30 de septiembre 2019. Carta apostólica en forma de «motu
proprio» del santo padre
Francisco “APERUIT ILLIS” con la que se instituye el domingo
de la palabra de Dios
1. «Les abrió el entendimiento para comprender las
Escrituras» (Lucas 24,45). Es uno de los últimos gestos realizados por el Señor
resucitado, antes de su Ascensión. Se les aparece a los discípulos mientras
están reunidos, parte el pan con ellos y abre sus mentes para comprender la
Sagrada Escritura. A aquellos hombres asustados y decepcionados les revela el
sentido del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre, Jesús tenía
que sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la conversión y el
perdón de los pecados (cf. Lucas 24,26.46-47); y promete el Espíritu Santo que
les dará la fuerza para ser testigos de este misterio de salvación (cf. Lucas
24,49).
La relación entre el Resucitado, la comunidad de creyentes y
la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad. Si el Señor
no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura,
pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los
acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen
indescifrables. San Jerónimo escribió con verdad: «La ignorancia de las
Escrituras es ignorancia de Cristo» (In Is., Prólogo: PL 24,17).
2. Tras la conclusión del Jubileo extraordinario de la
misericordia, pedí que se pensara en «un domingo completamente dedicado a la
Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese
diálogo constante de Dios con su pueblo» (Carta ap. Misericordia et misera, 7).
Dedicar concretamente un domingo del Año litúrgico a la Palabra de Dios nos permite,
sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre
también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por
todo el mundo esta riqueza inagotable. En este sentido, me vienen a la memoria
las enseñanzas de san Efrén: «¿Quién es capaz, Señor, de penetrar con su mente
una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo
que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy
diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El Señor
pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie
pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de
tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de
los puntos en que concentrar su reflexión» (Comentarios sobre el Diatésaron,
1,18).
Por tanto, con esta Carta tengo la intención de responder a
las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios, para que en
toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo de la
Palabra de Dios. Ahora se ha convertido en una práctica común vivir momentos en
los que la comunidad cristiana se centra en el gran valor que la Palabra de
Dios ocupa en su existencia cotidiana. En las diferentes Iglesias locales hay
una gran cantidad de iniciativas que hacen cada vez más accesible la Sagrada
Escritura a los creyentes, para que se sientan agradecidos por un don tan
grande, con el compromiso de vivirlo cada día y la responsabilidad de testimoniarlo
con coherencia.
El Concilio Ecuménico Vaticano II dio un gran impulso al
redescubrimiento de la Palabra de Dios con la Constitución dogmática Dei
Verbum. En aquellas páginas, que siempre merecen ser meditadas y vividas,
emerge claramente la naturaleza de la Sagrada Escritura, su transmisión de
generación en generación (cap. II), su inspiración divina (cap. III) que abarca
el Antiguo y el Nuevo Testamento (capítulos IV y V) y su importancia para la
vida de la Iglesia (cap. VI). Para aumentar esa enseñanza, Benedicto XVI
convocó en el año 2008 una Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema “La
Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”, publicando a continuación
la Exhortación apostólica Verbum Domini, que constituye una enseñanza fundamental
para nuestras comunidades[1]. En este Documento en particular se profundiza el
carácter performativo de la Palabra de Dios, especialmente cuando su carácter
específicamente sacramental emerge en la acción litúrgica[2].
Por tanto, es bueno que nunca falte en la vida de nuestro
pueblo esta relación decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se cansa
de dirigir a su Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el testimonio de
fe.
3. Así pues, establezco
que el III Domingo del Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración,
reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. Este Domingo de la Palabra
de Dios se colocará en un momento oportuno de ese periodo del año, en el que
estamos invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad
de los cristianos. No se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el
Domingo de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada
Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir
para llegar a una auténtica y sólida unidad.
Las comunidades encontrarán el modo de vivir este Domingo
como un día solemne. En cualquier caso, será
importante que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a
fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de
Dios. En este domingo, de manera especial, será útil destacar su
proclamación y adaptar la homilía para poner de relieve el servicio que se hace
a la Palabra del Señor. En este domingo, los obispos podrán celebrar el rito
del Lectorado o confiar un ministerio similar para recordar la importancia de
la proclamación de la Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte ningún esfuerzo
para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada a ser verdaderos
anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual para los
acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los párrocos
podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a toda la
asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la lectura,
la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una particular consideración a la lectio divina.
