1 de abril 2020. “El
puro de corazón vive en la presencia del Señor.”. Audiencia Papa Francisco. Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy leemos juntos la sexta bienaventuranza, ““Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5, 8) que promete la
visión de Dios y tiene como condición la pureza de corazón. Un salmo dice:
«Dice de ti mi corazón: ‘Busca su rostro’. Sí, Yahvé, tu rostro busco. No me
ocultes tu rostro» (27:8-9).
Este lenguaje
manifiesta la sed de una relación personal con Dios, no mecánica, no algo
nublada, no: personal, que el libro de Job también expresa como signo de una
relación sincera. Dice así el libro de Job: «Yo te conocía sólo de oídas, mas
ahora te han visto mis ojos» (Job 42:5). Y muchas veces pienso que este es el
camino de la vida, en nuestra relación con Dios. Conocemos a Dios de oídas, pero con nuestra experiencia avanzamos,
avanzamos, avanzamos y al final lo conocemos directamente, si somos fieles… Y
esta es la madurez del Espíritu.
¿Cómo llegar a esta
intimidad, a conocer a Dios con los ojos? Se puede pensar, por ejemplo, en los
discípulos de Emaús, que tienen al Señor Jesús a su lado, «pero sus ojos
estaban retenidos para que no lo conocieran» (Lucas 24:16). El Señor les abrirá
los ojos al final de un camino que culmina con la fracción del pan y que había
empezado con un reproche: «¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo
lo que dijeron los profetas!” Es el reproche del principio (Lucas 24:25). Este
es el origen de su ceguera: el corazón insensato y tardo. Y cuando el corazón
es insensato y tardo, no se ven las cosas. Se ven las cosas como nubladas.
Aquí reside la
sabiduría de esta bienaventuranza: para contemplar, es necesario entrar dentro
de nosotros mismos y hacer espacio a Dios porque, como dice San Agustín, «Dios
es más interior que lo más íntimo mío » («interior intimo meo«: Confesiones,
III, 6,11). Para ver a Dios no hay que
cambiar de gafas o de punto de mira, o cambiar de autores teológicos que
enseñen el camino: ¡hay que liberar el corazón de sus engaños! Este es el único
camino.
Es una madurez
decisiva: cuando nos damos cuenta de que nuestro
peor enemigo se esconde a menudo en nuestro corazón. La batalla más noble
es contra los engaños internos que generan nuestros pecados. Porque los pecados
cambian la visión interior, cambian la valoración de las cosas, muestran cosas
que no son verdaderas, o al menos que non son tan verdaderas.
Por lo tanto, es
importante entender qué es la «pureza de
corazón». Para ello debemos recordar que para la Biblia el corazón no
consiste sólo en los sentimientos, sino que es el lugar más íntimo del ser
humano, el espacio interior donde la persona es ella misma. Esto, según la
mentalidad bíblica.
El Evangelio de
Mateo dice: «Si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!»
(6,23). Esta «luz» es la mirada del corazón, la perspectiva, la síntesis, el
punto de lectura de la realidad (cf. Evangelii gaudium, 143).
¿Pero qué significa
corazón «puro»? El puro de corazón vive
en la presencia del Señor, conservando en el corazón lo que es digno de la relación
con Él; sólo así posee una vida «unificada», lineal, no tortuosa sino simple.
El corazón
purificado es, por lo tanto, el resultado de un proceso que implica una
liberación y una renuncia. El puro de
corazón no nace así, ha vivido una simplificación interior, aprendiendo a
negar el mal dentro de sí, algo que en la Biblia se llama circuncisión del
corazón (cf. Deuteronomio 10:16; 30:6; Ezequiel 44:9; Jeremías 4:4).
Esta purificación
interior implica el reconocimiento de esa parte del corazón que está bajo el
influjo del mal: -“Sabe, Padre, siento esto, veo esto y está mal”: reconocer la
parte mala, la parte que está nublada por el mal – para aprender el arte de
dejarse siempre adiestrar y guiar por el Espíritu Santo. El camino del corazón
enfermo, del corazón pecador, del corazón que no puede ver bien las cosas,
porque está en pecado, a la plenitud de la luz del corazón es obra del Espíritu
Santo. Él es quien nos guía para recorrer este camino. Y así, a través de este
camino del corazón, llegamos a «ver a Dios».
En esta visión
beatífica hay una dimensión futura, escatológica, como en todas las
Bienaventuranzas: es la alegría del Reino de los Cielos hacia la que vamos.
Pero existe también la otra dimensión: ver
a Dios significa comprender los designios de la Providencia en lo que nos
sucede, reconocer su presencia en los sacramentos, su presencia en los
hermanos, especialmente en los pobres y los que sufren, y reconocerlo allí
donde se manifiesta (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2519).
Esta bienaventuranza
es un poco el fruto de las anteriores: si hemos escuchado la sed del bien que
habita en nosotros y somos conscientes de que vivimos de misericordia, comienza
un camino de liberación que dura toda la vida y nos lleva al Cielo. Es un
trabajo serio, un trabajo que hace el Espíritu Santo si le damos espacio para
que lo haga, si estamos abiertos a la acción del Espíritu Santo. Por eso
podemos decir que es una obra de Dios en nosotros – en las pruebas y en las
purificaciones de la vida – y esta obra de Dios y del Espíritu Santo lleva a
una gran alegría, a una paz verdadera. No tengamos miedo, abramos las puertas
de nuestro corazón al Espíritu Santo para que nos purifique y nos haga avanzar
por este camino hacia la alegría plena. Fuente: Zenit. Org.