabemos que el Señor triunfa en la debilidad (cf. 2 Corintios
12,9), no deja de sostenernos y llamarnos, dándonos el ciento por uno (cf. Marcos
10,29-30) porque «eterna es su misericordia».
Gracias por la
alegría con la que han sabido entregar sus vidas, mostrando un corazón que con
los años luchó y lucha para no volverse estrecho y amargo y ser, por el
contrario, cotidianamente ensanchado por el amor a Dios y a su pueblo; un
corazón que, como al buen vino, el tiempo no lo ha agriado, sino que le dio una
calidad cada vez más exquisita; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por buscar
fortalecer los vínculos de fraternidad y amistad en el presbiterio y con
vuestro obispo, sosteniéndose mutuamente, cuidando al que está enfermo,
buscando al que se aísla, animando y aprendiendo la sabiduría del anciano,
compartiendo los bienes, sabiendo reír y llorar juntos, ¡cuán necesarios son
estos espacios! E inclusive siendo constantes y perseverantes cuando tuvieron
que asumir alguna misión áspera o impulsar a algún hermano a asumir sus
responsabilidades; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por el
testimonio de perseverancia y “aguante” (hypomoné) en la entrega pastoral
que tantas veces, movidos por la parresía del pastor, nos lleva a luchar con el
Señor en la oración, como Moisés en aquella valiente y hasta riesgosa
intercesión por el pueblo (cf. Números 14,13-19; Éxodo 32,30-32; Deuteronomio
9,18-21); porque «eterna es su misericordia».
Gracias por celebrar
diariamente la Eucaristía y apacentar con misericordia en el sacramento de la
reconciliación, sin rigorismos ni laxismos, haciéndose cargo de las
personas y acompañándolas en el camino de conversión hacia la vida nueva que el
Señor nos regala a todos. Sabemos que por los escalones de la misericordia
podemos llegar hasta lo más bajo de nuestra condición humana —fragilidad y
pecados incluidos— y, en el mismo instante, experimentar lo más alto de la
perfección divina: «Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso». Y
así ser «capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en
la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin
perderse»; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por ungir y
anunciar a todos, con ardor, “a tiempo y a destiempo” el Evangelio de
Jesucristo (cf. 2 Timoteo 4,2), sondeando el corazón de la propia comunidad
«para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios y también dónde ese
diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto»; porque «eterna es
su misericordia».
Gracias por las veces
en que, dejándose conmover en las entrañas, han acogido a los caídos, curado
sus heridas, dando calor a sus corazones, mostrando ternura y compasión
como el samaritano de la parábola (cf. Lucas 10,25-37). Nada urge tanto como
esto: proximidad, cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano sufriente.
¡Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote que se acerca y no le huye a las
heridas de sus hermanos!. Reflejo del corazón del pastor que aprendió el gusto
espiritual de sentirse uno con su pueblo; que no se olvida que salió de él y
que sólo en su servicio encontrará y podrá desplegar su más pura y plena
identidad, que le hace desarrollar un
estilo de vida austera y sencilla, sin aceptar privilegios que no tienen
sabor a Evangelio; porque «eterna es su misericordia».
Gracias demos, también por la santidad del Pueblo fiel de
Dios que somos invitados a apacentar y, a través del cual, el Señor también nos
apacienta y cuida con el regalo de poder contemplar a ese pueblo en esos
«padres que cuidan con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que
trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas
ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a
día, veo la santidad de la Iglesia militante». Agradezcamos por cada uno de
ellos y dejémonos socorrer y estimular por su testimonio; porque «eterna es su
misericordia».
ÁNIMO
«Mi deseo es que se sientan animados» (Colosenses 2,2).
Mi segundo gran deseo, haciéndome eco de las palabras de san
Pablo, es acompañarlos a renovar nuestro ánimo sacerdotal, fruto ante todo de
la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas. Frente a experiencias dolorosas todos tenemos necesidad de consuelo y
de ánimo. La misión a la que fuimos llamados no entraña ser inmunes al
sufrimiento, al dolor e inclusive a la incomprensión; al contrario, nos pide
mirarlos de frente y asumirlos para dejar que el Señor los transforme y nos
configure más a Él. «En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero,
dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor
en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se
integra en un camino sincero y real de crecimiento».
