31 de julio 2019. Por: P. Julio de la Vega-Hazas | Fuente:
es.Aleteia.org San Pablo expresó con contundencia que no todos están en
condiciones de recibir la Comunión: Examínese,
por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz,
porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación
(I Cor 11, 28-29). Estas palabras ponen de relieve la gravedad del asunto, pero
no proporcionan un criterio claro de cuándo uno es digno y cuándo no. Por eso, como
tantas otras, esta cuestión también fue sometida a debate.
Da la impresión, sin embargo, que los destinatarios de la
carta –los corintios- ya tenían alguna idea al respecto. Es pues importante ver
las fuentes conocidas de la vida de la Iglesia primitiva. A finales del siglo I
o principios del II se escribió la llamada Didache (o “Doctrina de los Doce
Apóstoles”), en la que se habla bastante de la Eucaristía. Tras señalar que el
sacramento es solo para los bautizados, añade la siguiente frase: Quien sea
santo, acceda; quien lo sea menos, haga penitencia. Aunque necesite una
ulterior precisión, sigue siendo un criterio válido, a la luz del cual se
entiende lo que está establecido.
Se podría objetar, y con razón, ¿pero quién puede decir que
es santo? Libre de todo pecado, nadie. Por eso el acercamiento a la Comunión debe
ser penitencial, para purificarnos cuanto podamos. Lo propio es recibir la comunión cuando ya hay una comunión del alma
con el Señor.
Ahora bien, hay diversas situaciones, como también hay
distintos tipos de pecados. El pecado
mortal rompe del todo esa comunión, y en este caso la penitencia requerida
pasa por la recepción del sacramento de la Penitencia como condición previa.
Por eso establece el Código de Derecho Canónico que quien tenga conciencia de hallarse en
pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir
antes a la confesión sacramental (c. 916) (las excepciones se refieren a
necesidades sin posibilidad de recibirlo, en cuyo caso debe haber un acto de
contrición perfecta y el propósito de confesarse cuanto antes: o sea, en todo
caso se recibe en gracia de Dios, aunque no haya más remedio que posponer la
confesión).
Una aclaración al respecto puede ser pertinente: no hay
penitencia verdadera ni confesión válida sin propósito de enmienda; es lógico,
en caso contrario sería una pantomima. Esto sirve para entender por qué no
pueden acceder a la Comunión personas que están y quieren seguir estando en una
situación habitual de pecado.
Queda el pecado venial. Nadie escapa de cometer alguno, y
pretender estar libre de todo pecado venial resulta presuntuoso. En la historia
de la Iglesia existió un puritanismo católico, llamado jansenismo (lo creó un
tal Cornelius Jansen), que en este sentido restringía mucho la comunión. Fue
rechazado por la Iglesia, pero dejó sentir su influencia, hasta que el Papa San
Pío X borró sus vestigios hace un siglo. Con razón: no va por ahí la penitencia
requerida.
En estos casos –cuando se está en gracia- la penitencia es
la interior, la cual se incluye en la liturgia. El pecado venial no impide la
Comunión –al contrario, es alimento interior que da fuerzas para combatirlo-,
pero, a la vez, para participar dignamente en los sagrados misterios…
comencemos por reconocer nuestros pecados. Palabras familiares para quien
asiste a Misa, que van seguidas por un acto de contrición de lo más completo.
Luego, la preparación inmediata nos recuerda que vamos a comulgar como
invitados y que no somos dignos de recibirle; en cierto modo, también son
palabras de contrición. Es interesante comprobar que, en la celebración de la
Comunión fuera de la Santa Misa, la liturgia es mucho más breve, pero incluye
estas dos partes penitenciales, las mismas.
En resumen. Para
comulgar, hay que estar en gracia de Dios. Aun estándolo, nunca somos
dignos del todo de recibir al Señor. Eso no es obstáculo para comulgar, pero la
dignidad del sacramento postula que procuremos hacernos lo más dignos posible.
Fuente: es catholic.net