7 de septiembre 2019. “Sean faro para los cercanos y sobre
todo, para los más lejanos”. Homilía del Papa Francisco, Monasterio de clausura
de monjas carmelitas descalzas en Madagascar.
Querida Madre Magdalena de la Anunciación, queridas hermanas: Agradezco
la cálida bienvenida, así como sus palabras, querida Madre, que son como el
eco de todas las monjas contemplativas de varios monasterios de este país. Les
agradezco, queridas hermanas, por dejar por un momento la clausura, para
manifestar su comunión conmigo y con la vida y misión de toda la iglesia,
especialmente la de Madagascar.
Doy gracias por su
presencia, por su fidelidad, por el testimonio luminoso de Jesucristo que
ofrecen a la comunidad. En este país hay pobreza, es verdad, ¡pero
también hay mucha riqueza! Rico en bellezas naturales, humanas y espirituales.
Hermanas, ustedes también participan de esta belleza de Madagascar, de su
gente y de la Iglesia, porque es la belleza de Cristo la que brilla en sus
rostros y en sus vidas. Sí, gracias a ustedes, la Iglesia en Madagascar es
aún más hermosa a los ojos del Señor y también a los ojos de todo el mundo.
Los tres salmos de la liturgia de hoy expresan la angustia
del salmista en un momento de prueba y peligro. Permitanme detenerme en el
primero, es decir sobre la parte del Salmo 119, el más largo del salterio,
compuesto de ocho versos por cada letra del alfabeto hebreo. Sin duda su autor
es un hombre de contemplación, alguien que sabe dedicarle tiempos largos y
bellos a la oración. En el pasaje de hoy, la palabra que aparece varias veces
y le da tonalidad a todo es “consumir”, usada sobre todo en dos sentidos.
El orante se consume por el deseo del encuentro con Dios.
Ustedes son testimonio vivo de ese deseo inextinguible en el corazón de todos
los hombres. En medio de las múltiples ofertas que pretenden —pero no pueden—
saciar el corazón, la vida contemplativa es la antorcha que lleva al único
fuego perenne, «la llama de amor viva que tiernamente hiere» (san Juan de la
Cruz). Ustedes representan «visiblemente la meta hacia la cual camina toda la
comunidad eclesial que «se encamina por las sendas del tiempo con la mirada
fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, preanunciando de este modo
la gloria celestial» (Const. ap. Vultum dei quaerere, 2).
Siempre estamos
tentados de saciar el deseo de lo eterno con cosas efímeras. Nos vemos
expuestos a mares embravecidos que sólo terminan ahogando la vida y el
espíritu: «Como el marinero en alta mar necesita el faro que indique la ruta
para llegar al puerto, así el mundo les necesita a ustedes. Sean faros, para los cercanos y sobre todo
para los lejanos. Sean antorchas que acompañan el camino de los hombres y
de las mujeres en la noche oscura del tiempo. Sean centinelas de la aurora (cf.
Is 21,11-12) que anuncian la salida del sol (cf. Lc 1,78). Con su vida transfigurada
y con palabras sencillas, rumiadas en el silencio, indiquen a Aquel que es
camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), al único Señor que ofrece plenitud a
nuestra existencia y da vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Como Andrés a
Simón, griten: “Hemos encontrado al Señor” (cf. Jn 1,40); como María de
Magdala la mañana de la Resurrección, anuncien: “He visto al Señor” (Jn
20,18)» (ibíd., 6).
Pero también el salmo habla de otro consumir: el que se
refiere a la intención de los malvados, de quienes quieren acabar con el
justo; ellos lo persiguen, le ponen trampas y lo quieren hacer caer. Un
monasterio siempre es un espacio donde llegan los dolores del mundo, los de su
pueblo. Que sus monasterios, respetando
su carisma contemplativo y sus constituciones, sean lugares de acogida y
escucha, especialmente de las personas más infelices.
Hoy nos acompañan dos madres que han perdido a sus hijos y
representan todos los dolores de sus hermanos isleños. Estén atentas a los
gritos y las miserias de los hombres y mujeres que están a su alrededor y que
acuden a ustedes consumidos por el sufrimiento, la explotación y el desánimo.
No sean de aquellas que escuchan sólo para aligerar su aburrimiento, saciar su
curiosidad o recoger temas para conversaciones futuras.
En este sentido tienen una misión fundamental que llevar a
cabo. La clausura les sitúa en el
corazón de Dios y, por tanto, allí donde Él tiene su corazón. Escuchen
el corazón del Señor para escucharlo también en sus hermanos y hermanas. La
gente que les rodea es a menudo muy pobre, débil, agredida y herida de mil
maneras; pero está llena de fe, y reconoce instintivamente en ustedes a
testigos de la presencia de Dios, preciosas referencias para encontrarse con
Él y obtener su ayuda.
Ante tanto dolor que los va consumiendo por dentro, que les
roba la alegría y esperanza, y los hace sentir extranjeros, ustedes pueden ser
un camino hacia esa roca que evocamos en otro de los salmos: «Escucha, oh Dios,
mi clamor, atiende a mi súplica. Te invoco desde el confín de la tierra con
el corazón abatido: llévame a una roca inaccesible» (Sal 60, 2,3).
¡La fe es el mayor
bien de los pobres! Es de suma importancia que esta fe sea anunciada,
fortalecida en ellos, que realmente los ayude a vivir y esperar. Y que la
contemplación de los misterios de Dios expresada en su liturgia y en sus
tiempos de oración, les permita descubrir mejor su presencia activa en cada
realidad humana, incluso la más dolorosa, y dar gracias porque en la
contemplación Dios os regala el don de la intercesión.
Con su oración,
ustedes como esas madres cargan a sus hijos en sus hombros y los llevan hacia
la tierra prometida. «La oración será más agradable a Dios y más
santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble
mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso
fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de
los demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se
entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas:
“Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo” (2 M
15,14)» (Exhortación. apostólica. Gaudete et exultate, 154).
Queridas hermanas contemplativas: Sin ustedes, ¿qué sería
la Iglesia y los que viven en las periferias humanas de Madagascar? ¿Qué
pasaría con todos aquellos que trabajan en la vanguardia de la
evangelización, y aquí en particular en las condiciones más precarias, las
más difíciles y, a veces, las más peligrosas? Todos ellos se apoyan en
vuestra oración y en la ofrenda siempre renovada de vuestras vidas, una
ofrenda muy preciosa a los ojos de Dios y que os hace partícipes del misterio
de la redención de esta tierra y de las personas queridas que viven en ella.
«Estoy como un odre puesto al humo», dice el salmo (119,83),
haciendo alusión al largo tiempo transcurrido viviendo este doble modo de ser
consumido: por Dios y por las dificultades del mundo. A veces, casi sin querer
nos vamos alejando, y caemos en «la apatía, en la rutina, en la
desmotivación, en la desidia paralizadora» (Const. ap. Vultum Dei quaerere,
11).
No importan, no importan los años que tienen o la
dificultad para caminar o llegar a tiempo para los oficios. No somos odres
puestos al lado del humo sino troncos que arden hasta consumirse en el fuego
que es Jesús; quien nunca nos defrauda y toda deuda paga.
Gracias por este momento compartido. Me confío a sus
oraciones. Les confío todas las intenciones que llevo conmigo en este viaje a Madagascar;
recemos juntos para que el Espíritu del Evangelio germine en los corazones de
todo nuestro pueblo. Fuente: Aciprensa.