27 de marzo de 2020

SEÑOR, NO NOS ABANDONES A MERCED DE LA TORMENTA.


“Señor, no nos abandones a merced de la tormenta.” Bendición Urbi et Orbi  Y la indulgencia plenaria para pedir por el fin de la epidemia del coronavirus
PAPA FRANCISCO  27 de MARZO 2020    12:00 
Escucha de la Palabra de Dios
El Papa: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. R. Amén
Oración
El Papa:
Oremos. Dios omnipotente y misericordioso, mira nuestra dolorosa condición: conforta a tus hijos y abre nuestros corazones a la esperanza, para que sintamos en medio de nosotros tu presencia de Padre. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que es Dios, y vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. R. Amén.

Evangelio (Marcos 4, 35-41)
Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: « ¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: « ¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!». Palabra del Señor

Meditación del Santo Padre

Al atardecer» (Marcos 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas.

Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente.

En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos. Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús.

Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—.

Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).

No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.

La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela y se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa.

No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo.

Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Joel 2,12).

Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás.

Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo.

Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Juan 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza.

Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.

El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado.

El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Isaías 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad.

En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios.

Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Más tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mateo 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).

EXPOSICION, ADORACIÓN Y BENDICION EUCARISTICA

TE ADORAMOS, OH SEÑOR.
Verdadero Dios y verdadero hombre, realmente presente en este Santo Sacramento. Te adoramos, Señor

Salvador nuestro, Dios con nosotros, fiel y rico en misericordia. Te adoramos, Señor

Rey y Señor de lo creado y de la historia. Te adoramos, Señor
Vencedor del pecado y de la muerte. Te adoramos, Señor
Amigo del hombre, resucitado y vivo a la derecha del Padre. Te adoramos, Señor

CREEMOS EN TI, OH SEÑOR
Hijo unigénito del Padre, que bajaste del cielo por nuestra salvación. Creemos en ti, oh Señor
Doctor celestial, que te inclina sobre nuestra miseria. Creemos en ti, oh Señor
Cordero inmolado, que te ofreces para redimirnos del mal. Creemos en ti, oh Señor
Buen Pastor, que da su vida por el rebaño que ama. Creemos en ti, oh Señor
Pan vivo y fármaco de inmortalidad, que nos das la Vida eterna. Creemos en ti, oh Señor

LIBÉRANOS, OH SEÑOR .
Del poder de Satanás y las seducciones del mundo. Libéranos, oh Señor
Del orgullo y la presunción de poder prescindir de ti. Libéranos, oh Señor
De los engaños del miedo y de la angustia. Libéranos, oh Señor
De la incredulidad y la desesperación. Libéranos, oh Señor
De la dureza del corazón y de la incapacidad de amar. Libéranos, oh Señor

SÁLVANOS, OH SEÑOR
De todos los males que afligen a la humanidad. Sálvanos, oh Señor
Del hambre, la carestía y el egoísmo. Sálvanos, oh Señor
De las enfermedades, epidemias y del miedo al hermano. Sálvanos, oh Señor
De la locura devastadora, de los intereses despiadados y de la violencia Sálvanos, oh Señor
Del engaño, de la mala información y de la manipulación de las conciencias. Sálvanos, oh Señor

CONSUÉLANOS, OH SEÑOR

Mira tu Iglesia, que atraviesa el desierto Consuélanos, oh Señor
Mira a la humanidad, aterrorizada de miedo y de angustia Consuélanos, oh Señor
Mira a los enfermos y moribundos, oprimidos por la soledad Consuélanos, oh Señor
Mira a los médicos y profesionales de la salud, cansados de la fatiga. Consuélanos, oh Señor
Mira a los políticos y administradores, que tienen el peso de las decisiones Consuélanos, oh Señor

DANOS TU ESPÍRITU, SEÑOR.
En la hora de la prueba y la pérdida. Danos tu Espíritu, Señor
En la tentación y la fragilidad Danos tu Espíritu, Señor
En el combate contra el mal y el pecado Danos tu Espíritu, Señor
En la búsqueda del verdadero bien y la verdadera alegría Danos tu Espíritu, Señor

En la decisión de permanecer en Ti y en tu amistad Danos tu Espíritu, Señor

ÁBRENOS A LA ESPERANZA, OH SEÑOR
Si el pecado nos oprime. Ábrenos a la esperanza, Señor
Si el odio nos cierra el corazón. Ábrenos a la esperanza, Señor
Si el dolor nos visita
Ábrenos a la esperanza, Señor. Si la indiferencia nos preocupa
Ábrenos a la esperanza, Señor. Si la muerte nos aniquila
Ábrenos a la esperanza, Señor

Oración
El Papa:
Oremos. Señor Jesucristo, que en el admirable sacramento de la Eucaristía nos dejaste el memorial de tu Pascua, haz que adoremos con viva fe el santo misterio de tu Cuerpo y de tu Sangre, para sentir siempre en nosotros el fruto de la redención. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. R/. Amén.

El cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la Basílica de San Pedro, anuncia la bendición ‘Urbi et Orbi’, con indulgencia plenaria adjunta mediante una advertencia específica: El Santo Padre Francisco a todos aquellos que reciben la bendición eucarística también por medio de la radio, de la televisión y por medio de las otras tecnologías de comunicación, concede la indulgencia plenaria en la forma establecida por la Iglesia.

El Santo Padre imparte la bendición con el Santísimo Sacramento.
Aclamaciones
– Bendito sea Dios.
– Bendito sea su santo nombre.
– Bendito sea Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre
– Bendito sea el nombre de Jesús.
– Bendito sea su sacratísimo Corazón.
– Bendito sea su preciosísima Sangre.
– Bendito sea Jesús en el santísimo Sacramento del altar.
– Bendito sea el Espíritu Santo Paráclito.
– Bendita sea la Madre de Dios, María santísima.
– Bendita sea su santa e inmaculada concepción.
– Bendita sea su gloriosa asunción.
– Bendito sea el nombre de María, virgen y madre.
– Bendito sea san José, su castísimo esposo.
– Bendito sea Dios en sus ángeles y en sus santos
NOTA:  Enviado por el Padre, Héctor Giovanni Sandoval, delgado para la pastoral litúrgica, en la Arquidiócesis de Ibagué.