6 de septiembre 2019. “Trata a los demás con la misericordia
que quieres ser tratado. Homilía del Papa Francisco en el Estado Zimpeto, en
Maputo, Mozambique. Queridos hermanos y hermanas. Hemos escuchado en el
evangelio de Lucas un pasaje del sermón de la llanura. Después de elegir a sus
discípulos y haber proclamado las bienaventuranzas, Jesús dice: «a vosotros los
que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos» (Lucas 6,27). Una palabra dirigida
también a nosotros hoy que lo escuchamos en este estadio.
Y lo dice con claridad, sencillez y firmeza señalando un
sendero, un camino estrecho que necesita de algunas virtudes. Porque Jesús no es un idealista que desconoce la
realidad, él está hablando del enemigo concreto, del enemigo real; el que
ha descripto en la bienaventuranza anterior (6,22): de aquel que nos odia,
excluye, insulta y proscribe como infame.
Muchos de vosotros todavía podéis contar en primera persona
historias de violencia, odio y desencuentros; algunos en carne propia, otros de
alguien conocido que ya no está, otros incluso por el miedo de que heridas del
pasado se repitan e intenten borrar el camino recorrido de paz, como en Cabo
Delgado.
Jesús no nos invita a
un amor abstracto, etéreo o teórico, redactado en escritorios y para
discursos. El camino que nos propone es el que Él recorrió primero, el que lo
hizo amar a los que lo traicionaron y juzgaron injustamente, a los que lo
mataron.
Es difícil hablar de reconciliación cuando las heridas
causadas en tantos años de desencuentro están todavía frescas o invitar a dar
ese paso de perdón que no significa ignorar el dolor o pedir que se pierda la
memoria o los ideales (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 100). Aun así, Jesucristo invita a amar y a hacer el bien;
que es mucho más que ignorar al que nos hizo daño o hacer el esfuerzo para
que no se crucen nuestras vidas: es un mandato a una benevolencia activa,
desinteresada y extraordinaria con respecto a quienes nos hirieron.
Pero no se queda allí, también nos pide que los bendigamos y
oremos por ellos; es decir, que nuestro decir sobre ellos sea un bien-decir,
generador de vida y no de muerte, que pronunciemos sus nombres no para el
insulto o la venganza sino para inaugurar un nuevo vínculo para la paz. La vara que el Maestro nos propone es alta.
Con esta invitación, Jesús quiere clausurar para siempre la
práctica tan corriente —de ayer y de hoy— de ser cristianos y vivir bajo la ley del talión. No se puede pensar
el futuro, construir una nación, una sociedad sustentada en la “equidad” de la
violencia. No puedo seguir a Jesús si el orden que promuevo y vivo es el “ojo por ojo, diente por diente”.
Ninguna familia, ningún grupo de vecinos o una etnia, menos
un país, tiene futuro si el motor que los une, convoca y tapa las diferencias
es la venganza y el odio. No podemos
ponernos de acuerdo y unirnos para vengarnos, para hacerle al que fue violento
lo mismo que él nos hizo, para planificar ocasiones de desquite bajo
formatos aparentemente legales. «Las armas y la represión violenta, más que
aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos» (ibíd., 60).
La “equidad” de la violencia siempre es un espiral sin
salida y su costo es muy alto. Otro camino es posible porque es crucial no
olvidar que nuestros pueblos tienen derecho a la paz. Vosotros tenéis derecho a
la paz. Para hacer más concreta su invitación y aplicable al día a día, Jesús
propone una primera regla de oro al alcance de todos —«como queráis que la gente se porte con vosotros, de igual manera
portaos con ella» (Lucas 6,31)— y nos ayuda a descubrir qué es lo más
importante de ese trato mutuo: amarnos, ayudarnos y prestar sin esperar nada a
cambio.
“Amarnos”, nos dice Jesús; y Pablo lo traduce como
“revestirnos de compasión entrañable y de bondad” (cf. Col 3,12). El mundo
desconocía —y sigue sin conocer— la virtud de la misericordia, de la compasión,
al matar o abandonar a su suerte a discapacitados y ancianos, eliminar heridos
y enfermos, o gozar con los sufrimientos de los animales. Tampoco practicaba la
bondad, la amabilidad, que nos mueve a que el bien del prójimo sea tan querido
como el propio.
Superar los tiempos de división y violencia supone no sólo
un acto de reconciliación o la paz entendida como ausencia de conflicto, sino
el compromiso cotidiano de cada uno de nosotros de tener una mirada atenta y
activa que nos lleve a tratar a los
demás con esa misericordia y bondad con la que queremos ser tratados;
misericordia y bondad especialmente hacia aquellos que, por su condición, son
rápidamente rechazados y excluidos.
Se trata de una actitud de fuertes y no de débiles, una
actitud de hombres y mujeres que descubren que no es necesario maltratar, denigrar o aplastar para sentirse
importantes, sino al contrario. Y esta actitud es la fuerza profética que
Jesucristo mismo nos enseñó al querer identificarse con ellos (cf. Mateo
25,35-45) y mostrarnos que el servicio es el camino.
Mozambique es un territorio lleno de riquezas naturales y
culturales, pero paradójicamente con una enorme cantidad de su población bajo
la línea de pobreza. Y a veces pareciera que quienes se acercan bajo el
supuesto deseo de ayudar, tienen otros intereses. Y es triste cuando esto se
constata entre hermanos de la misma tierra que se dejan corromper; es muy
peligroso aceptar que este sea el precio que tenemos que pagar ante la ayuda
extranjera.
«No será así entre vosotros» (Mateo 20,26; cf. vv. 26-28).
Con sus palabras, Jesús nos impulsa a ser protagonistas de otro trato: el de su
Reino. Aquí y ahora, semillas de alegría y esperanza, paz y reconciliación. Lo
que el Espíritu viene a impulsar no es un activismo desbordante, sino, ante
todo, una atención puesta en el otro, a reconocerlo y valorarlo como hermano
hasta sentir su vida y su dolor como nuestra vida y nuestro dolor. Este es el
mejor termómetro para descubrir todas las ideologías de cualquier tipo que
intentan manipular a los pobres y a las situaciones de injusticia para el
servicio de intereses políticos o personales (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 199). Sólo así seremos, allí
donde nos encontremos, semillas e instrumentos de paz y reconciliación.
Queremos que reine la paz en nuestros corazones y en el
palpitar de nuestro pueblo. Queremos un futuro de paz. Queremos «que la paz de
Cristo reine en vuestros corazones» (Colosenses 3,15), como bien lo decía la
carta de san Pablo. Él utiliza un verbo que viene del campo de los deportes; es
la palabra que se refiere al árbitro que decide las cosas discutibles: “que la paz de Cristo sea el árbitro en
vuestros corazones”.
Si la paz de Cristo es el árbitro en nuestros corazones,
entonces, cuando los sentimientos estén en conflicto y nos sintamos impulsados
ante dos sentidos opuestos, “juguémonos” por Cristo. La decisión de Cristo nos
mantendrá en el camino del amor, en la senda de la misericordia, en la opción
por los más pobres, en la preservación de la naturaleza.
En el camino de la paz. Si Jesús es el árbitro entre las
emociones conflictivas de nuestro corazón, entre las decisiones complejas de
nuestro país, entonces Mozambique tiene un futuro de esperanza garantizado;
entonces nuestro país cantará a Dios, dando gracias de corazón, con salmos,
himnos y cantos inspirados (cf. Colosenses 3,16). Fuente: Aciprensa.