25 de agosto 2019. Salvarse: Amar a Dios y al prójimo.
Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días! El Evangelio de hoy (cf. Lucas 13, 22-30) nos presenta a Jesús, que pasa
enseñando por ciudades y pueblos, en su camino hacia Jerusalén, donde sabe que
debe morir en la cruz por la salvación de todos nosotros. En este contexto, se
inserta la pregunta de tal persona, que se vuelve hacia él y le dice: “Señor,
¿son pocos los que son se salvan?” (v. 23).
La cuestión era debatida en aquel tiempo –cuantos se salvan,
cuantos no…– y había diferentes maneras de interpretar las Escrituras al
respecto, dependiendo de los textos que tomaran. Pero Jesús invierte la pregunta, –que se centra más en la cantidad, “¿son
pocos?”– y en cambio, coloca la respuesta en el plano de la responsabilidad,
invitándonos a hacer buen uso del tiempo presente. En efecto dice:
Esfuércense por entrar por la puerta estrecha, porque muchos intentarán entrar
pero no lo conseguirán.
Con estas palabras, Jesús deja claro que no se trata de una
cuestión de número, ¡no hay un “número cerrado” en el Paraíso! Se trata de
cruzar el pasaje derecho ahora mismo, y este
pasaje derecho es para todos, pero es estrecho. Ese es el problema. Jesús
no quiere engañarnos, diciendo: “Sí, estad tranquilos, es fácil, hay una bonita
autopista y una gran puerta en la parte inferior…”. No nos dice eso. Nos habla
de la puerta estrecha. Nos dice las cosas como son: el pasaje es estrecho.
¿En qué sentido? En el sentido de que para salvarse, es necesario amar a Dios y al prójimo, ¡y esto no es
cómodo! Es una “puerta estrecha” porque es exigente, el amor es exigente
siempre, requiere compromiso, es decir, “esfuerzo”, es decir, la voluntad firme
y decisiva para vivir según el Evangelio. San Pablo lo llama “la buena batalla de la fe” (1 Tim 6,
12). Se necesita el esfuerzo de todos los días, de cada día, para amar a Dios y
al prójimo.
Y, para explicarse mejor, Jesús narra una parábola. Hay un
casero que representa al Señor. Su casa simboliza la vida eterna, es decir, la
salvación. Y aquí vuelve la imagen de la puerta. Jesús dice: “Cuando el casero
se levante y cierre la puerta, vosotros, que os habéis quedado fuera, empezaran
a llamar a la puerta diciendo: “Señor, ábrenos”. Pero él les contestará: “No sé
de dónde son”. (v. 25). Estas personas tratarán de hacerse reconocer,
recordando al casero: “Comí contigo, bebí contigo… Escuché tus consejos, tus
enseñanzas en público…”. (ver v. 26); “Yo estaba allí cuando diste esa
conferencia…”. Pero el señor repetirá que no los conoce, y los llama
“operadores de injusticia”. ¡Ese es el problema! El Señor nos reconocerá, no por nuestros títulos – “Pero mira, Señor,
que yo pertenecía a esa asociación, que era amigo del monseñor, del cardenal,
del sacerdote…”. No, los títulos no cuentan, no cuentan. El Señor nos
reconocerá sólo por una vida humilde y buena, una vida de fe que se traduce en
las obras.
Para nosotros, los cristianos, esto significa que estamos
llamados a instaurar una verdadera comunión con Jesús, orando, yendo a la
Iglesia, acercándonos a los sacramentos, y alimentándonos con su Palabra. Esto
nos mantiene en la fe, alimenta nuestra esperanza y reaviva la caridad y así
con la gracia de Dios podemos y debemos gastar nuestra vida por el bien de
nuestros hermanos, luchando contra toda
forma de mal y de injusticia.
Que la Virgen María nos ayude. Ella pasó por la puerta
estrecha, que es Jesús. Lo acogió con todo su corazón y lo siguió todos los
días de su vida, aun cuando ella no comprendía, incluso cuando una espada
atravesaba su alma. Por eso la invocamos como “Puerta del Cielo”: María, Puerta
del Cielo; una puerta que sigue exactamente la forma de Jesús: la puerta del
corazón de Dios, corazón exigente, pero
abierto a todos nosotros. Fuente: Zenit. Org.