4 de septiembre 2019. «El ángel de los pobres. Entre otros
galardones por su labor humanitaria, en 1979 obtuvo el Nobel de la Paz.
Fallecida con fama de santidad en 1997, fue beatificada en 2003 por Juan Pablo
II y canonizada por Francisco en 2016»
Pocos dudan de que la vida de Teresa es conmovedora y
fascinante, aunque determinadas críticas mordaces atenten contra su nombre y
quehacer. A través de ella ha irradiado la misericordia de Dios en los
deprimidos rincones de Calcuta con una fuerza tal que se siente la tentación de
considerarla irrepetible. Y ciertamente cada ser humano lo es ante el Padre.
Pero esta mujer, de la que hoy se hace eco este santoral de ZENIT, acogió la
gracia con tanto brío que multiplicó con creces los numerosos talentos que recibió,
sembrándolos en el tembloroso corazón de esos hermanos y hermanas que jamás
conocieron otro consuelo que el que ella les dio. Digan lo que digan sus
detractores cuesta dudar de la presencia de Dios y de su infinita bondad cuando
se examina el testimonio de Agnes Gonxha Bojaxhiu. El sello de los justos es
fácil de reconocer porque tras de sí dejan una huella inextinguible, como la
suya.
«Soy un lápiz en
manos de Dios», le gustaba decir. Era albanesa. Había nacido en Skopje, hoy
Macedonia, el 26 de agosto de 1910. En 1950 adquirió la ciudadanía india. Fue
la benjamina de la familia. Influenciada por la honda fe materna, poco antes de
cumplir los 12 años, y cuatro después de morir su padre, ya barajó la
posibilidad de hacerse misionera. Participaba activamente en la parroquia del
Sagrado Corazón. Un día, hallándose ante la imagen de la Virgen de Letnice,
sintió que debía consagrarse a Dios. A la espera de tener edad para entrar en
una Orden, se afilió a las Hijas de María, donde nació su vocación por los
desfavorecidos. A los 18 años ingresó en el Instituto de la Bienaventurada
Virgen María (hermanas de Loreto) sito en una localidad irlandesa. Y queriendo
emular a la santa de Lisieux, tomó el nombre de Teresa. Pocos meses más tarde
se trasladó a la India. Llegó a Calcuta el 6 de enero de 1929. En 1931 comenzó
a ejercer la docencia en la escuela femenina St. Mary, regida por la comunidad.
En 1944 fue designada directora de la misma, y como tal ejerció hasta 1948.
Cesó al ser autorizada para dedicarse por entero a la atención de los «más
pobres de entre los pobres». Poseía todas las cualidades para ello: audacia, abnegación, espíritu de
sacrificio, compasión, osadía, temple, misericordia, fortaleza, fidelidad,
dotes organizativas, una fe insondable, etc. Y todo lo que hacía estaba
impregnado de alegría.
Pero antes, como era una mujer de profunda oración, en ella
fue vislumbrando la nueva vía que debía seguir. La denominó «llamada dentro de
la llamada». Sucedió el 10 de septiembre de 1946 cuando iba de camino a
Darjeeling para realizar el retiro anual y marcó el inicio de una travesía
irreversible en la que su anhelo de amar a Cristo y a los demás llenó su vida
por completo. En medio de una serie de locuciones y visiones se fue
incrementando su sed por hallar «víctimas de amor» para Cristo. En una de ellas
sintió que Él le decía: «Ven y sé mi luz. No puedo ir solo». Y fue dirigida por
Cristo hacia el colectivo más desfavorecido de la tierra, para lo cual, según
Él mismo le indicó, debía fundar una Congregación. Pasó dos años de pruebas y
dificultades hasta que en agosto de 1948, obtenido el permiso correspondiente y
vestida con su inmaculado sari de algodón, se dispuso a paliar todo el
sufrimiento humano que le fuese posible sin ahorrar ningún esfuerzo, ni escatimar
sacrificios.
Tras una brevísima estancia con las Hermanas Médicas
Misioneras de Patna, especializándose para su misión, y con las Hermanitas de
los Pobres, en diciembre de ese mismo año comenzó su labor. Recibía la
Eucaristía, y salía rosario en mano a buscar a los enfermos y moribundos, «los
no deseados, los no amados, aquellos de los que nadie se ocupaba»; tanto daban
hombres, mujeres, niños o ancianos, y lo mismo sucedía con el tipo de
enfermedades que padeciesen. Ni repugnancia, ni temor a contagios, ninguna
selección, la Madre Teresa no tenía otro
horizonte que cubrir con su ternura al sufriente. Atendía, lavaba y curaba
con delicadeza y misericordia a todos ellos en las calles donde se encontraban
y también en sus casas. Vio la simbiosis entre amor y oración: «Dios nos ha
creado para amar y para ser amados, y este es el comienzo de la oración, saber
que Él me ama, que yo he sido creado para obras mayores», y que la santidad no
es un lujo selectivo sino un deber de todos.
Pronto se fueron uniendo a la labor algunas de sus antiguas
alumnas y surgió la congregación de las Misioneras de la Caridad, fundada en
octubre de 1950 y aprobada por Pablo VI en 1965. Después nacieron los Hermanos
Misioneros de la Caridad, los Misioneros de la Caridad Contemplativos y los
Padres Misioneros de la Caridad. Creó también los colaboradores de Madre
Teresa, y los colaboradores Enfermos y Sufrientes. Además, inició el Movimiento
Sacerdotal Corpus Christi. Luchó contra el aborto –«el niño es un regalo de
Dios para la familia», decía–, y la eutanasia. Abrió centros en distintos
puntos del mundo para la atención de leprosos, ciegos, ancianos, enfermos de
SIDA, así como orfanatos para niños pobres y abandonados. Consideraba que «las
obras de amor son siempre obras de paz».
Espiritualmente vivió
una prolongada «noche oscura» hasta el fin de sus días, que acrecentó su sed de
amor divino. «El amor, para que sea auténtico, debe costarnos […]. Nuestros sufrimientos son caricias
bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a Él, y para hacernos
reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es
Dios quien tiene el control, y podemos confiar plenamente en Él». Por su
heroica labor fue galardonada con premios significativos como el Nobel de la Paz
que obtuvo en 1979. En 1986 Juan Pablo II la visitó en Calcuta, en la conocida
«Casa del moribundo». El 5 de septiembre de 1997, con el gozo de haber dejado
nombrada una nueva superiora general, y su fundación extendida por diversos
países, murió. El gobierno le dispensó un funeral de Estado, y de forma
inmediata fue aclamada con fama de santidad en todo el mundo. Juan Pablo II la
beatificó el 19 de octubre de 2003. Fue
canonizada el 4 de septiembre de 2016 por el Papa Francisco. Fuente: Zenit.
Org. Isabel Orellana Wilches. Testimonios de la Fe.