5 de septiembre 2019. Discurso del Papa Francisco a Obispos, religiosos, catequistas en Mozambique. "La identidad de la Iglesia es Evangelizar. Queridos hermanos obispos, Queridos
sacerdotes, religiosas, religiosos y seminaristas, Queridos catequistas y
animadores de comunidades cristianas, Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas
tardes! Agradezco el saludo de bienvenida de Mons. Hilário en nombre de todos
vosotros. Con afecto y gran reconocimiento, os saludo a todos. Sé que habéis
hecho un gran esfuerzo para estar aquí. Juntos, queremos renovar la respuesta
al llamado que una vez hizo arder nuestros corazones y que la Santa Madre
Iglesia nos ayudó a discernir y confirmar con la misión.
Gracias por vuestros testimonios, que hablan de las horas
difíciles y los desafíos serios que vivís, reconociendo límites y debilidades;
pero también admirándoos de la misericordia de Dios. Me alegró escuchar de la
boca de una catequista decir: “Somos una
Iglesia insertada en un pueblo heroico”,
que sabe de sufrimientos, pero
mantiene viva la esperanza. Con ese sano orgullo por vuestro pueblo, que invita
a renovar la fe y la esperanza, queremos renovar nuestro “sí”. ¡Qué feliz es la
Santa Madre Iglesia al escucharos manifestar el amor del Señor y la misión que
os ha dado! ¡Qué contenta está de ver vuestro deseo de volver siempre al «amor
primero» (Ap 2,4)!
Pido al Espíritu Santo que os dé siempre la lucidez de
llamar a la realidad con su nombre, la valentía de pedir perdón y la capacidad
de aprender a escuchar lo que Él quiere decirnos.
Queridos hermanos y hermanas, nos guste o no, estamos
llamados a enfrentar la realidad tal como es. Los tiempos cambian y debemos
reconocer que a menudo no sabemos cómo insertarnos en los nuevos escenarios;
podemos soñar con las “cebollas de Egipto” (cf. Números 11,5), olvidando que la
Tierra Prometida está adelante y no atrás, y en ese lamento por los tiempos
pasados, nos vamos petrificando. Nos vamos, momificando. No es buena cosa un Obispo, un sacerdote, incluso un catequista,
momificado. No, no es bueno. En lugar de profesar una Buena Nueva, lo que
anunciamos es algo gris que no atrae ni enciende el corazón de nadie. Esa es la
tentación.
Nos encontramos en esta catedral, dedicada a la Inmaculada
Concepción de la Virgen María, para compartir como familia lo que nos pasa.
Como familia que nació en ese “sí” que María le dijo al ángel. Ella, ni por un
momento miró hacia atrás. Es el evangelista Lucas quien nos narra estos
acontecimientos del inicio del misterio de la Encarnación. Quizás en su modo de
hacerlo encontremos respuestas a las preguntas que hoy habéis hecho. Un Obispo,
un sacerdote, la hermana catequista… ¡Los seminaristas no habéis hecho! Quizás
podamos descubrir también el estímulo necesario para responder con la misma
generosidad y premura de María.
San Lucas va presentando en paralelo los acontecimientos
vinculados a san Juan Bautista y a Jesucristo; quiere que en el contraste
descubramos aquello que se va apagando del modo de ser de Dios y de vincularse
con Él en el Antiguo Testamento, y el nuevo modo que nos trae el Hijo de Dios
hecho hombre. De un modo en el Antiguo Testamento, se va abajando, y de un
nuevo modo que trae Jesús.
Es evidente que en ambas anunciaciones, en la de San Juan
Bautista y en la de Jesús, hay un ángel. Pero, en una, la aparición se da en
Judea, en la ciudad más importante: Jerusalén; y no en cualquier lugar, sino en
el templo y, dentro de él, en el Santo de los Santos; el ángel se dirige a un
varón, y sacerdote. Por el contrario, el anuncio de la Encarnación es en
Galilea, la más alejada y conflictiva de las regiones, en una pequeña aldea,
Nazaret, en una casa y no en una sinagoga o lugar religioso, y se hace a una
laica, y mujer. ¿Qué ha cambiado? Todo. ¡Cambió todo! Y, en ese cambio, está nuestra
identidad más profunda. Vosotros preguntabais qué hacer con la crisis de
identidad sacerdotal, cómo luchar contra ella. A propósito, lo que voy a decir
relativo a los sacerdotes es algo que todos —obispos, catequistas, consagrados,
seminaristas— estamos llamados a cultivar y desarrollar.
Frente a la crisis de identidad sacerdotal, quizás tenemos
que salir de los lugares importantes, solemnes; tenemos que volver a los lugares donde fuimos llamados, donde era
evidente que la iniciativa y el poder eran de Dios. Ninguno de nosotros fue
llamado a un lugar importante. Ninguno.