4. El regreso del pueblo de Israel a su patria, después del
exilio en Babilonia, estuvo marcado de manera significativa por la lectura del
libro de la Ley. La Biblia nos ofrece una descripción conmovedora de ese
momento en el libro de Nehemías. El pueblo estaba reunido en Jerusalén en la
plaza de la Puerta del Agua, escuchando la Ley. Aquel pueblo había sido
dispersado con la deportación, pero ahora se encuentra reunido alrededor de la
Sagrada Escritura como si fuera «un solo hombre» (Ne 8,1). Cuando se leía el
libro sagrado, el pueblo «escuchaba con atención» (Ne 8,3), sabiendo que podían
encontrar en aquellas palabras el significado de los acontecimientos vividos.
La reacción al anuncio de aquellas palabras fue la emoción y las lágrimas:
«[Los levitas] leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su
sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías,
el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a
toda la asamblea: “Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis
tristes ni lloréis” (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras
de la ley). […] “¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!”»
(Ne 8,8-10).
Estas palabras contienen una gran enseñanza. La Biblia no puede ser sólo patrimonio de
algunos, y mucho menos una colección de libros para unos pocos privilegiados.
Pertenece, en primer lugar, al pueblo convocado para escucharla y reconocerse
en esa Palabra. A menudo se dan tendencias que intentan monopolizar el texto
sagrado relegándolo a ciertos círculos o grupos escogidos. No puede ser así. La
Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión
y la división a la unidad. La Palabra de Dios une a los creyentes y los
convierte en un solo pueblo.
5. En esta unidad, generada con la escucha, los Pastores son
los primeros que tienen la gran responsabilidad de explicar y permitir que
todos entiendan la Sagrada Escritura. Puesto que es el libro del pueblo, los
que tienen la vocación de ser ministros de la Palabra deben sentir con fuerza
la necesidad de hacerla accesible a su comunidad.
La homilía, en particular, tiene una función muy peculiar,
porque posee «un carácter cuasi sacramental» (Exhort. ap. Evangelii gaudium,
142). Ayudar a profundizar en la Palabra
de Dios, con un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha, le permite al
sacerdote mostrar también la «belleza de las imágenes que el Señor utilizaba
para estimular a la práctica del bien» (ibíd.). Esta es una oportunidad
pastoral que hay que aprovechar.
De hecho, para muchos de nuestros fieles esta es la única
oportunidad que tienen para captar la belleza de la Palabra de Dios y verla
relacionada con su vida cotidiana. Por lo tanto, es necesario dedicar el tiempo apropiado para la preparación de la
homilía. No se puede improvisar el comentario de las lecturas sagradas. A
los predicadores se nos pide más bien el esfuerzo de no alargarnos
desmedidamente con homilías pedantes o temas extraños. Cuando uno se detiene a
meditar y rezar sobre el texto sagrado, entonces se puede hablar con el corazón
para alcanzar los corazones de las personas que escuchan, expresando lo
esencial con vistas a que se comprenda y dé fruto. Que nunca nos cansemos de dedicar tiempo y oración a la Sagrada
Escritura, para que sea acogida «no como palabra humana, sino, cual es en
verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2,13).
Es bueno que también los catequistas, por el ministerio que
realizan de ayudar a crecer en la fe, sientan la urgencia de renovarse a través
de la familiaridad y el estudio de la Sagrada Escritura, para favorecer un
verdadero diálogo entre quienes los escuchan y la Palabra de Dios.
6. Antes de reunirse con los discípulos, que estaban encerrados
en casa, y de abrirles el entendimiento para comprender las Escrituras (cf.
