Encuentro
con los obispos, sacerdotes, misioneros, consagrados, consagradas y agentes
pastorales
DISCURSO
DEL SANTO PADRE Francisco
Viaje
apostólico a Mongolia.
Sábado, 2
de septiembre de 2023
Queridos
hermanos y hermanas: ¡Buenas tardes!
Gracias,
Excelencia, por sus palabras, gracias sor Salvia, don Peter Sanjaajav y Rufina
por sus testimonios, gracias a todos ustedes por su presencia y por su fe.
Estoy feliz de encontrarme con ustedes. La alegría del Evangelio es el motivo
que ha impulsado a todos ustedes, hombres y mujeres consagrados en la vida
religiosa o en el ministerio ordenado, a estar aquí y a dedicarse, junto a las
hermanas y a los hermanos laicos, al Señor y a los demás. Bendigo a Dios por
esto y lo hago a través de una hermosa oración de alabanza tomada del Salmo 34,
en el que me inspiro para compartir algunos pensamientos con ustedes. Dice así:
«¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!»
(v. 9).
Gustar y
ver, porque la alegría y la bondad del Señor no son algo pasajero, sino que
permanecen dentro, dan gusto a la vida y permiten ver las cosas de un modo
nuevo; como nos has dicho tú, Rufina, en tu hermoso testimonio. Ante todo,
quisiera saborear el gusto de la fe en esta tierra haciendo memoria de
historias y de rostros, de vidas gastadas por el Evangelio. Gastar la vida por el Evangelio: es una
bella definición de la vocación misionera del cristiano, y en particular
del modo en que los cristianos viven esa vocación aquí. Gastar la propia vida
por el Evangelio.
Recuerdo
entonces al obispo Wenceslao Selga Padilla, primer Prefecto apostólico, pionero
de la fase contemporánea de la Iglesia en Mongolia y constructor de esta catedral.
Aquí, sin embargo, la fe no se remonta sólo a los años noventa del siglo
pasado, sino que tiene raíces muy antiguas. A las experiencias del primer
milenio, marcadas por el movimiento evangelizador de la tradición siriaca que
se difundió a lo largo de la ruta de la seda, siguió un considerable compromiso
misionero.
¿Cómo no
recordar las misiones diplomáticas del siglo XIII, incluso el celo apostólico
manifestado por el nombramiento, entorno al año 1310, de Juan de Montecorvino
como primer obispo de Janbalic y, por tanto, responsable de toda esta amplia
región del mundo bajo la dinastía mongol Yuan? Fue precisamente él quien
realizó la primera traducción en mongol del libro de los Salmos y del Nuevo
Testamento.
Pues bien,
esta gran historia de pasión por el Evangelio se retomó de manera
extraordinaria en 1992 con la llegada de los primeros misioneros de la
Congregación del Inmaculado Corazón de María, a los que se unieron
representantes de otros institutos, clero diocesano y voluntarios laicos. Entre
todos quisiera recordar al activo y celoso Padre Stephano Kim Seong-hyeon. Y
también hagamos memoria de tantos fieles servidores del Evangelio en Mongolia,
que están aquí con nosotros ahora y que, después de haber gastado su vida por
Cristo, ven y gustan las maravillas que su bondad sigue realizando en ustedes y
a través de ustedes. Gracias.
Pero, ¿por qué gastar la vida por el Evangelio?
Es una pregunta que les hago. Como decía Rufina, la vida cristiana avanza
haciéndose preguntas, como los niños que siempre preguntan algo nuevo, porque
no son capaces de entenderlo todo en la edad de los porqués. Y en la vida
cristiana nos acercamos al Señor y siempre le hacemos preguntas para entenderlo
mejor, para entender mejor su mensaje. Gastar
la vida por el Evangelio porque se ha gustado ese Dios que se hizo visible,
tangible, perceptible en Jesús (cf. Sal 34).
Sí, es Él
la buena noticia destinada a todos los pueblos, el anuncio que la Iglesia no
puede dejar de llevar, encarnándolo en la vida y "susurrándolo" al
corazón de cada individuo y de cada cultura. Muchas veces, el lenguaje de Dios
es un susurro lento, que toma su tiempo; Él habla así. Esta experiencia del
amor de Dios en Cristo es pura luz que transfigura el rostro y lo hace a su vez
resplandeciente. Hermanos y hermanas, la
vida cristiana nace de la contemplación de este rostro, es una cuestión de
amor, de encuentro cotidiano con el Señor en la Palabra y en el Pan de
vida, en el rostro de los demás, en los necesitados, donde Cristo está
presente. Eso nos lo has recordado tú, sor Salvia, con tu testimonio, ¡gracias!