Un buen “test” para
conocer como está nuestro corazón de pastor es preguntarnos cómo enfrentamos el
dolor. Muchas veces se puede actuar como el levita o el sacerdote de la
parábola que dan un rodeo e ignoran al hombre caído (cf. Lucas 10,31-32). Otros
se acercan mal, lo intelectualizan refugiándose en lugares comunes: “la vida es
así”, “no se puede hacer nada”, dando lugar al fatalismo y la desazón; o se
acercan con una mirada de preferencias selectivas que lo único que genera es
aislamiento y exclusión. «Como el profeta Jonás siempre llevamos latente la
tentación de huir a un lugar seguro que puede tener muchos nombres:
individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos…», los cuales lejos
de hacer que nuestras entrañas se conmuevan terminan apartándonos de las
heridas propias, de las de los demás y, por tanto, de las llagas de Jesús.
En esta misma línea quisiera señalar otra actitud sutil y
peligrosa que, como le gustaba decir a Bernanos, es «el más preciado de los
elixires del demonio» y la más nociva para quienes queremos servir al Señor
porque siembra desaliento, orfandad y conduce a la desesperación.
Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o con nosotros mismos, podemos
vivir la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, que los padres de
Oriente llamaban acedia. El card. Tomáš Špidlík decía: «Si nos asalta la tristeza por cómo es la vida, por la compañía de los
otros, porque estamos solos… entonces es porque tenemos una falta de fe en la
Providencia de Dios y en su obra. La tristeza […] paraliza el ánimo de
continuar con el trabajo, con la oración, nos hace antipáticos para los que
viven junto a nosotros. Los monjes, que dedican una larga descripción a este
vicio, lo llaman el peor enemigo de la vida espiritual».
Conocemos esa tristeza que lleva al acostumbramiento y
conduce paulatinamente a la naturalización del mal y a la injusticia con el
tenue susurrar del “siempre se hizo así”. Tristeza que vuelve estéril todo
intento de transformación y conversión propagando resentimiento y animosidad.
«Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para
nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo
Resucitado» y para la que fuimos llamados. Hermanos, cuando esa tristeza dulzona amenace con adueñarse de nuestra vida o de
nuestra comunidad, sin asustarnos ni preocuparnos, pero con determinación,
pidamos y hagamos pedir al Espíritu que «venga a despertarnos, a pegarnos
un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos de la inercia. Desafiemos las
costumbres, abramos bien los ojos, los oídos y sobre todo el corazón, para
dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro alrededor y por el grito de la
Palabra viva y eficaz del Resucitado».
Permítanme repetirlo, todos necesitamos del consuelo y la
fortaleza de Dios y de los hermanos en los tiempos difíciles. A todos nos
sirven aquellas sentidas palabras de san Pablo a sus comunidades: «Les pido,
por tanto, que no se desanimen a causa
de las tribulaciones» (Efesios 3,13); «Mi deseo es que se sientan animados»
(Colosenses 2,2), y así poder llevar adelante la misión que cada mañana el
Señor nos regala: transmitir «una buena noticia, una alegría para todo el
pueblo» (Lucas 2,10). Pero, eso sí, no ya como teoría o conocimiento
intelectual o moral de lo que debería ser, sino como hombres que en medio del
dolor fueron transformados y transfigurados por el Señor, y como Job llegan a
exclamar: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos»
(42,5). Sin esta experiencia fundante, todos nuestros esfuerzos nos llevarán
por el camino de la frustración y el desencanto.
A lo largo de nuestra vida, hemos podido contemplar como
«con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Si bien existen distintas
etapas en esta vivencia, sabemos que más allá de nuestras fragilidades y
pecados Dios siempre «nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con
una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la
alegría». Esa alegría no nace de nuestros esfuerzos voluntaristas o
intelectualistas sino de la confianza de saber que siguen actuantes las
palabras de Jesús a Pedro: en el momento que seas zarandeado, no te olvides que
«yo mismo he rogado por ti, para que no te falte la fe» (Lucas 22,32). El Señor es el primero en rezar y en luchar
por vos y por mí. Y nos invita a entrar de lleno en su oración. Inclusive
pueden llegar momentos en los que tengamos que sumergirnos en «la oración de
Getsemaní, la más humana y la más dramática de las plegarias de Jesús […]. Hay
súplica, tristeza, angustia, casi una desorientación (Marcos 14,33s.)».