Lucas 24,44-45), el Resucitado se aparece a dos de ellos en el camino que lleva
de Jerusalén a Emaús (cf. Lucas 24,13-35). La narración del evangelista Lucas
indica que es el mismo día de la Resurrección, es decir el domingo. Aquellos
dos discípulos discuten sobre los últimos acontecimientos de la pasión y muerte
de Jesús. Su camino está marcado por la tristeza y la desilusión a causa del
trágico final de Jesús. Esperaban que Él fuera el Mesías libertador, y se
encuentran ante el escándalo del Crucificado. Con discreción, el mismo
Resucitado se acerca y camina con los discípulos, pero ellos no lo reconocen
(cf. v. 16). A lo largo del camino, el Señor los interroga, dándose cuenta de que
no han comprendido el sentido de su pasión y su muerte; los llama «necios y
torpes» (v. 25) y «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas,
les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (v. 27). Cristo es el primer exegeta. No sólo las
Escrituras antiguas anticiparon lo que Él iba a realizar, sino que Él mismo
quiso ser fiel a esa Palabra para evidenciar la única historia de salvación
que alcanza su plenitud en Cristo.
7. La Biblia, por tanto, en cuanto Sagrada Escritura, habla
de Cristo y lo anuncia como el que debe soportar los sufrimientos para entrar
en la gloria (cf. v. 26). No sólo una parte, sino toda la Escritura habla de
Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella. Por esto una de las
confesiones de fe más antiguas pone de relieve que Cristo «murió por nuestros
pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día,
según las Escrituras; y que se apareció a Cefas» (1 Corintios 15,3-5). Puesto
que las Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a creer que su muerte y
resurrección no pertenecen a la mitología, sino a la historia y se encuentran
en el centro de la fe de sus discípulos.
Es profundo el vínculo entre la Sagrada Escritura y la fe de
los creyentes. Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está centrada
en la palabra de Cristo (cf. Romanos 10,17), la invitación que surge es la
urgencia y la importancia que los creyentes tienen que dar a la escucha de la
Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la
reflexión personal.
8. El “viaje” del Resucitado con los discípulos de Emaús
concluye con la cena. El misterioso Viandante acepta la insistente petición que
le dirigen aquellos dos: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de
caída» (Lucas 24,29). Se sientan a la mesa, Jesús toma el pan, pronuncia la
bendición, lo parte y se lo ofrece a ellos. En ese momento sus ojos se abren y
lo reconocen (cf. v. 31).
Esta escena nos hace comprender el inseparable vínculo entre
la Sagrada Escritura y la Eucaristía. El Concilio Vaticano II nos enseña: «la
Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el
Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de
tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra
de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Const. dogm. Dei Verbum, 21).
El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la
celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas
que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la
historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos
habla y nos nutre. El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”,
sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener familiaridad
e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir
la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto necesitamos
entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el
corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por
innumerables formas de ceguera.
La Sagrada Escritura
y los Sacramentos no se pueden separar. Cuando los Sacramentos son
introducidos e iluminados por la Palabra, se manifiestan más claramente como la
meta de un camino en el que Cristo mismo abre la mente y el corazón al
reconocimiento de su acción salvadora. Es necesario, en este contexto, no
olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a
la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar
juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada
Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón,
entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros.
9. En la Segunda Carta a Timoteo, que constituye de algún
modo su testamento espiritual, san Pablo recomienda a su fiel colaborador que
lea constantemente la Sagrada Escritura. El Apóstol está convencido de que «toda Escritura es inspirada por Dios es
también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar» (3,16).
Esta recomendación de Pablo a Timoteo constituye una base sobre la que la
Constitución conciliar Dei Verbum trata el gran tema de la inspiración de la
Sagrada Escritura, un fundamento del que emergen en particular la finalidad
salvífica, la dimensión espiritual y el principio de la encarnación de la
Sagrada Escritura.
Al evocar sobre todo la recomendación de Pablo a Timoteo, la
Dei Verbum subraya que «los libros de la
Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios
quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (n. 11).