Hace más de veinte años que tú estás aquí y has aprendido a dialogar con este
pueblo, gracias.
En estos
treinta y un años de presencia en Mongolia, ustedes, queridos sacerdotes,
consagrados, consagradas y agentes pastorales, han dado vida a una múltiple
variedad de iniciativas caritativas que absorben la mayor parte de sus energías
y reflejan el rostro misericordioso de Cristo buen samaritano. Es como su
tarjeta de presentación, que les ha granjeado respeto y estima por los muchos
beneficios que han aportado en infinidad de campos diferentes; desde la
asistencia hasta la educación, pasando por la atención sanitaria y la promoción
cultural. Los animo a proseguir en este
camino fecundo y benéfico para el amado pueblo mongol. Gestos de amor y gestos
de caridad.
Al mismo
tiempo, los invito a que gusten y vean al Señor —gusten y vean al Señor—, los
invito a que vuelvan una y otra vez a aquella primera mirada de la que surgió
todo. Sin esto, las fuerzas van menguando y el compromiso pastoral corre el
riesgo de quedar en una estéril prestación de servicios, en un sucederse de
tareas que se deben hacer, pero que terminan por no trasmitir nada más que
cansancio y frustración.
Sin
embargo, permaneciendo en contacto con el rostro de Cristo, buscándolo en las
Escrituras y contemplándolo en silenciosa adoración —en silenciosa adoración—
ante el sagrario, lo reconocerán en el rostro de aquellos a quienes sirven y se
sentirán transportados por una íntima alegría, que incluso en las dificultades
deja paz en el corazón. Esto es lo que necesitamos —hoy y siempre—, no personas
ocupadas y distraídas que llevan adelante proyectos, quizás con el riesgo de
parecer amargadas a causa de una vida que no es ciertamente fácil, no. El
cristiano es aquel que es capaz de adorar, adorar en silencio. Y después de
esta adoración brota la actividad. Pero no olviden la adoración.
Nosotros
hemos perdido un poco el sentido de la adoración en esta época del pragmatismo.
No se olviden de adorar y, desde la adoración, hagan las cosas. Es necesario
volver a la fuente, al rostro de Jesús, a gustar de su presencia; es Él nuestro
tesoro (cf. Mateo 13,44), la perla preciosa por la cual vale la pena gastar
todo (cf. Mateo 13,45-46). Los hermanos y las hermanas de Mongolia, que tienen
un noble sentido de lo sagrado y —como es típico en el continente asiático— una
amplia y acrisolada historia religiosa, esperan de ustedes este testimonio, y
saben reconocer su autenticidad. Es un
testimonio que ustedes deben dar, porque el Evangelio no crece haciendo
proselitismo, el Evangelio crece dando testimonio.
El Señor
Jesús, cuando envió a los suyos en el mundo, no los mandó a difundir un
pensamiento político, sino a testimoniar con la vida la novedad de la relación
con su Padre, para que fuese "Padre nuestro" (cf. Juan 20,17),
activando de esa manera una concreta fraternidad con cada pueblo. La Iglesia que nace de este mandato es una
Iglesia pobre, que se apoya sólo sobre una fe genuina, sobre la inerme y
desarmante potencia del Resucitado, capaz de aliviar los sufrimientos de la
humanidad herida. Es por eso que los gobiernos y las instituciones seculares no
tienen nada que temer de la acción evangelizadora de la Iglesia, porque no
tiene ninguna agenda política que sacar adelante, sino que sólo conoce la
fuerza humilde de la gracia de Dios y de una Palabra de misericordia y de
verdad, capaz de promover el bien de todos.
Para llevar
a cabo esta misión, Cristo ha dado a su Iglesia una estructura que recuerda la
armonía que hay entre los distintos miembros del cuerpo humano. Él es la
cabeza, es decir, la mente que sigue guiándola, infundiendo en el Cuerpo, o
sea, en nosotros, su mismo Espíritu, que actúa sobre todo en esos signos de
vida nueva que son los sacramentos.