A veces sin querer, sin culpa moral, nos habituamos a
identificar nuestro quehacer cotidiano como sacerdotes con ciertos ritos, con
reuniones y coloquios donde el lugar que ocupamos en la reunión, en la mesa o
en el aula es de jerarquía; nos parecemos más a Zacarías que a María. «Creo que no exageramos si decimos que el
sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don
que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los
hombres.
El sacerdote es el
más pobre de los hombres –sí, el sacerdote es el más pobre de los hombres–
si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo
llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente
como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo
fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus
propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del
Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad
mi pequeñez (cf. Lucas 1,48)» (Homilía en la Misa Crismal, 17 de abril de
2014).
Volver a Nazaret
puede ser el camino para afrontar la crisis de identidad. Jesús llama,
después de la resurrección, a regresar a Galilea para encontrarlos. Volver a
Nazareth, a la primera llamada. Volver a Galilea para resolver la crisis de
identidad. Volver a Nazaret para renovarnos como pastores-discípulos-misioneros.
Vosotros mismos expresabais cierta exageración en la preocupación por generar
recursos para el bienestar personal, por “caminos tortuosos” que muchas veces
terminan privilegiando actividades con una retribución garantizada y generan
resistencias a entregar la vida en el pastoreo cotidiano.
La imagen de esta sencilla doncella en su casa, en contraste
con toda la estructura del templo y de Jerusalén, puede ser el espejo donde
miremos nuestras complicaciones y afanes, que oscurecen y dilatan la
generosidad de nuestro “sí”.
Las dudas y la necesidad de explicaciones de Zacarías
desentonan con el “sí” de María que sólo requiere saber cómo se va a dar todo
lo que le suceda. Zacarías no puede superar el afán de controlarlo todo, no
puede salir de la lógica de ser y sentirse el responsable y autor de lo que
suceda. María no duda, no se mira a sí misma: se entrega, confía. Es agotador
vivir el vínculo con Dios como Zacarías, como un doctor de la ley: siempre
cumpliendo, siempre creyendo que la paga es proporcional al esfuerzo que haga,
que es mérito mío si Dios me bendice, que la Iglesia tiene el deber de
reconocer mis virtudes y esfuerzos.
No podemos correr
tras aquello que redunde en beneficios personales; nuestros cansancios
deben estar más vinculados a «nuestra capacidad de compasión (¿tengo capacidad
de compasión?), son tareas en las que nuestro corazón es “movido” y conmovido.
Hermanos y hermanas: la Iglesia pide capacidad de compasión. Nos alegramos con
los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a
los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos
con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con los que
entierran a un ser querido» (Homilía Misa en la Misa Crismal, 2 abril 2015). Entregamos
minutos y días en pos de esa madre con SIDA, ese pequeño que quedó huérfano,
esa abuela a cargo de tantos nietos o ese joven que ha venido a la ciudad y está
desesperado porque no encuentra trabajo. «Tantas emociones... Si tenemos el
corazón abierto, esta emoción y tanto afecto fatigan el corazón del Pastor.
Para nosotros, sacerdotes, las historias de nuestra gente no
son un noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que
les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con
ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, se conmueve y
hasta parece comido por la gente: “Tomad, comed”. Esa es la palabra que musita
constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel:
“Tomad y comed, tomad y bebed...”.
Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el
servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios... que siempre, siempre cansa»
(ibíd.). Hermanos y hermanas: la
proximidad cansa. Siempre cansa. La proximidad al santo pueblo de Dios. La
proximidad cansa. Es bello encontrar sacerdotes, una hermana, un catequista que
se cansa con la proximidad.
Renovar el llamado muchas veces pasa por revisar si nuestros
cansancios y afanes tienen que ver con cierta “mundanidad espiritual”, «por la
fascinación de mil propuestas de consumo que no nos podemos quitar de encima
para caminar, libres, por los senderos que nos llevan al amor de nuestros
hermanos, a los rebaños del Señor, a las ovejitas que esperan la voz de sus
pastores» (Homilía en la Misa Crismal, 24 marzo 2016); renovar el llamado pasa
por elegir, decir sí y cansarnos por aquello que es fecundo a los ojos de Dios,
que hace presente, encarna, a su Hijo Jesús. Que en este sano cansancio
encontremos la fuente de nuestra identidad y felicidad. La proximidad cansa.
Este cansancio es la santidad.
Que nuestros jóvenes descubran eso en nosotros, que nos
dejamos “tomar y comer”, y que sea eso lo que los lleva a preguntarse por el
seguimiento de Jesús, que deslumbrados por la alegría de una entrega cotidiana
no impuesta sino madurada y elegida en el silencio y la oración, ellos quieran
dar su “sí”.