Puesto que las mismas instruyen en vista a la salvación por la fe en Cristo
(cf. 2 Tm 3,15), las verdades contenidas en ellas sirven para nuestra
salvación. La Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas,
sino que está totalmente dirigida a la salvación integral de la persona. El
innegable fundamento histórico de los libros contenidos en el texto sagrado no
debe hacernos olvidar esta finalidad primordial: nuestra salvación. Todo está
dirigido a esta finalidad inscrita en la naturaleza misma de la Biblia, que
está compuesta como historia de salvación en la que Dios habla y actúa para ir
al encuentro de todos los hombres y salvarlos del mal y de la muerte.
Para alcanzar esa finalidad salvífica, la Sagrada Escritura
bajo la acción del Espíritu Santo transforma en Palabra de Dios la palabra de
los hombres escrita de manera humana (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 12). El papel del Espíritu Santo en la Sagrada
Escritura es fundamental. Sin su acción, el riesgo de permanecer encerrados
en el mero texto escrito estaría siempre presente, facilitando una
interpretación fundamentalista, de la que es necesario alejarse para no
traicionar el carácter inspirado, dinámico y espiritual que el texto sagrado
posee. Como recuerda el Apóstol: «La
letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Corintios 3,6). El
Espíritu Santo, por tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de
Dios, vivida y transmitida en la fe de su pueblo santo.
10. La acción del Espíritu Santo no se refiere sólo a la
formación de la Sagrada Escritura, sino que actúa también en aquellos que se
ponen a la escucha de la Palabra de Dios. Es importante la afirmación de los
Padres conciliares, según la cual la
Sagrada Escritura «se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que
fue escrita» (Constitución dogmática. Dei Verbum, 12). Con Jesucristo la
revelación de Dios alcanza su culminación y su plenitud; aun así, el Espíritu
Santo continúa su acción. De hecho, sería reductivo limitar la acción del
Espíritu Santo sólo a la naturaleza divinamente inspirada de la Sagrada
Escritura y a sus distintos autores. Por tanto, es necesario tener fe en la
acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar forma de inspiración
cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el Magisterio la
interpreta auténticamente (cf. ibíd., 10) y cuando cada creyente hace de ella
su propia norma espiritual. En este sentido podemos comprender las palabras de
Jesús cuando, a los discípulos que le confirman haber entendido el significado
de sus parábolas, les dice: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo
del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro
lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).
11. La Dei Verbum afirma, además, que «la Palabra de Dios,
expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la
Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo
semejante a los hombres» (n. 13). Es
como decir que la Encarnación del Verbo de Dios da forma y sentido a la
relación entre la Palabra de Dios y el lenguaje humano, con sus condiciones
históricas y culturales. En este acontecimiento toma forma la Tradición,
que también es Palabra de Dios (cf. ibíd., 9). A menudo se corre el riesgo de
separar la Sagrada Escritura de la Tradición, sin comprender que juntas forman
la única fuente de la Revelación. El
carácter escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra
viva; así como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite
constantemente de generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el
libro sagrado como «regla suprema de la fe» (ibíd., 21). Por otra parte, antes
de convertirse en texto escrito, la Sagrada Escritura se transmitió oralmente y
se mantuvo viva por la fe de un pueblo que la reconocía como su historia y su
principio de identidad en medio de muchos otros pueblos. Por consiguiente, la
fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un libro.
12. Cuando la Sagrada
Escritura se lee con el mismo Espíritu que fue escrita, permanece siempre nueva.
El Antiguo Testamento no es nunca viejo en cuanto que es parte del Nuevo,
porque todo es transformado por el único Espíritu que lo inspira. Todo el texto
sagrado tiene una función profética: no se refiere al futuro, sino al presente
de aquellos que se nutren de esta Palabra. Jesús mismo lo afirma claramente al
comienzo de su ministerio: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de
oír» (Lucas 4,21). Quien se alimenta de la Palabra de Dios todos los días se
convierte, como Jesús, en contemporáneo de las personas que encuentra; no tiene
tentación de caer en nostalgias estériles por el pasado, ni en utopías
desencarnadas hacia el futuro.
