«TENGO PROYECTOS DE PAZ, NO DE AFLICCIÓN» Homilía
en la ceremonia de la pasión del Señor. Padre, Raniero Cantalamessa. Basílica
de san Pedro. 10 de abril 2020.
San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus
crescit, crece con quienes la leen. Expresa significados siempre nuevos en
función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y
nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con
un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de
captar la respuesta que la palabra de Dios le da.
Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal
objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos
perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o
por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de
Cristo nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: “Yo soy
inocente de la sangre de este hombre” (Mateo 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas. Y
¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en
Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna!
(cf. Romanos 5, 1-5).
Pero hay un efecto que la situación que se está dando nos
ayuda a reflexionar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del
dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es
un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios
la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que
alguien te ofrece no está envenenada? Es si Él bebe delante de ti de la misma
copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz
del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino
que hay una perla en el fondo de él.
Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor
humano. Él murió por todos. “Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había
dicho—, atraeré a todos a mí” (Juan 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! “Sufrir
—escribía san Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado—
significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la
acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo”.
Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su
manera, en una especie de “sacramento universal de salvación” para el género
humano.
* * *
¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación
dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas,
debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte
escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más
atenta nos ayuda a captar.
La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente
del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del
delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino
judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir “del exilio de la
conciencia”. Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un
virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la
tecnología no bastan para salvarnos. “El hombre en la prosperidad no comprende
—dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen” (Sal 49,21).
¡Qué verdad es!
Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en
Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con
tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba
cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente,
horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el
desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en
medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra
estaba comprometida, pero él estaba a salvo.
Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros
proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. Pero
atentos a no engañarnos. No es Dios
quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización
tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! “Tengo proyectos de
paz, no de aflicción”, nos dice él mismo en la Biblia (Jeremías 29,11). Si
estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten
igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus
consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros? ¡No! El que lloró un día por
la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad.
Sí, Dios “sufre”, como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día,
nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida.
Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. “Dios —escribe san Agustín—,
siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en
sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal
mismo el bien”[4].
¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para
sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana
siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los
hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las
pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de
libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del
hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus
leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con
antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la
casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama “sabiduría de Dios”.
* * *
El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el
sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas
las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en
este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de
un nuestro poeta: “¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el
misterio” [5]. Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce
fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones:
de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este
momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos
desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto
compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta
es la “recesión” que más debemos temer.
De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No
alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra (Isaías
2,4).
Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías
cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica
carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es
sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados
recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia
vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha
contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga
un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en
humanidad.
* * *
La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos
hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios
de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras
duras, de llanto y casi de acusación. “¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda!
¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!”
(Salmo 44,24.27). “Señor, ¿no te importa que perezcamos?” (Marcos 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus
beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No,
pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su
gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito
del beneficio recibido [6]. Es él quien nos impulsa a hacerlo: “Pedid y
recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá” (Mateo 7,7).
Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por
serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una
serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este
símbolo. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto –le dijo a Nicodemo–
así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree
en él tenga vida eterna” (Juan 3,14-15). También nosotros, en este momento,
somos mordidos por una “serpiente” venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue
“levantado” por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el
género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en
la vida eterna.
“Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús (cf. Mateo
9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos
levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la
vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más
fraterna, más humana. ¡Más cristiana! Fuente: Zenit. Org.