20 de abril 2019. “Es esencial volver a un amor vivo con el
Señor, de lo contrario se tiene una fe de museo, no la fe de pascua”, ha
predicado el Papa Francisco en la homilía de la Vigilia Pascual, en el Basílica
de San Pedro. “Jesús no es un personaje del pasado, es una persona que vive
hoy; no se le conoce en los libros de historia, se le encuentra en la vida”.
Fuente: Rosa Die Alcolea. Zenit.
Homilía del Papa Francisco
1. Las mujeres llevan los aromas a la tumba, pero temen que
el viaje sea en balde, porque una gran piedra sella la entrada al sepulcro. El
camino de aquellas mujeres es también nuestro camino; se asemeja al camino de
la salvación que hemos recorrido esta noche.
Da la impresión de que todo en él
acabe estrellándose contra una piedra: la
belleza de la creación contra el drama del pecado; la liberación de la
esclavitud contra la infidelidad a la Alianza; las promesas de los profetas
contra la triste indiferencia del pueblo. Ocurre lo mismo en la historia de la
Iglesia y en la de cada uno de nosotros: parece que el camino que se recorre
nunca llega a la meta. De esta manera se puede ir deslizando la idea de que la
frustración de la esperanza es la oscura ley de la vida.
Hoy, sin embargo, descubrimos que nuestro camino no es en
vano, que no termina delante de una piedra funeraria. Una frase sacude a las
mujeres y cambia la historia: « ¿Por qué buscáis entre los muertos al que
vive?» (Lucas 24,5); ¿por qué pensáis que todo es inútil, que nadie puede
remover vuestras piedras? ¿Por qué os entregáis a la resignación y al fracaso? La Pascua es la fiesta de la remoción de
las piedras. Dios quita las piedras más duras, contra las que se estrellan
las esperanzas y las expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la
mundanidad. La historia humana no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy
descubre la «piedra viva» (cf. 1 Pedro 2,4): Jesús resucitado. Nosotros, como
Iglesia, estamos fundados en Él, e incluso cuando nos desanimamos, cuando
sentimos la tentación de juzgarlo todo en base a nuestros fracasos, Él viene
para hacerlo todo nuevo, para remover nuestras decepciones. Esta noche cada uno
de nosotros está llamado a descubrir en el que está Vivo a aquél que remueve
las piedras más pesadas del corazón. Preguntémonos, antes de nada: ¿cuál es la
piedra que tengo que remover en mí, cómo se llama?
A menudo la esperanza se ve obstaculizada por la piedra de
la desconfianza. Cuando se afianza la idea de que todo va mal y de que, en el
peor de los casos, no termina nunca, llegamos a creer con resignación que la
muerte es más fuerte que la vida y nos convertimos en personas cínicas y
burlonas, portadoras de un nocivo desaliento. Piedra sobre piedra, construimos dentro de nosotros un monumento a la
insatisfacción, el sepulcro de la esperanza. Quejándonos de la vida,
hacemos que la vida acabe siendo esclava de las quejas y espiritualmente
enferma. Se va abriendo paso así una especie de psicología del sepulcro: todo
termina allí, sin esperanza de salir con vida. Esta es, sin embargo, la
pregunta hiriente de la Pascua: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?
El Señor no vive en la resignación. Ha resucitado, no está allí; no lo busquéis
donde nunca lo encontraréis: no es Dios
de muertos, sino de vivos (cf. Mateo 22,32). ¡No enterréis la esperanza!
Hay una segunda piedra que a menudo sella el corazón: la
piedra del pecado. El pecado seduce,
promete cosas fáciles e inmediatas, bienestar y éxito, pero luego deja dentro
soledad y muerte. El pecado es buscar la vida entre los muertos, el sentido
de la vida en las cosas que pasan. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que
vive? ¿Por qué no te decides a dejar ese pecado que, como una piedra en la
entrada del corazón, impide que la luz divina entre? ¿Por qué no pones a Jesús,
luz verdadera (cf. Juan1, 9), por encima de los destellos brillantes del
dinero, de la carrera, del orgullo y del placer? ¿Por qué no le dices a las vanidades mundanas que no vives para ellas,
sino para el Señor de la vida?
2. Volvamos a las mujeres que van al sepulcro de Jesús. Ante
la piedra removida, se quedan asombradas; viendo a los ángeles, dice el
Evangelio, quedaron «despavoridas» y con «las caras mirando al suelo» (Lucas 24,5).
