2 de julio 2019. Rafael De Brigard, Pbro. Director oficina
de comunicaciones Arquidiócesis de Bogotá Que cada uno se pueda meter su por
rito en el parque mientras los niños corren detrás de un balón y las mamás
comparten las últimas noticias del barrio, es una muestra más de cómo la
filosofía y el derecho actuales, y también cierta antropología, han elevado al
individuo a la categoría de primera y última regla de vida.
El lema es: para el
individuo, cero límites; él lo es todo; sus derechos son prácticamente
infinitos; su responsabilidad ante la sociedad es la menor posible; la
autoridad debe inclinarse reverente ante sus pensamientos, palabras, acciones y
omisiones. Y la sociedad colombiana ha engendrado un Estado, una Constitución,
unas leyes, unos gobernantes y unos ciudadanos que tienen una propensión casi
que enfermiza a hacer valer lo que el individuo desea a costa de cualquier otro
valor o parecer.
Hemos llegado a
institucionalizar un individualismo radical. Y al mismo tiempo, a
desconocer en gran medida toda realidad comunitaria como el matrimonio, la
familia, la sociedad, el barrio. Estas comunidades han sido arrinconadas por
esta fuerza de hombres y mujeres que no ven más allá de sus narices y que quieren hacer todo lo que se les ocurra,
sin ninguna consideración por sus consecuencias. Incluso reclaman el derecho de
dañar sus propias vidas sin que nadie pueda oponerse a ello. Y la sociedad ha
adoptado una cómoda actitud de “respeto y tolerancia”, incluso frente a la
presencia de lo que destruye las personas. Claro que respeto y tolerancia
forzada, pues de lo contrario hay linchamiento y juicio.
Desde hace un tiempo se
ha propuesto una ética del cuidado y es la que me parece nos está haciendo
falta. Muchos individuos no quieren cuidar su vida y tampoco la de los que
están a su alrededor. Cuidar significa ofrecer todo lo que causa bien a la
persona y obstaculizar lo que la afecte y destruya. Y la tarea de cuidar tiene
que hacerse entre todos los miembros de una comunidad o una sociedad y desde
luego bajo la tutela de la autoridad. Pero, ¿una autoridad que comulga con el
consumo de sustancias sicoactivas no podría ser acusada de ser cómplice del
delito de destrucción de muchas vidas? ¿Y al facilitar esto en espacios
públicos, la autoridad no se muestra más bien propensa a extender el mal que
debería combatir? Si no queremos adictos
cerca de los más frágiles, tampoco queremos más autoridades que con palabras
elegantes estén favoreciendo la destrucción de personas y su dignidad.
¿Esto no es encubrimiento de un delito, aunque se le quiera llamar derecho?
La legislación y la
jurisprudencia en Colombia están encadenadas por ideologías, más que por
filosofías profundas y sabias. Están arrinconadas por “modas” intelectualoides
que están sacrificando a miles de personas y su dignidad. Trabajan para el aplauso de la galería. Pues han de saber que se
están llevando a muchos por delante y por lo visto ya tienen a los niños en la
mira. ¿Hasta cuándo los hemos de
soportar? Fuente: Conferencia Episcopal de Colombia.