9 de septiembre 2019. “Evangelizar supone hacerse todo para
todos”. Homilía del Papa Francisco, Monumento de María Reina de la Paz en Port
Louis, Mauricio. (África) Aquí, ante este altar dedicado a María, Reina de la
Paz; en este monte desde el que se ve la ciudad y más allá el mar, nos
encontramos para participar de esa multitud de rostros que han venido de
Mauricio y de las demás islas de esta región del Océano Índico para escuchar a
Jesús que anuncia las bienaventuranzas. La misma Palabra de Vida que, como hace
dos mil años, tiene la misma fuerza, el mismo fuego que enciende hasta los
corazones más fríos. Juntos podemos decir al Señor: creemos en ti y, con la luz
de la fe y el palpitar del corazón, sabemos que es verdad la profecía de
Isaías: anuncias la paz y la salvación,
traes buenas noticias, reina nuestro Dios.
Las bienaventuranzas «son el carnet de identidad del
cristiano. Si alguno de nosotros se plantea la pregunta: “¿Cómo se hace para
ser un buen cristiano?”, la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que pide Jesús en las
bienaventuranzas.
En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos
llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas» (Exhortación. apostólica.
Gaudete et Exsultate, 63), tal como hizo el llamado “apóstol de la unidad
mauriciana”, el beato Jacques-Désiré Laval, tan venerado en estas tierras. El
amor a Cristo y a los pobres marcó su vida de tal manera que lo protegió de la
ilusión de realizar una evangelización “lejana y aséptica”. Sabía que evangelizar suponía hacerse todo para todos
(cf. 1 Co 9, 19-22): aprendió el idioma de los esclavos recientemente liberados
y les anunció de manera simple la Buena Nueva de la salvación. Supo convocar a
los fieles y los formó para emprender la misión y crear pequeñas comunidades
cristianas en barrios, ciudades y aldeas vecinas, muchas de estas pequeñas
comunidades han sido el inicio de las actuales parroquias. Fue solícito en brindar confianza a los más pobres y descartados para
que fuesen ellos los primeros en organizarse y encontrar respuestas a sus
sufrimientos.
A través de su impulso misionero y su amor, el padre Laval
dio a la Iglesia mauriciana una nueva juventud, un nuevo aliento, que hoy
estamos invitados a continuar en el contexto actual.
Y este impulso misionero hay que cuidarlo porque puede darse
que, como Iglesia de Cristo, caigamos en la tentación de perder el entusiasmo
evangelizador refugiándonos en seguridades mundanas que, poco a poco, no sólo
condicionan la misión, sino que la vuelven pesada e incapaz de convocar (cf.
Exhortación. apostólica. Evangelii Gaudium, 26). El impulso misionero tiene
rostro joven y rejuvenecedor. Son precisamente los jóvenes quienes, con su
vitalidad y entrega, pueden aportarle la belleza y frescura propia de la
juventud cuando desafían a la comunidad cristiana a renovarnos y nos invitan a
partir hacia nuevos horizontes (cf. Exhortación. apostólica. Christus vivit,
37).
Pero esto no siempre es fácil, porque exige que aprendamos a
reconocerles y otorgarles un lugar en el seno de nuestra comunidad y de nuestra
sociedad.
Pero qué duro es constatar que, a pesar del crecimiento
económico que tuvo vuestro país en las últimas décadas, son los jóvenes los que
más sufren, ellos son quienes más padecen la desocupación que provoca no sólo
un futuro incierto, sino que además les quita la posibilidad de sentirse
actores privilegiados de la propia historia común. Un futuro incierto que los
empuja fuera del camino y los obliga a escribir su vida muchas veces al margen,
dejándolos vulnerables y casi sin puntos de referencia ante las nuevas formas
de esclavitud de este siglo XXI. ¡Ellos,
nuestros jóvenes, son la primera misión! A ellos debemos invitar a encontrar su
felicidad en Jesús; pero no de forma aséptica o lejana, sino aprendiendo a
darles un lugar, conociendo “su lenguaje”, escuchando sus historias,
viviendo a su lado, haciéndoles sentir que son bienaventurados de Dios. ¡No nos
dejemos robar el rostro joven de la Iglesia y de la sociedad; no dejemos que
sean los mercaderes de la muerte quienes roben las primicias de esta tierra!