La Sagrada Escritura realiza su acción profética sobre todo
en quien la escucha. Causa dulzura y amargura. Vienen a la mente las palabras
del profeta Ezequiel cuando, invitado por el Señor a comerse el libro,
manifiesta: «Me supo en la boca dulce como la miel» (3,3). También el
evangelista Juan en la isla de Patmos evoca la misma experiencia de Ezequiel de
comer el libro, pero agrega algo más específico: «En mi boca sabía dulce como
la miel, pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor» (Apocalipsis
10,10).
La dulzura de la Palabra de Dios nos impulsa a compartirla
con quienes encontramos en nuestra vida para manifestar la certeza de la
esperanza que contiene (cf. 1 Pedro 3,15-16). Por su parte, la amargura se
percibe frecuentemente cuando comprobamos cuán difícil es para nosotros vivirla
de manera coherente, o cuando experimentamos su rechazo porque no se considera
válida para dar sentido a la vida. Por tanto, es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse
de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con
nuestros hermanos.
13. Otra interpelación que procede de la Sagrada Escritura
se refiere a la caridad. La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor
misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad. La vida
de Jesús es la expresión plena y perfecta de este amor divino que no se queda
con nada para sí mismo, sino que se ofrece a todos incondicionalmente. En la
parábola del pobre Lázaro encontramos una indicación valiosa. Cuando Lázaro y
el rico mueren, este último, al ver al pobre en el seno de Abrahán, pide ser
enviado a sus hermanos para aconsejarles que vivan el amor al prójimo, para
evitar que ellos también sufran sus propios tormentos. La respuesta de Abrahán
es aguda: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» (Lucas 16,29).
Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran
desafío para nuestras vidas. La Palabra
de Dios es capaz de abrir nuestros ojos para permitirnos salir del
individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad, a la vez que nos
manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad.
14. Uno de los episodios más significativos de la relación
entre Jesús y los discípulos es el relato de la Transfiguración. Jesús sube a
la montaña para rezar con Pedro, Santiago y Juan. Los evangelistas recuerdan
que, mientras el rostro y la ropa de Jesús resplandecían, dos hombres
conversaban con Él: Moisés y Elías, que encarnan la Ley y los Profetas, es
decir, la Sagrada Escritura. La reacción de Pedro ante esa visión está llena de
un asombro gozoso: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). En aquel
momento una nube los cubrió con su sombra y los discípulos se llenaron de
temor.
La Transfiguración hace referencia a la fiesta de las
Tiendas, cuando Esdras y Nehemías leían el texto sagrado al pueblo, después de
su regreso del exilio. Al mismo tiempo, anticipa la gloria de Jesús en
preparación para el escándalo de la pasión, gloria divina que es aludida por la
nube que envuelve a los discípulos, símbolo de la presencia del Señor. Esta
Transfiguración es similar a la de la Sagrada Escritura, que se trasciende a sí
misma cuando alimenta la vida de los creyentes. Como recuerda la Verbum Domini:
«Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos
es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso
automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra» (n. 38).
15. En el camino de escucha de la Palabra de Dios, nos
acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en el
cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lucas 1,45). La
bienaventuranza de María precede a todas las bienaventuranzas pronunciadas por
Jesús para los pobres, los afligidos, los mansos, los pacificadores y los
perseguidos, porque es la condición necesaria para cualquier otra
bienaventuranza. Ningún pobre es
bienaventurado porque es pobre; lo será si, como María, cree en el cumplimiento
de la Palabra de Dios. Lo recuerda un gran discípulo y maestro de la
Sagrada Escritura, san Agustín: «Entre la multitud ciertas personas dijeron
admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”; y Él: “Más bien, felices quienes
oyen y custodian la Palabra de Dios”. Esto equivale a decir: también mi madre,
a quien habéis calificado de feliz, es feliz precisamente porque custodia la
Palabra de Dios; no porque en ella la Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros, sino porque custodia la Palabra misma de Dios mediante la que ha sido
hecha y que en ella se hizo carne» (Tratados sobre el evangelio de Juan, 10,3).
Que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en el
pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura,
como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra «está
muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas» (Deuteronomio
30,14). Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 30 de septiembre de 2019. Memoria
litúrgica de San Jerónimo en el inicio del 1600 aniversario de la muerte. Fuente:
Vatican. Va.