17 de abril 2020. “Un plan para resucitar ante la emergencia
sanitaria” La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando
nuestro caminar. Artículo del Papa Francisco ante la crisis mundial del
Coronavirus: De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo:
‘Alégrense’” (Mateo 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de que
María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con
el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su duelo en alegría y
consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jeremías 31, 13). Es el Resucitado
que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la
humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de
resucitados que nos espera.
Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e
incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos
sufriendo por el COVID-19.
No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que
los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad
(cfr. Lucas 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al sepulcro,
vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos hace
preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Marcos 16, 3).
¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó
completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que
ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos
desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro
que se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda
esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que
atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las
familias que no saben ya como arrimar un plato de comida a sus mesas, es la
pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y
desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.
Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las
mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante
la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les podría
pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo
que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y
bendito genio femenino, fueron capaces
de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar
cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos
del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Juan 18,
25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar
lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron simplemente estar y
acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el
desconsuelo, cargaron sus bolsas con
perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr.
Marcos 16, 1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron
aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la
vida de los demás.
A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a
sí mismos, fuimos testigos de cómo vecinos
y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en
sus casas y así frenar la difusión. Pudimos descubrir cómo muchas personas
que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia
siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación
sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos,
enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores,
transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas,
abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entregar todo lo que
poseían para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situación. Y aunque
la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del
sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que
podían y tenían que dar.
Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y
preocupaciones, donde las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio
desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la
muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte
y en la mayor desesperanza, no era vana, sino
que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él
estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era
capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido
corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello
que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que
transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y
acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano;
no son entregas para la muerte.
Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que
acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia
pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en
nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Esta buena
noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstoles
y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles: “La vida
arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de
nuevo” (1) . Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada,
silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes han
entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija
para que la Unción que el Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza
imparable y nos permita contemplar la realidad doliente con una mirada
renovadora.
Y, como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se
nos invita una y otra vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar
por este anuncio: el Señor, con su
novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad (cfr.
Evangelii Gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en
regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo
nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Isaías 43, 18b). Dios jamás abandona a
su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más
presente.
Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que
nadie se salva solo. Las fronteras caen,
los muros se derrumban y todo los discursos integristas se disuelven ante una
presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos
hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra
presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper
la caña quebrada ni apagar la mecha que arde débilmente (cfr. Isaías 42, 2-3)
para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del
Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en
fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e
impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del
Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y
canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de
la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no
conformarnos ni contentarnos y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o
paliativas que impiden asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que
estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva
imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede
proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con
esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su
movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21, 5).
En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de
“unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e
integral” (2). Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o
para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en
nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en
los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su
corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del
COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”
(3). Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y
permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y,
así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de
hermanos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia
presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos
volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Génesis, 4, 9) y, en nuestra
capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese
reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por
tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.
Si actuamos como un
solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr
un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al
hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos
mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas
por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos
dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza,
promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que
posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad
internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio
ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando
nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la
justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa
de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra
la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el
cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente,
ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso,
una comprometida comunidad de hermanos” (4).
En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí
donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda
y te dice: “Alégrate” (Mateo 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a
convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios. Fuente: Zenit.
Org.