Tú, que te lo preguntas o ya estás en camino de una
consagración definitiva, has descubierto «que la ansiedad y la velocidad de
tantos estímulos que nos bombardean hacen que no quede lugar para ese silencio
interior donde se percibe la mirada de Jesús y se escucha su llamado. Mientras
tanto, te llegarán muchas propuestas maquilladas, que parecen bellas e
intensas, aunque con el tiempo solamente te dejarán vacío, cansado y solo.
No dejes que eso te ocurra, porque el torbellino de este
mundo te lleva a una carrera sin sentido, sin orientación, sin objetivos
claros, y así se malograrán muchos de tus esfuerzos. Más bien busca esos
espacios de calma y de silencio que te permitan reflexionar, orar, mirar mejor
el mundo que te rodea, y entonces sí, con Jesús, podrás reconocer cuál es tu
vocación en esta tierra» (Exhort. ap. Christus vivit, 277).
Este juego de contrastes que plantea el evangelista Lucas,
culmina en el encuentro de las dos mujeres: Isabel y María. La Virgen visita a
su prima mayor y todo es fiesta, baile y alabanza. Hay una parte de Israel que
ha entendido el cambio profundo, vertiginoso del proyecto de Dios: por eso
acepta ser visitada, por eso el niño salta en el vientre. En una sociedad
patriarcal, por un instante, el mundo de los hombres se retira, enmudece como
Zacarías.
Hoy también nos ha hablado una catequista, una mujer mozambiqueña
que nos ha recordado que nada les hará perder su entusiasmo por evangelizar,
por cumplir con su compromiso bautismal. Vuestra
vocación es evangelizar. La vocación de la Iglesia es evangelizar. La identidad
de la Iglesia es evangelizar. No hacer proselitismo. El proselitismo no es
evangelización. El proselitismo no es cristiano. Nuestra vocación es
evangelizar. La identidad de la Iglesia es evangelizar. En ella están todos los
que salen al encuentro de sus hermanos: los que visitan como María, los que al
dejarse visitar aceptan gustosos que el otro los transforme al regalarle su
cultura, sus modos de vivir la fe y de expresarla.
La inquietud que expresas nos devela que la inculturación
siempre será un desafío, como este “viaje” entre estas dos mujeres que quedarán
mutuamente transformadas por el encuentro, el diálogo y el servicio. «Las
Iglesias particulares deben fomentar activamente formas, al menos incipientes,
de inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que la predicación
del Evangelio, expresada con categorías propias de la cultura donde es
anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos
son siempre lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las
dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser
creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y,
en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra
cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la
Iglesia» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 129).
La “distancia” entre Nazaret y Jerusalén se acorta, se hace
inexistente por ese “sí” de María. Porque las distancias, los regionalismos y
particularismos, el estar constantemente construyendo muros atentan contra la
dinámica de la encarnación, que ha derribado el muro que nos separaba (cf. Efesios
2,14). Vosotros que habéis sido testigos —al menos los mayores— de divisiones y
rencores que terminaron en guerras, tenéis que estar siempre dispuestos a
“visitaros”, a acortar las distancias. La Iglesia de Mozambique está invitada a
ser la Iglesia de la Visitación.
No puede ser parte del problema de las competencias,
menosprecios y divisiones de unos con otros, sino puerta de solución, espacio
donde sea posible el respeto, el intercambio y el diálogo. La pregunta
formulada sobre qué hacer ante un matrimonio interreligioso nos desafía en esta
tendencia asentada que tenemos a la fragmentación, a separar en vez de unir.
Como también lo es el vínculo entre nacionalidades, entre razas, entre los del
norte y los del sur, entre comunidades, sacerdotes y obispos.
Es el desafío porque, hasta desarrollar «una cultura del
encuentro en una pluriforme armonía», se requiere «un proceso constante en el
cual cada nueva generación se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que
exige querer integrarse y aprender a hacerlo». Es el requisito necesario para
la «construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad», para «el
desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las
diferencias se armonicen en un proyecto común» (ibíd., 220-221).
Así como María fue a la casa de Isabel, como Iglesia tenemos
que aprender el camino frente a nuevas problemáticas, buscando no quedar
paralizados por una lógica que enfrenta, divide, condena. Poneos en camino y
buscad una respuesta a estos desafíos pidiendo la asistencia segura del
Espíritu Santo. Él es el Maestro para mostrar los nuevos caminos a transitar. Reavivemos
entonces nuestro llamado vocacional, hagámoslo bajo este magnífico templo
dedicado a María, y que nuestro “sí” comprometido proclame las grandezas del
Señor, alegre el espíritu de nuestro pueblo en Dios, nuestro Salvador (cf.
Lucas 1,46-47). Y llene de esperanza, paz y reconciliación a vuestro país, a
nuestro querido Mozambique. Os pido que, por favor, recéis y hagáis rezar por
mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen Santa os cuide. Gracias. Fuente:
Aciprensa.