Para
garantizar la autenticidad y la eficacia, ha instituido el orden sacerdotal,
marcado por una íntima unión con Él, con Él que es el buen Pastor que da la
vida por su rebaño. También tú, don Peter, has sido llamado para esta misión,
gracias por haber compartido tu experiencia con nosotros. De ese modo también
el santo Pueblo de Dios que peregrina en Mongolia posee la plenitud de los
dones espirituales.
Y en esta
perspectiva los invito a ver en el obispo no un manager, sino la imagen viva de
Cristo buen Pastor que reúne y guía a su pueblo; un discípulo colmado del
carisma apostólico para que edifique vuestra fraternidad en Cristo y la radique
cada vez más en esta nación con una noble identidad cultural. Además, el hecho
de que vuestro obispo sea Cardenal añade una ulterior expresión de cercanía:
todos ustedes, lejanos sólo físicamente, están muy cerca del corazón de Pedro;
y toda la Iglesia está cerca de ustedes, de vuestra comunidad, que es
verdaderamente católica, es decir, universal, pues atrae hacia Mongolia la
simpatía de muchos hermanos y hermanas esparcidos por el mundo, en una gran
comunión eclesial.
Y subrayo
esta palabra: comunión. La Iglesia no se
comprende en base a un criterio puramente funcional; no, la Iglesia no es una
empresa funcional, la Iglesia no crece haciendo proselitismo, como ya he dicho.
La Iglesia es algo distinto. La palabra "comunión" nos explica bien
qué es la Iglesia. En este cuerpo de la Iglesia, el obispo no hace de moderador
de distintos miembros basándose tal vez en el principio de la mayoría, sino en
virtud de un principio espiritual, por el cual Jesús mismo se hace presente en
la persona del obispo para asegurar la comunión de su Cuerpo místico.
En otras
palabras, la unidad de la Iglesia no es
una cuestión de orden y de respeto, ni siquiera una buena estrategia para
"hacer amigos", es una cuestión de fe y de amor al Señor, es
fidelidad a Él. Por eso es importante que todos los componentes eclesiales se
aglutinen alrededor del obispo, que representa a Cristo vivo en medio de su
Pueblo, construyendo esa comunión sinodal que ya es anuncio y que tanto ayuda a
inculturar la fe.
Queridos
misioneros y misioneras, gusten y vean el don que son ustedes, gusten y vean la
belleza de darse totalmente a Cristo que los ha llamado a testimoniar su amor
precisamente aquí en Mongolia. Sigan haciéndolo cultivando la comunión.
Llévenlo a cabo en la sencillez de una vida sobria, a imitación del Señor, que
entró en Jerusalén sobre un mulo y que se despojó incluso de sus vestiduras en
la cruz.
Estén siempre cerca de la gente, con esa
cercanía que es la actitud de Dios: Dios es cercano, compasivo y tierno —cercanía, compasión y ternura—.
Sean así con la gente, atendiéndolos personalmente, aprendiendo la lengua,
respetando y amando su cultura, no dejándose tentar por las seguridades
mundanas, sino permaneciendo firmes en el Evangelio a través de una ejemplar
rectitud de vida espiritual y moral. Sencillez y cercanía, sin cansarse de
llevar a Jesús los rostros y las historias que encuentran, los problemas y las
preocupaciones, gastando tiempo en la oración cotidiana, que les permitirá
mantenerse en pie ante el cansancio del servicio y alcanzar del «Dios de todo
consuelo» (2 Corintios 1,3) la esperanza que hemos de llevar a los corazones de
cuantos sufren.
Hermanos y
hermanas, cerca del Señor se refuerza en nosotros una certeza, como nos revela
nuevamente el Salmo 34: «Nada faltará a los que lo temen […]. Los que buscan al Señor no carecen de nada»
(vv. 10-11). Es cierto que los desequilibrios y las contradicciones de la vida
afectan también a los creyentes, y que los evangelizadores no están dispensados
de esa carga de inquietud que pertenece a la condición humana. El salmista no
teme hablar de la malicia y de los malhechores, pero recuerda que el Señor,
ante el grito de los humildes, «los libras de todas sus angustias», porque
«está cerca del que sufre y salva a los que están abatidos» (vv. 18-19). Por
esto, la Iglesia se presenta ante el mundo como una voz solidaria con todos los
pobres y los necesitados, no calla ante las injusticias y con mansedumbre se
compromete a promover la dignidad de cada ser humano.
