12 de abril 2020. “No
es tiempo de indiferencia, división y olvido.” Bendición Urbi et Orbi, y
mensaje pascual, Papa Francisco. Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua! Hoy
resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado!
¡Verdaderamente ha resucitado!”.
Esta Buena Noticia
se ha encendido como una llama nueva en la noche, en la noche de un mundo que
enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la
pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta
noche resuena la voz de la Iglesia: “¡Resucitó de veras mi amor y mi
esperanza!” (Secuencia pascual).
Es otro “contagio”,
que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta
Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: “¡Resucitó de veras mi amor y mi
esperanza!”. No se trata de una fórmula
mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de
Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal,
una victoria que no
“pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo
un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del
poder de Dios.
El Resucitado no es
otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles,
heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra
mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.
Hoy pienso sobre
todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los
enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus
seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último
adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé
consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a
los ancianos y a las personas que están solas. Que conceda su consolación y las
gracias necesarias a quienes se encuentran en condiciones de particular
vulnerabilidad, como también a quienes trabajan en los centros de salud, o
viven en los cuarteles y en las cárceles. Para muchos una Pascua de soledad,
vivida en medio de los numerosos lutos y dificultades que está provocando la
pandemia, desde los sufrimientos físicos hasta los problemas económicos.
Esta enfermedad no
sólo nos está privando de los afectos, sino también de la posibilidad de
recurrir en persona al consuelo que brota de los sacramentos, especialmente de
la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos países no ha sido posible
acercarse a ellos, pero el Señor no nos dejó solos. Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre
con su mano (cf. Salmo 138,5), repitiéndonos con fuerza: No temas, “he
resucitado y aún estoy contigo” (Antífona de ingreso de la Misa del día de
Pascua, Misal Romano).
Que Jesús, nuestra
Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y a los enfermeros, que en
todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la
extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia
salud. A ellos, como también a quienes trabajan asiduamente para garantizar los
servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del
orden y a los militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las
dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo
afectuoso y nuestra gratitud.
En estas semanas, la
vida de millones de personas cambió repentinamente. Para muchos, permanecer en
casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de
vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Pero
también es para muchos un tiempo de preocupación por el futuro que se presenta
incierto, por el trabajo que corre el riesgo de perderse y por las demás
consecuencias que la crisis actual trae consigo. Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar
activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los
medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida
digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las
habituales actividades cotidianas.
Este no es el tiempo
de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar
unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos
los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no
tienen un hogar. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las
ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos. Procuremos
que no les falten los bienes de primera necesidad, más difíciles de conseguir
ahora cuando muchos negocios están cerrados, como tampoco los medicamentos y,
sobre todo, la posibilidad de una adecuada asistencia sanitaria. Considerando
las circunstancias, se relajen además las sanciones internacionales de los
países afectados, que les impiden ofrecer a los propios ciudadanos una ayuda
adecuada, y se afronten —por parte de todos los Países— las grandes necesidades
del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los
presupuestos de aquellos más pobres.
Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a
todos y no hace acepción de personas. Entre las numerosas zonas afectadas por
el coronavirus, pienso especialmente en Europa. Después de la Segunda Guerra
Mundial, este amado continente pudo resurgir gracias a un auténtico espíritu de
solidaridad que le permitió superar las rivalidades del pasado. Es muy urgente,
sobre todo en las circunstancias actuales, que esas rivalidades no recobren
fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única familia y se sostengan
mutuamente. Hoy, la Unión Europea se encuentra frente a un desafío histórico,
del que dependerá no sólo su futuro, sino el del mundo entero. Que no pierda la
ocasión para demostrar, una vez más, la solidaridad, incluso recurriendo a
soluciones innovadoras. Es la única alternativa al egoísmo de los intereses
particulares y a la tentación de volver al pasado, con el riesgo de poner a
dura prueba la convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones.
Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes
tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de
adherir al llamamiento por un alto al fuego global e inmediato en todos los
rincones del mundo. No es este el
momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas
de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas. Que sea en
cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que ha ensangrentado a Siria,
al conflicto en Yemen y a las tensiones en Irak, como también en el Líbano. Que
este sea el tiempo en el que los israelíes y los palestinos reanuden el
diálogo, y que encuentren una solución estable y duradera que les permita a
ambos vivir en paz. Que acaben los sufrimientos de la población que vive en las
regiones orientales de Ucrania. Que se terminen los ataques terroristas
perpetrados contra tantas personas inocentes en varios países de África.
Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos
haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo
el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre cercano a
las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis
humanitarias, como en la Región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique. Que
reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y desplazadas a causa de
guerras, sequías y carestías. Que proteja a los numerosos migrantes y
refugiados —muchos de ellos son niños—, que viven en condiciones insoportables,
especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia y Turquía. Que permita
alcanzar soluciones prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar
la ayuda internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura
política, socioeconómica y sanitaria.
Queridos hermanos y
hermanas:
Las palabras que realmente queremos escuchar
en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas
palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la
muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en
nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos
el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre
humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso. Con esta
reflexión querría desearos a todos una feliz Pascua. Fuente: Zenit. Org.