29 de septiembre 2019. Homilía del Papa Francisco, con
motivo de la jornada mundial del migrante y del refugiado. En el Salmo
Responsorial se nos recuerda que el Señor sostiene a los forasteros, así como a
las viudas y a los huérfanos del pueblo. El salmista menciona de forma
explícita aquellas categorías que son especialmente vulnerables, a menudo
olvidadas y expuestas a abusos.
Los forasteros, las
viudas y los huérfanos son los que carecen de derechos, los excluidos, los
marginados, por quienes el Señor muestra una particular solicitud. Por esta
razón, Dios les pide a los israelitas que les presten una especial atención.
En el libro del Éxodo, el Señor advierte al pueblo de no
maltratar de ningún modo a las viudas y a los huérfanos, porque Él escucha su
clamor (cf. 22,23). La misma admonición se repite dos veces en el Deuteronomio
(cf. 24,17; 27,19), incluyendo a los extranjeros entre las categorías
protegidas.
La razón de esta advertencia se explica claramente en el
mismo libro: el Dios de Israel es Aquel
que «hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al emigrante,
dándole pan y vestido» (10,18). Esta preocupación amorosa por los menos
favorecidos se presenta como un rasgo distintivo del Dios de Israel, y también
se le requiere, como un deber moral, a todos los que quieran pertenecer a su
pueblo.
Por eso debemos prestar especial atención a los forasteros,
como también a las viudas, a los huérfanos y a todos los que son descartados en
nuestros días. En el Mensaje para esta 105 Jornada Mundial del Migrante y del
Refugiado, el lema se repite como un estribillo: “No se trata sólo de
migrantes”.
Y es verdad: no se trata sólo de forasteros, se trata de
todos los habitantes de las periferias existenciales que, junto con los
migrantes y los refugiados, son víctimas de la cultura del descarte. El Señor
nos pide que pongamos en práctica la caridad hacia ellos; nos pide que restauremos su humanidad, a la vez que la nuestra, sin
excluir a nadie, sin dejar a nadie afuera.
Pero, junto con el ejercicio de la caridad, el Señor nos
pide que reflexionemos sobre las injusticias que generan exclusión, en
particular sobre los privilegios de unos pocos, que perjudican a muchos otros
cuando perduran. «El mundo actual es
cada día más elitista y cruel con los excluidos. Una verdad que provoca
dolor. Este mundo, cada día es más elitista y más cruel con los excluidos.
Los países en vías de desarrollo siguen agotando sus mejores
recursos naturales y humanos en beneficio de unos pocos mercados privilegiados.
Las guerras afectan sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la
fabricación de armas y su venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no
quieren hacerse cargo de los refugiados que dichos conflictos generan.
Quienes padecen las consecuencias son siempre los pequeños,
los pobres, los más vulnerables, a quienes se les impide sentarse a la mesa y
se les deja sólo las “migajas” del banquete» (Mensaje para la 105 Jornada
Mundial del Migrante y del Refugiado).
Así se entienden las duras palabras del profeta Amós,
proclamadas en la primera lectura (6,1.4-7). ¡Ay de los que viven
despreocupadamente y buscando placer en Sion, que no se preocupan por la ruina
del pueblo de Dios, que sin embargo está a la vista de todos! No se dan cuenta
de la ruina de Israel, porque están demasiado ocupados asegurándose una buena
vida, alimentos exquisitos y bebidas refinadas.
Sorprende ver cómo, después de 28 siglos, estas advertencias
conservan toda su actualidad. De hecho, también hoy día la «cultura del
bienestar [...] nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, [...] lleva a la
indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la
indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
Al final, también nosotros corremos el riesgo de
convertirnos en ese hombre rico del que nos habla el Evangelio, que no se
preocupa por el pobre Lázaro «cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo
que caía de la mesa del rico» (Lucas 16,20-21).
Demasiado ocupado en comprarse vestidos elegantes y
organizar banquetes espléndidos, el rico de la parábola no advierte el
sufrimiento de Lázaro. Y también nosotros, demasiado concentrados en preservar
nuestro bienestar, corremos el riesgo de
no ver al hermano y a la hermana en dificultad.
Pero como cristianos no podemos permanecer indiferentes ante
el drama de las viejas y nuevas pobrezas, de las soledades más oscuras, del
desprecio y de la discriminación de quienes no pertenecen a “nuestro” grupo. No podemos permanecer insensibles, con
el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No podemos sino llorar. No podemos
dejar de reaccionar. Pidamos al Señor la gracia de llorar, ese llanto que
convierte el corazón ante estos pecados.
Si queremos ser hombres y mujeres de Dios, como le pide san
Pablo a Timoteo, debemos guardar «el mandamiento sin mancha ni reproche hasta
la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tm 6,14); y el mandamiento es
amar a Dios y amar al prójimo. No podemos separarlos.
Y amar al prójimo como a uno mismo significa también
comprometerse seriamente en la construcción
de un mundo más justo, donde todos puedan acceder a los bienes de la
tierra, donde todos tengan la posibilidad de realizarse como personas y como
familias, donde los derechos fundamentales y la dignidad estén garantizados
para todos.
Amar al prójimo significa sentir compasión por el
sufrimiento de los hermanos y las hermanas, acercarse, tocar sus llagas,
compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura que Dios
les tiene. Significa hacerse prójimo de todos los viandantes apaleados y
abandonados en los caminos del mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al
lugar de acogida más cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades.
Este santo mandamiento, Dios se lo dio a su pueblo, y lo
selló con la sangre de su Hijo Jesús, para que sea fuente de bendición para
toda la humanidad. Porque todos juntos podemos comprometernos en la edificación
de la familia humana según el plan original, revelado en Jesucristo: todos
hermanos, hijos del único Padre.
Encomendamos hoy al amor maternal de María, Nuestra Señora
del Camino, a los migrantes y refugiados, junto con los habitantes de las
periferias del mundo y a quienes se hacen sus compañeros de viaje. Fuente:
Aciprensa.