Queridos
amigos, en este camino de discípulos misioneros ustedes tienen un pilar seguro,
nuestra Madre celestial, que —me ha gustado mucho descubrirlo— ha querido
darles un signo tangible de su presencia discreta y premurosa dejando que se
encontrase una imagen suya en un vertedero. En un lugar de desechos ha
aparecido esta hermosa estatua de la Inmaculada. Ella, sin mancha, inmune al
pecado, ha querido hacerse cercana hasta el punto de ser confundida con los
deshechos de la sociedad, de forma que de la suciedad de la basura ha surgido
la pureza de la Santa Madre de Dios, la Madre del Cielo.
He conocido
una interesante tradición mongola de la suun dalai ijii, la mamá del corazón
grande como un océano de leche. Si en la narración de la Historia secreta de
los mongoles, una luz que desciende a través de la abertura superior de la ger
fecunda la mítica reina Alan Qo’a, así también ustedes pueden contemplar en la
maternidad de la Virgen María la acción de la luz divina, que desde lo alto
acompaña cada día los pasos de vuestra Iglesia.
Alzando la
mirada a María, serán fortalecidos, viendo que la pequeñez no es un problema,
sino una respuesta. Sí, Dios ama la pequeñez y le gusta hacer obras grandes a
través de la pequeñez, como atestigua María (cf. Lucas 1,48-49). Hermanos, hermanas, no tengan miedo de los números
reducidos, de los éxitos que no llegan, de la relevancia que no aparece. No
es este el camino de Dios. Miremos a María, que en su pequeñez es más grande
que el cielo, porque ha acogido a Aquel que ni el cielo ni lo más alto del
cielo puede contener (cf. 1 Re 8,27).
Hermanos y
hermanas, encomendémonos a ella, pidiendo un celo renovado, un amor ardiente
que no se cansa de testimoniar el Evangelio con alegría. Y sigan adelante, con
valentía, no se cansen de avanzar. Muchas gracias por vuestro testimonio. Él, el Señor, los ha elegido y cree en
ustedes, yo estoy con ustedes, y con todo el corazón les digo: gracias, gracias
por vuestro testimonio, gracias por vuestra vida gastada por el Evangelio.
Continúen así, constantes en la oración, continúen creativos en la caridad, continúen
firmes en la comunión, alegres y mansos en todo y con todos. Los bendigo de
corazón y los recuerdo. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias. Fuente e Imagen de Vatican. Va.
DISCURSO DEL SANTO PADRE Francisco
Teatro Hun. Ulán Bator. Visita apostólica a
Mongolia
Domingo, 3 de septiembre de 2023
Cada religión debe medirse con base en el
altruismo.
¡Buenos
días a todos ustedes, queridos hermanos y hermanas!
Permítanme
que me dirija a ustedes así, como un hermano en la fe de los creyentes en
Cristo y como hermano de todos ustedes, en nombre de la común búsqueda
religiosa y de la pertenencia a la misma humanidad. La humanidad, en su anhelo
religioso, puede ser parangonada a una comunidad de peregrinos que camina en la
tierra con la mirada puesta en el cielo.
A este
propósito, es significativo lo que un creyente, venido de lejos, afirmó de
Mongolia, escribiendo que viajó por ella "sin ver nada más que el cielo y
la tierra" (cf. Guillermo de Rubruquis, Viaje por el Imperio mongol,
XIII/3). En efecto, el cielo de aquí, tan claro y tan azul como es, abraza esta
tierra vasta e imponente, evocando las dos dimensiones fundamentales de la vida
humana: la terrena, formada por las relaciones con los demás, y la celeste,
constituida por la búsqueda del Otro, que nos trasciende. En definitiva, Mongolia nos recuerda la necesidad que
tenemos todos nosotros, peregrinos y viajeros, de elevar la mirada hacia lo
alto para encontrar la ruta del camino en la tierra.
Por eso me
alegra estar con ustedes en este importante momento de encuentro. Agradezco
vivamente a cada uno y cada una de ustedes por su presencia aquí y por las
diferentes intervenciones que han enriquecido la reflexión común. El hecho de
estar juntos en el mismo lugar ya es un mensaje. Las tradiciones religiosas, en
su originalidad y diversidad, comportan un formidable potencial de bien al
servicio de la sociedad. Si quien tiene la responsabilidad de las naciones
eligiera el camino del encuentro y del diálogo con los demás, contribuiría sin
duda de manera determinante a poner fin a los conflictos que siguen causando
sufrimiento a tantos pueblos.