No tienen el valor de levantar la mirada. Cuántas veces nos sucede también a
nosotros: preferimos permanecer encogidos en nuestros límites, encerrados en
nuestros miedos. Es extraño: ¿por qué lo hacemos? Porque a menudo, en la
situación de clausura y de tristeza nosotros somos los protagonistas, porque es
más fácil quedarnos solos en las habitaciones oscuras del corazón que abrirnos
al Señor. Y sin embargo solo él eleva. Una poetisa escribió: «Ignoramos nuestra verdadera estatura, hasta
que nos ponemos en pie» (E. DICKINSON, We neverknow how high we are). El
Señor nos llama a alzarnos, a levantarnos de nuevo con su Palabra, amirar hacia
arriba y a creer que estamos hechos para el Cielo, no para la tierra; para las
alturas de la vida, no para las bajezas de la muerte: ¿por qué buscáis entre
los muertos al que vive?
Dios nos pide que
miremos la vida como Él la mira, que siempre ve en cada uno de nosotros un
núcleo de belleza imborrable. En el pecado, él ve hijos que hay que elevar
de nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la desolación, corazones para
consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama tu vida, incluso cuando
tienes miedo de mirarla y vivirla. En Pascua te muestra cuánto te ama: hasta el
punto de atravesarla toda, de experimentar la angustia, el abandono, la muerte
y los infiernos para salir victorioso y decirte: “No estás solo, confía en mí”.
Jesús es un especialista en transformar
nuestras muertes en vida, nuestros lutos en danzas (cf. Salmo 30,12); con
Él también nosotros podemos cumplir la Pascua, es decir el paso: el paso de la
cerrazón a la comunión, de la desolación al consuelo, del miedo a la confianza.
No nos quedemos mirando el suelo con miedo, miremos a Jesús resucitado: su
mirada nos infunde esperanza, porque nos dice que siempre somos amados y que, a
pesar de todos los desastres que podemos hacer, su amor no cambia. Esta es la
certeza no negociable de la vida: su amor no cambia. Preguntémonos: en la vida,
¿hacia dónde miro? ¿Contemplo ambientes sepulcrales o busco al que Vive?
3. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Las
mujeres escuchan la llamada de los ángeles, que añaden: «Recordad cómo os habló
estando todavía en Galilea» (Lucas 24,6). Esas mujeres habían olvidado la
esperanza porque no recordaban las palabras de Jesús, su llamada acaecida en
Galilea. Perdida la memoria viva de Jesús, se quedan mirando el sepulcro. La fe
necesita ir de nuevo a Galilea, reavivar el primer amor con Jesús, su llamada:
recordarlo, es decir, literalmente volver a Él con el corazón. Es esencial volver a un amor vivo con el
Señor, de lo contrario se tiene una fe de museo, no la fe de pascua. Pero
Jesús no es un personaje del pasado, es una persona que vive hoy; no se le
conoce en los libros de historia, se le encuentra en la vida. Recordemos hoy
cuando Jesús nos llamó, cuando venció nuestra oscuridad, nuestra resistencia,
nuestros pecados, cómo tocó nuestros corazones con su Palabra.
Las mujeres, recordando a Jesús, abandonan el sepulcro. La
Pascua nos enseña que el creyente se detiene por poco tiempo en el cementerio,
porque está llamado a caminar al encuentro del que Vive. Preguntémonos: en la
vida, ¿hacia dónde camino? A veces nos dirigimos siempre y únicamente hacia
nuestros problemas, que nunca faltan, y acudimos al Señor solo para que nos
ayude. Pero entonces no es Jesús el que nos orienta sino nuestras necesidades.
Y es siempre un buscar entre los muertos al que vive. Cuántas veces también,
luego de habernos encontrado con el Señor, volvemos entre los muertos, vagando
dentro de nosotros mismos para desenterrar arrepentimientos, remordimientos,
heridas e insatisfacciones, sin dejar que el Resucitado nos transforme.
Queridos hermanos y hermanas, démosle al
que Vive el lugar central en la vida. Pidamos la gracia de no dejarnos
llevar por la corriente, por el mar de los problemas; de no ir a golpearnos con
las piedras del pecado y los escollos de la desconfianza y el miedo.
Busquémoslo a Él, en todo y por encima de todo. Con Él resurgiremos.