20 de marzo 2020. Cuando
leo o escucho este pasaje del profeta Oseas que hemos escuchado en la primera
lectura [que dice]: “Vuelve Israel, al Señor, tu Dios, vuelve”, cuando lo
escucho, recuerdo una canción que cantaba Carlo Buti hace 75 años y que se
escuchaba con tanto placer en las familias italianas de Buenos Aires: “Vuelve
con tu papá”. La canción de cuna todavía te cantará. Vuelve: pero es tu padre
quien te dice que vuelvas. Dios es tu papá, no es el juez, es tu papá: “Ven a
casa, escucha, ven”. Y ese recuerdo – yo era un niño pequeño – me lleva
inmediatamente al padre del capítulo 15 de Lucas, ese padre que dice: “Vio a su
hijo venir desde lejos”, ese hijo que se había ido con todo el dinero y lo
malgastó. Pero, si lo vio de lejos, fue porque lo estaba esperando. Subía a la
terraza – ¡Cuántas veces al día! – durante días y días, meses, años tal vez,
esperando a su hijo.
Lo vio de lejos. Vuelve con tu papá, vuelve con tu padre.
Él te espera. Es la ternura de Dios la
que nos habla, especialmente durante la Cuaresma. Es el tiempo de entrar en
nosotros mismos y recordar al Padre o volver a tu padre.
“No, Padre, me
avergüenzo de volver porque… Ya sabe Padre, he hecho cosas feas, he hecho
muchas cosas feas…”. ¿Qué dice el Señor? “Vuelve, yo te curaré de tu
infidelidad, te amaré profundamente, porque mi ira se ha alejado. Seré como el
rocío; tú florecerás como un lirio y echarás raíces como un árbol del Líbano”.
Vuelve con tu padre que te está esperando. El Dios de la ternura nos curará;
nos curará de muchas, muchas heridas de la vida y de muchas cosas feas que
hemos hecho. ¡Cada uno tiene lo suyo!
Pero pensar esto: volver a Dios es volver al abrazo, al abrazo
de nuestro padre. Y pensar en esa otra promesa que hace Isaías: “Si tus
pecados son tan feos como la escarlata, te haré blanco como la nieve”. Él es
capaz de transformarnos, Él es capaz de cambiar nuestros corazones, pero quiere
que demos el primer paso: volver. No es ir a Dios, no: es volver a casa.
Y la Cuaresma
siempre se centra en esta conversión del corazón que, en el hábito cristiano,
toma forma en el sacramento de la Confesión. Es el momento para – no sé si para
“ajustar las cuentas”, no me gusta eso – dejar que Dios nos blanquee, que Dios
nos purifique, que Dios nos abrace.
Sé que muchos de
ustedes, por Pascua, van a confesarse para encontrarse con Dios. Pero muchos me
dirán hoy: “Pero Padre, ¿dónde puedo encontrar un sacerdote, un confesor, por
qué no puedo salir de casa? Y yo quiero hacer las paces con el Señor, quiero
que me abrace, quiero que mi padre me abrace… ¿Qué puedo hacer si no encuentro
sacerdotes?”. Haz lo que dice el Catecismo. Es muy claro: si no encuentras un sacerdote para confesarte, habla con Dios, que es
tu padre, y dile la verdad: “Señor, he hecho esto, esto, esto… Perdóname”,
y pídele perdón de todo corazón, con el Acto de Dolor y prométele: “Me
confesaré después, pero perdóname ahora”. E inmediatamente volverás a la gracia
de Dios. Tú mismo puedes acercarte, como nos enseña el Catecismo, al perdón de
Dios sin tener un sacerdote a la mano. Piensa en ello: ¡es el momento! Y este es el momento adecuado, el momento
oportuno. Un acto de dolor bien hecho, y así nuestra alma se volverá blanca
como la nieve. Fuente: Zenit. Org.