8 de septiembre 2019. “La persona consagrada, reconoce la
presencia de Dios, donde se encuentre.” Discurso del Papa Francisco con los sacerdotes, seminaristas, religiosos y
consagrados que ha tenido lugar en el Colegio de San Miguel, situado en el
barrio de Amparibe, en Antananarivo, capital de Madagascar: Queridos hermanos y
hermanas: Agradezco vuestra cálida bienvenida. Quiero que mis primeras palabras
estén dirigidas especialmente a todos los sacerdotes, consagradas y consagrados
que no pudieron viajar por un problema de salud, el peso de los años o alguna
complicación. (Minuto de silencio)
Al terminar mi visita a Madagascar aquí con vosotros, al ver
vuestra alegría, pero también recordando todo lo que he vivido en este tan poco
tiempo en vuestra isla, me brotan del corazón aquellas palabras de Jesús en el
Evangelio de Lucas cuando, estremecido de gozo, dijo: «Te doy gracias, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos, y las has revelado a los pequeños» (10,21).
Y este gozo es
confirmado por vuestros testimonios porque, aun aquello que vosotros expresáis
como problemáticas, son signos de una Iglesia viva, pujante, en búsqueda de ser
cada día presencia del Señor. Una Iglesia cercana al pueblo, siempre caminando
con el pueblo de Dios.
Esta realidad es una invitación a la memoria agradecida de
todos aquellos que no tuvieron miedo y supieron apostar por Jesucristo y su
Reino; y vosotros hoy sois parte de su heredad. Pienso en los lazaristas, los
jesuitas, las hermanas de San José de Cluny, los hermanos de las escuelas
cristianas, los misioneros de La Salette y todos los demás pioneros, obispos,
sacerdotes y consagrados. Pero también de tantos laicos que, en los momentos
difíciles de persecución, cuando muchos misioneros y consagrados tuvieron que
partir, fueron quienes mantuvieron viva la llama de la fe en estas tierras.
Esto nos invita a recordar nuestro bautismo, como el primer y gran sacramento
por el que fuimos sellados como hijos de Dios. Todo el resto es expresión y
manifestación de ese amor inicial que siempre estamos invitados a renovar.
La frase del Evangelio a la que me referí es parte de la
alabanza del Señor al recibir a los setenta y dos discípulos cuando volvían de
la misión. Ellos, como vosotros,
aceptaron el desafío de ser una Iglesia “en salida”, y traen las alforjas llenas
para compartir todo lo que han visto y oído. Vosotros os habéis atrevido a
salir, y aceptasteis el desafío de llevar la luz del Evangelio a los distintos
rincones de esta isla.
Sé que muchos de vosotros vivís situaciones difíciles, donde
faltan los servicios esenciales —agua, electricidad, carreteras, medios de
comunicación— o la falta de recursos económicos para llevar adelante la vida y
la actividad pastoral. Muchos de vosotros sentís sobre vuestros hombros, por no
decir sobre vuestra salud, el peso del trabajo apostólico. Pero vosotros habéis
elegido permanecer y estar al lado de vuestro pueblo, con vuestro pueblo.
Gracias por esto. Muchas gracias por vuestro testimonio y por querer quedaros
ahí y no hacer de la vocación un “pasaje
a una mejor vida”. Y quedaros ahí con esa conciencia, como decía la
hermana: “a pesar de nuestras miserias y debilidades, nos comprometemos con
todo nuestro ser a la gran misión de la evangelización”. La persona consagrada
—en el amplio sentido de la palabra— es la mujer, el hombre que aprendieron y
quieren quedarse, en el corazón de su Señor y en el corazón de su pueblo.
Al recibir y escuchar a sus discípulos volver llenos de
gozo, lo primero que Jesús hace es alabar y bendecir a su Padre; y esto nos
muestra una parte fundamental de nuestra vocación. Somos hombres y mujeres de
alabanza. La persona consagrada es capaz
de reconocer y señalar la presencia de Dios allí donde se encuentre. Es
más, quiere vivir en su presencia, que aprendió a saborear, gustar y compartir.
En la alabanza encontramos nuestra pertenencia e identidad
más hermosa porque libra al discípulo de los “habriaqueísmos” y le devuelve el
gusto por la misión y por estar con su pueblo; le ayuda a ajustar los
“criterios” con los que se mide a sí mismo, mide a los otros y a toda la
actividad misionera, para que no tengan algunas veces poco sabor a Evangelio.
Muchas veces podemos caer en la tentación de pasar horas
hablando de los “éxitos” o “fracasos”, de la “utilidad” de nuestras acciones, o
la “influencia” que podamos tener. Discusiones que terminan ocupando el primer
puesto y el centro de toda nuestra atención. Esto que nos conduce —no pocas
veces— a soñar con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien
dibujados, pero propios de generales derrotados que terminan por negar nuestra
historia —al igual que la de vuestro pueblo— que es gloriosa por ser historia
de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el
servicio y la constancia en el trabajo que cansa (cf. Exhortación. apostólica.
Evangelii Gaudium, 96).