Sabemos que no es fácil permanecer delante del Señor dejando
que su mirada recorra nuestra vida, sane nuestro corazón herido y lave nuestros
pies impregnados de la mundanidad que se adhirió en el camino e impide caminar.
En la oración experimentamos nuestra bendita precariedad que nos recuerda que
somos discípulos necesitados del auxilio del Señor y nos libera de esa
tendencia «prometeica de quienes en el fondo sólo confían en sus propias
fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas».
Hermanos, Jesús más
que nadie, conoce nuestros esfuerzos y logros, así como también los fracasos y
desaciertos. Él es el primero en decirnos: «Vengan a mí todos los que están
afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre Ustedes mi yugo y
aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrar
alivio» (Mateo 11,28-29).
En una oración así sabemos que nunca estamos solos. La oración
del pastor es una oración habitada tanto por el Espíritu «que clama a Dios
llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Gálatas 4,6) como por el pueblo que le
fue confiado. Nuestra misión e identidad se entienden desde esta doble
vinculación.
La oración del pastor
se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Lleva las marcas de
las heridas y alegrías de su gente a la que presenta desde el silencio al Señor
para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que
confía y lucha para que el Señor cure nuestra fragilidad, la personal y la de
nuestros pueblos. Pero no perdamos de vista que precisamente en la oración del
Pueblo de Dios es donde se encarna y encuentra lugar el corazón del pastor.
Esto nos libra a todos de buscar o querer respuestas fáciles, rápidas y
prefabricadas, permitiéndole al Señor que sea Él (y no nuestras recetas y
prioridades) quien muestre un camino de esperanza. No perdamos de vista que, en
los momentos más difíciles de la comunidad primitiva, tal como leemos en el
libro de los Hechos de los Apóstoles, la
oración se constituyó en la verdadera protagonista.
Hermanos, reconozcamos nuestra fragilidad, sí; pero dejemos
que Jesús la transforme y nos lance una y otra vez a la misión. No nos perdamos la alegría de sentirnos
“ovejas”, de saber que él es nuestro Señor y Pastor.
Para mantener animado el corazón es necesario no descuidar
estas dos vinculaciones constitutivas de nuestra identidad: la primera, con
Jesús. Cada vez que nos desvinculamos de Jesús o descuidamos la relación con
Él, poco a poco nuestra entrega se va secando y nuestras lámparas se quedan sin
el aceite capaz de iluminar la vida (cf. Mateo 25,1-13): «Así como el sarmiento
no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco Ustedes, si no permanecen
en mí. Permanezcan en mi amor (…) porque separados de mí, nada pueden hacer»
(Juan 15,4-5). En este sentido, quisiera animarlos a no descuidar el
acompañamiento espiritual, teniendo a algún hermano con quien charlar,
confrontar, discutir y discernir en plena confianza y transparencia el propio
camino; un hermano sapiente con quien hacer la experiencia de saberse
discípulos. Búsquenlo, encuéntrenlo y disfruten de la alegría de dejarse
cuidar, acompañar y aconsejar. Es una ayuda insustituible para poder vivir el
ministerio haciendo la voluntad del Padre (cf. Hebreos 10,9) y dejar al corazón
latir con «los mismos sentimientos de Cristo» (Filipenses 2,5). Qué bien nos
hacen las palabras del Eclesiastés: «Valen
más dos juntos que uno solo… si caen, uno levanta a su compañero, pero
¡pobre del que está solo y se cae, sin tener nadie que lo levante!» (4,9-10).
La otra vinculación constitutiva: acrecienten y alimenten el
vínculo con vuestro pueblo. No se aíslen
de su gente y de los presbiterios o comunidades. Menos aún se enclaustren en
grupos cerrados y elitistas. Esto, en el fondo, asfixia y envenena el alma.
Un ministro animado es un ministro siempre en salida; y “estar en salida” nos
lleva a caminar «a veces delante, a veces en medio y a veces detrás: delante,
para guiar a la comunidad; en medio, para mejor comprenderla, alentarla y
sostenerla; detrás, para mantenerla unida y que nadie se quede demasiado atrás…
y también por otra razón: porque el pueblo tiene “olfato”. Tiene olfato en
encontrar nuevas sendas para el camino, tiene el “sensus fidei” [cf. Lumen
Gentium 12]. ¿Hay algo más bello?». Jesús mismo es el modelo de esta opción
evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace
mirarlo cercano a todos! La entrega de Jesús en la cruz no es más que la
culminación de ese estilo evangelizador que marcó toda su existencia.
