17 de abril 2019. En su catequesis pronunciada durante la
Audiencia General de este miércoles en la Plaza de San Pedro, el Papa
reflexionó con las palabras con las que Jesús rezó al Padre durante la Pasión.
La primera invocación tuvo lugar después de la Última Cena, cuando el Señor
dijo: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo (…). Glorifícame junto a
ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera”. “Jesús
pide gloria, una petición que parece paradójica mientras la Pasión está a la
puerta. ¿De qué gloria se trata?”, planteó el Santo Padre. A continuación,
detalló algunos momentos en la Biblia donde se describe cómo Dios expresa su
gloria. Por ejemplo, al pueblo de Israel al liberarlo de Egipto, o en el templo
de Jerusalén al hacerse visible en las visiones de los profetas. “La gloria, en
definitiva, indica el revelarse de Dios, es el signo distintivo de su presencia
salvadora entre los hombres. Ahora, es Jesús aquel que manifiesta de modo
definitivo la presencia y la salvación de Dios”, aseguró.
Esa expresión la realiza durante la Pascua, explicó el Papa,
“alzado sobre la cruz es glorificado. Allí, Dios finalmente revela su gloria:
corta el último veo y nos asombra como nunca antes. Descubrimos, de hecho, que la gloria de Dios es todo amor, amor
puro, loco e impensable, más allá de todo límite y medida”. Por ello, el Papa
invitó a hacer “nuestra la oración de Jesús: pidamos al Padre que arranque los
velos sobre nuestros ojos para que, en estos días, mirando al Crucifijo, podamos
asumir que Dios es amor”. “Cuántas veces lo imaginamos padrón y no Padre,
cuántas veces lo pensamos como un juez severo más que como un Salvador
misericordioso. Pero Dios, en la Pascua, reduce las distancias mostrándose en la
humildad de un amor que pide nuestro amor”. De hecho, “nosotros le damos gloria
cuando vivimos todo lo que hacemos con amor, cuando hacemos cada cosa de
corazón, para Él”.
“La verdadera gloria es la gloria del amor, porque es la
única que da la vida al mundo. Es cierto que esta gloria es lo contrario a la gloria mundana, que llega cuando
se es admirado, loado, aclamado: cuando yo soy el centro de atención”. En
cambio, “la gloria de Dios es paradójica: sin aplausos, sin audiencia. Al centro no está el yo, sino el otro:
en Pascua vemos, de hecho, que el Padre glorifica al Hijo mientras el Hijo
glorifica al Padre. Ninguno se glorifica a sí mismo. Y al culminar la Pasión,
Jesús dice: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu’. El Espíritu que el
Padre había entregado a Jesús, Jesús lo devuelve al Padre. Lo mío se convierte
en tuyo”.
Tras la Última Cena, “Jesús entra al jardín de Getsemaní y
también aquí reza al Padre. Mientras los discípulos no consiguen permanecer
despiertos y Jesús está llegando con los soldados, Jesús comienza a sentir
miedo y angustia”. En medio de esa desolación “dirige al Padre la palabra más
tierna y dulce: ‘Abbà’, papá. En la prueba, Jesús nos enseña a abrazar al
Padre, porque en la oración a Él está la fuerza de avanzar en el dolor. En el
cansancio, la oración es alivio, confianza, conforto”.
“Ante el abandono de todos, en la desolación interior, Jesús
no está solo, está con el Padre. Nosotros, por el contrario, en nuestros
Getsemaní, con frecuencia elegimos permanecer solos antes que decir ‘Padre’ y
confiarnos, como Jesús, a su voluntad, que es nuestro verdadero bien”. En este
sentido, aseguró que “el problema más
grande no es el dolor, sino cómo se afronta. La soledad no ofrece vía de
salida, la oración sí, porque es relación, confianza. Jesús lo confía todo y se
confía todo al Padre, trasladándole aquello que siente, apoyándose en Él en la
lucha”. “Cuando entremos en nuestro Getsemaní, acordémonos de rezar así:
‘Padre’”.
Por último, “Jesús dirige al Padre una tercera oración por
nosotros: ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’. Jesús reza por
aquel que ha sido malvado con Él, por sus sucesores. El Evangelio especifica
que esta oración se produce en el momento de la crucifixión. Era,
probablemente, el momento de dolor más agudo, cuando a Jesús lo clavaron por
las muñecas y los pies”. “Aquí, en el vértice del dolor, consigue culminar el
amor: llega el perdón, es decir, la entrega a la enésima potencia que destroza
el círculo del mal. Jesús rezó por nosotros al Padre, para que del Padre venga
el perdón que nos libere el corazón, que nos cure por dentro”, concluyó el Papa
Francisco. Fuente: Aciprensa. Redacción.