A nuestros jóvenes y a cuantos como ellos sienten que no
tienen voz porque están sumergidos en la precariedad, el padre Laval los
invitaría a dejar resonar el anuncio de Isaías: «¡Prorrumpan en gritos de
alegría, ruinas de Jerusalén, porque el Señor consuela a su Pueblo, él redime a
Jerusalén!» (52,9). Aun cuando lo que nos rodee pueda parecer que no tiene
solución, la esperanza en Jesús nos pide recuperar la certeza del triunfo de
Dios no sólo más allá de la historia, sino también en la trama oculta de las
pequeñas historias que se van entrelazando y que nos tienen como protagonistas
de la victoria de Aquel que nos ha regalado el Reino.
Para vivir el Evangelio, no se puede esperar que todo a
nuestro alrededor sea favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y
los intereses mundanos juegan en contra nuestra. El Papa San Juan Pablo II
decía que «está alienada una sociedad
que, en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más
difícil la realización de esta donación [de sí] y la formación de esa
solidaridad interhumana» (Encíclica. Centesimus Annus, 41c). En una
sociedad así, se vuelve difícil vivir las bienaventuranzas; puede llegar
incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado (cf. Exhortación. apostólica.
Gaudete et Exsultate, 91). Es cierto, pero no podemos dejar que nos gane el
desaliento.
Al pie de este monte, que hoy quisiera que fuera el monte de
las Bienaventuranzas, también nosotros tenemos que recuperar esta invitación a
ser felices. Sólo los cristianos alegres
despiertan el deseo de seguir ese camino; «la palabra “feliz” o “bienaventurado”
pasa a ser sinónimo de “santo”, porque expresa que la persona que es fiel a
Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha»
(ibíd., 64).
Cuando escuchamos el amenazante pronóstico “cada vez somos
menos”, en primer lugar, deberíamos preocuparnos no por la disminución de tal o
cual modo de consagración en la Iglesia, sino por las carencias de hombres y
mujeres que quieren vivir la felicidad haciendo caminos de santidad, hombres y
mujeres que dejen arder su corazón con el anuncio más hermoso y liberador. «Si algo debe inquietarnos santamente y
preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la
fuerza, sin la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, viven sin
una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida»
(Exhortación. apostólica. Evangelii Gaudium, 49).
Cuando un joven ve un proyecto de vida cristiana realizado
con alegría, eso lo entusiasma y alienta, y siente ese deseo que puede expresar
así: “Yo quiero subir a ese monte de las bienaventuranzas, yo quiero
encontrarme con la mirada de Jesús y que Él me diga cuál es mi camino de
felicidad”.
Pidamos, queridos hermanos y hermanas, por nuestras
comunidades, para que, dando testimonio de la alegría de la vida cristiana,
vean florecer la vocación a la santidad en las múltiples formas de vida que el
Espíritu nos propone. Implorémoslo para esta diócesis, como también para
aquellas otras que hoy han hecho el esfuerzo de venir aquí. El padre Laval, el
beato cuyas reliquias veneramos, vivió también momentos de decepción y
dificultad con la comunidad cristiana, pero finalmente el Señor venció en su
corazón. Tuvo confianza en la fuerza del Señor. Dejemos que toque el corazón de
muchos hombres y mujeres de esta tierra, dejemos que toque también nuestro
corazón para que su novedad renueve nuestra vida y la de nuestra comunidad (cf.
ibíd., 11). Y no nos olvidemos que quien
convoca con fuerza, quien construye la Iglesia, es el Espíritu Santo, con su
fuerza. Él es el protagonista de la misión, Él es el protagonista de la
Iglesia.
La imagen de María, la Madre que nos protege y acompaña, nos
recuerda que fue llamada la “bienaventurada”. A ella que vivió el dolor como
una espada que le atraviesa el corazón, a ella que cruzó el peor umbral del
dolor que es ver morir a su hijo, pidámosle el don de la apertura al Espíritu
Santo, de la alegría perseverante, esa que no se amilana, ni se repliega, la
que siempre vuelve a experimentar y afirmar: “El Todopoderoso hace grandes
obras, su nombre es santo”. Fuente: Zenit. Org.