Hermanos, el dolor de tantas víctimas, el dolor del Pueblo
de Dios, así como el nuestro propio no puede ser en vano. Es Jesús mismo quien
carga todo este peso en su cruz y nos invita a renovar nuestra misión para
estar cerca de los que sufren, para estar, sin vergüenzas, cerca de las
miserias humanas y, por qué no, vivirlas como propias para hacerlas eucaristía.
Nuestro tiempo, marcado por viejas y
nuevas heridas necesita que seamos artesanos de relación y de comunión,
abiertos, confiados y expectantes de la novedad que el Reino de Dios quiere
suscitar hoy. Un Reino de pecadores perdonados invitados a testimoniar la
siempre viva y actuante compasión del Señor; «porque eterna es su
misericordia».
«Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lucas 1,46).
Es imposible hablar de gratitud y ánimo sin contemplar a
María. Ella, mujer de corazón traspasado (cf. Lucas 2,35), nos enseña la
alabanza capaz de abrir la mirada al futuro y devolver la esperanza al
presente. Toda su vida quedó condensada en su canto de alabanza (cf. Lucas
1,46-55) que también somos invitados a entonar como promesa de plenitud.
Cada vez que voy a un Santuario Mariano, me gusta “ganar
tiempo” mirando y dejándome mirar por la Madre, pidiendo la confianza del niño,
del pobre y del sencillo que sabe que ahí esta su Madre y es capaz de mendigar
un lugar en su regazo. Y en ese estar mirándola, escuchar una vez más como el
indio Juan Diego: « ¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu
corazón? ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?».
Mirar a María es volver «a creer en lo revolucionario de la
ternura y del cariño. En ella vemos que
la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes,
que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes».
Si alguna vez, la mirada comienza a endurecerse, o sentimos
que la fuerza seductora de la apatía o la desolación quiere arraigar y
apoderarse del corazón; si el gusto por sentirnos parte viva e integrante del
Pueblo de Dios comienza a incomodar y nos percibimos empujados hacia una
actitud elitista… no tengamos miedo de contemplar a María y entonar su canto de
alabanza.
Si alguna vez nos
sentimos tentados de aislarnos y encerrarnos en nosotros mismos y en nuestros
proyectos protegiéndonos de los caminos siempre polvorientos de la historia, o
si el lamento, la queja, la crítica o la ironía se adueñan de nuestro accionar
sin ganas de luchar, de esperar y de amar… miremos a María para que limpie
nuestra mirada de toda “pelusa” que puede estar impidiéndonos ser atentos y
despiertos para contemplar y celebrar a Cristo que Vive en medio de su Pueblo.
Y si vemos que no logramos caminar derecho, que nos cuesta mantener los
propósitos de conversión, digámosle como le suplicaba, casi con complicidad,
ese gran párroco, poeta también, de mi anterior diócesis: «Esta tarde, Señora /
la promesa es sincera; / por las dudas no olvides / dejar la llave afuera». «Ella es la amiga siempre atenta para que no
falte vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que
comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para
los pueblos que sufren dolor de parto hasta que brote la justicia… como una
verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama
incesantemente la cercanía del Amor de Dios».
Hermanos, una vez más, «doy gracias sin cesar por ustedes»
(Efesios 1,16) por vuestra entrega y misión con la confianza que «Dios quita
las piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las
expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana
no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy descubre la “piedra viva” (cf.
1 Pedro 2,4): Jesús resucitado. Nosotros, como Iglesia, estamos fundados en Él,
e incluso cuando nos desanimamos, cuando sentimos la tentación de juzgarlo todo
en base a nuestros fracasos, Él viene para hacerlo todo nuevo».
Dejemos que sea la gratitud lo que despierte la alabanza y
nos anime una vez más en la misión de ungir a nuestros hermanos en la
esperanza. A ser hombres que testimonien con su vida la compasión y
misericordia que sólo Jesús nos puede regalar. Que el Señor Jesús los bendiga y
la Virgen Santa los cuide. Y, por favor,
les pido que no se olviden de rezar por mí. Fraternalmente, Francisco Roma,
junto a San Juan de Letrán, 4 de agosto de 2019. Memoria litúrgica del santo
Cura de Ars.