Al alabar aprendemos
la sensibilidad para no “desorientarnos” y hacer de los medios nuestros fines,
de lo superfluo lo importante; aprendemos la libertad para poner en marcha
procesos más que querer ocupar espacios (cf. ibíd., 223); la gratuidad de
fomentar todo lo que haga crecer, madurar y fructificar al Pueblo de Dios antes
que orgullecernos por cierto fácil, rápido pero efímero “rédito” pastoral. En
cierta medida, gran parte de nuestra vida, de nuestra alegría y fecundidad
misionera se juega en esta invitación de Jesús a la alabanza. Como bien le
gustaba señalar a ese hombre sabio y santo, como ha sido Romano Guardini: «El que adora a Dios en sus sentimientos más
hondos y también, cuando tiene tiempo, realmente, con actos vivos, se encuentra
cobijado en la verdad. Puede equivocarse en muchas cosas; puede quedar
abrumado y desconcertado por el peso de sus acciones; pero, en último término,
las direcciones y los órdenes de su existencia están seguros» (Pequeña Suma
Teológica, Madrid 1963, 29).
Los setenta y dos eran conscientes de que el éxito de la misión dependió de hacerla
“en nombre del Señor Jesús”. Eso los maravillaba. No fue por sus virtudes,
nombres o títulos, no llevaban boletas de propaganda con sus rostros; no era su
fama o proyecto lo que cautivaba y salvaba a la gente. La alegría de los discípulos nacía de la certeza de hacer las cosas en
nombre del Señor, de vivir su proyecto, de compartir su vida; y esta les
había enamorado tanto que les llevó también a compartirla con los demás.
Y resulta interesante constatar que Jesús resume la actuación de los suyos hablando de la victoria sobre el
poder de Satanás, un poder que desde nosotros solos jamás podremos vencer,
pero sí en el nombre de Jesús. Cada uno de nosotros puede dar testimonio de
esas batallas, y también de algunas derrotas. Cuando vosotros mencionáis la
infinidad de campos donde realizáis vuestra acción evangelizadora, estáis
librando esa lucha en nombre de Jesús. En su nombre, vosotros vencéis el mal,
cuando enseñáis a alabar al Padre de los cielos y cuando enseñáis con sencillez
el Evangelio y el catecismo. Cuando visitáis y asistís a un enfermo o brindáis
el consuelo de la reconciliación. En su nombre, vosotros vencéis al dar de
comer a un niño, al salvar una madre de la desesperación de estar sola para
todo, al procurarle un trabajo a un padre de familia. Es un combate ganador el
que se lucha contra la ignorancia brindando educación; también es llevar la
presencia de Dios cuando alguien ayuda a que se respete, en su orden y
perfección propios, todas las criaturas evitando su uso o explotación; y
también los signos de su victoria cuando plantáis un árbol, o hacéis llegar el
agua potable a una familia. ¡Qué signo del mal derrotado es cuando vosotros os
dedicáis a que miles de personas recuperen la salud!
¡Seguid dando estas batallas, pero siempre en la oración y
en la alabanza!
La lucha también la vivimos en nosotros mismos. Dios
desbarata la influencia del mal espíritu, ese que tantas veces nos transmite
«una preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de
distensión y que puede llevarnos a vivir las tareas como un mero apéndice de la
vida. A veces sucede que la vida espiritual se confunde con algunos momentos
religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el encuentro con los
demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora» (Exhortación. apostólica.
Evangelii Gaudium, 78) . Así, más que hombres y mujeres de alabanza, podemos
transformarnos en “profesionales de los sagrado”. Derrotemos al mal espíritu en su propio terreno; allí donde nos invite
a aferrarnos a seguridades económicas, espacios de poder y de gloria humana,
respondamos con la disponibilidad y la pobreza evangélica que nos lleva a dar
la vida por la misión (cf. ibíd., 76). ¡No nos dejemos robar la alegría
misionera!
Queridos hermanos y hermanas: Jesús alaba al Padre porque ha
revelado estas cosas a los “pequeños”. Somos pequeños porque nuestra alegría,
nuestra dicha, es precisamente esta revelación que Él nos ha dado; el sencillo
“ve y escucha” lo que ni sabios, ni profetas, ni reyes pueden ver y escuchar:
la presencia de Dios en los pacientes y afligidos, en los que tienen hambre y
sed de justicia, en los misericordiosos (cf. Mateo 5,3-12; Lucas 6,20-23).
Dichosos vosotros, dichosa Iglesia de los pobres y para los pobres, porque vive
impregnada del perfume de su Señor, vive alegre anunciando la Buena Noticia a
los descartados de la tierra, a aquellos que son los favoritos de Dios.
Transmitidle a vuestras comunidades mi cariño y cercanía, mi
oración y bendición. En esta bendición que os daré en nombre del Señor os
invito a que penséis en vuestras comunidades, en vuestros lugares de misión,
para que el Señor siga diciendo bien a todas esas personas, allí donde se
encuentren. Que vosotros podáis seguir siendo signo de su presencia viva en
medio nuestro. Y no os olvidéis de rezar
y hacer rezar por mí. Gracias. Fuente: Zenit. Org.