10 de marzo 2020. “La vanidad nunca cura, es venenosa”.
Homilía Papa Francisco, en la casa Santa Marta. Ayer la Palabra de Dios nos
enseñaba a reconocer nuestros pecados y a confesarlos, pero no solo con la
mente, sino también con el corazón, con un espíritu de vergüenza; la vergüenza
como una actitud más noble ante Dios por nuestros pecados. Y hoy el Señor nos
llama a todos los pecadores a dialogar con Él, porque el pecado nos encierra en nosotros mismos, hace que ocultemos o
esconda nuestra verdad, dentro. Esto es lo que le pasó a Adán, a Eva: después
del pecado se escondieron, porque tenían vergüenza; estaban desnudos. Y el pecador, cuando siente vergüenza, tiene
la tentación de esconderse. Y el Señor llama: “Ven, ven, discutamos – dice
el Señor – hablemos de tu pecado, hablemos de tu situación. No tengas miedo.
No…” Y continúa: “Aunque vuestros pecados fueran como escarlata, se volverán
blancos como la nieve. Si fueran rojos como la púrpura, se convertirían en
lana”. “Venid, porque soy capaz de cambiarlo todo – nos dice el Señor – no
tengáis miedo de venir a hablar, sed valientes incluso con vuestras miserias”.
Me viene a la mente a ese santo que era tan penitente, que
rezaba mucho. Y siempre trataba de darle al Señor todo lo que el Señor le
pedía. Pero el Señor no estaba contento. Y un día se enfadó un poco con el
Señor, porque el santo tenía mal genio. Y le dice al Señor: “Pero, Señor, no te
entiendo. Te doy todo, todo, y siempre estás insatisfecho, como si faltara
algo. ¿Qué falta?” “Dame tus pecados: eso es lo que falta”. Tener el valor de ir con nuestras miserias
y hablar con el Señor: “¡Venid! ¡Discutamos! No tengáis miedo. Aunque tus
pecados fueran como la escarlata, se volverán blancos como la nieve. Si fueran
tan rojos como la púrpura, se convertirán en lana”.
Esta es la invitación del Señor. Pero siempre hay un engaño: en lugar de ir a hablar con el Señor, fingir que
no ser pecadores. Eso es lo que el Señor reprocha a los doctores de la ley.
Estas personas hacen sus obras “para ser admiradas por el pueblo: ensanchan sus
filacterias y alargan sus flecos; se complacen con los lugares de honor en los
banquetes, los primeros asientos en las sinagogas, los saludos en las plazas,
así como con ser llamados rabinos por la gente”. La apariencia, la vanidad. Cubriendo la verdad de nuestro corazón con
la vanidad. ¡La vanidad nunca cura! La
vanidad nunca cura. Además, es venenosa, sigue trayendo la enfermedad a tu
corazón, trayendo esa dureza de corazón que te dice: “No, no vayas al Señor, no
vayas. Tú te quedas”.
La vanidad es precisamente el lugar para cerrarse a la
llamada del Señor. En cambio, la invitación del Señor es la de un padre, la de
un hermano: “¡Venid! Hablemos, hablemos. Al final Yo soy capaz de cambiar tu
vida del rojo al blanco”.
Que esta palabra del Señor nos anime; que nuestra oración
sea una verdadera oración. De nuestra realidad, de nuestros pecados, de
nuestras miserias. Hablar con el Señor. Él sabe, Él sabe lo que somos. Lo
sabemos, pero la vanidad siempre nos invita a cubrirnos. Que el Señor nos
ayude. Traducido por Zenit. Org. Larissa L. López.