Quien nos ofrece hoy la oportunidad de estar
juntos para conocernos y enriquecernos mutuamente es el amado pueblo mongol, que puede presumir de una historia
de convivencia entre representantes de diversas tradiciones religiosas. Es
hermoso recordar la virtuosa experiencia de la antigua capital imperial
Karakórum, donde se albergaban lugares de culto pertenecientes a diferentes
"credos", que daban testimonio de una armonía admirable. Armonía:
quisiera subrayar esta palabra de sabor típicamente asiático. Esta se refiere a
la relación particular que se crea entre realidades diferentes, sin superponerlas
ni homologarlas, sino respetando las diferencias y en beneficio de la
convivencia. Me pregunto: ¿quién, con más razón que los creyentes, está llamado
a trabajar por la armonía de todos?
Hermanos,
hermanas, por el modo en que logremos la armonía con los demás peregrinos sobre
la tierra y en la forma que consigamos transmitir armonía, allí donde vivimos,
se mide el valor social de nuestra religiosidad. Cada vida humana, en efecto, y
con mayor razón cada religión, tiene que
"medirse" con base en el altruismo; no a un altruismo abstracto,
sino concreto, que se traduzca en la búsqueda del otro y en la colaboración
generosa con el otro, porque «el sabio se regocija dando.
Él
alcanzará la felicidad en esta tierra» (El Dhammapada: El Sendero de la Realización
Interior, Buenos Aires 2022, 80; cf. las palabras de Jesús referidas en Hch
20,35). Una oración, inspirada en san Francisco de Asís, recita: "Donde
haya odio, que lleve yo el amor. Donde haya ofensa, que lleve yo el perdón.
Donde haya discordia, que lleve yo la unión".
El altruismo construye armonía y donde hay
armonía hay entendimiento, hay prosperidad, hay belleza. Más aún, armonía es quizás el
sinónimo más apropiado de belleza. Por el contrario, la cerrazón, la imposición
unilateral, el fundamentalismo y la coerción ideológica arruinan la
fraternidad, alimentan tensiones y ponen en peligro la paz. La belleza de la vida es fruto de la
armonía; es comunitaria, se acrecienta con la amabilidad, con la escucha y
con la humildad. Y puede comprenderla el corazón puro, porque "la
verdadera belleza, después de todo, reside en la pureza del corazón" (cf.
M.K. Gandhi, Il mio credo, il mio pensiero, Roma 2019, 94).
Las religiones están llamadas a ofrecer al
mundo esta armonía, que el progreso técnico por sí solo no puede dar, porque, apuntando sólo a la
dimensión terrena y horizontal del hombre, corre el riesgo de olvidar el cielo
para el cual hemos sido creados. Hermanas y hermanos, hoy estamos aquí juntos
como humildes herederos de antiguas escuelas de sabiduría.
Al
reunirnos hoy, nos comprometemos a compartir todo ese bien que hemos recibido,
para enriquecer a una humanidad que, en su caminar, a menudo se encuentra
desorientada por miopes búsquedas de lucro y bienestar; y a menudo también es
incapaz de volver a encontrar el hilo conductor. Volviendo así su mirada sólo a
intereses terrenos, acaba arruinando la misma tierra, confundiendo el progreso
con el retroceso, como lo muestran tantas injusticias, tantos conflictos,
tantas devastaciones ambientales, tantas persecuciones, tanto descarte de la
vida humana.
Asia tiene
muchísimo que ofrecer en ese sentido, y Mongolia, que se encuentra en el
corazón de este continente, custodia un gran patrimonio de sabiduría, que las
religiones que aquí se difundieron han contribuido a crear, y que quisiera
invitar a todos a redescubrir y valorar. Me limito a citar, aunque sin
profundizarlos, diez aspectos de este patrimonio sapiencial. Diez aspectos: la
buena relación con la tradición, no obstante las tentaciones del consumismo; el
respeto por los ancianos y los antepasados. ¡Cuánta necesidad tenemos de una
alianza generacional entre ellos y los más jóvenes, de dialogo entre los
abuelos y los nietos! Y, además, el cuidado por el ambiente, nuestra casa
común, otra necesidad tremendamente actual. Estamos en peligro.
Y también el valor del silencio y de la vida
interior, antídoto espiritual para tantos males del mundo actual. Por
tanto, un sano sentido de frugalidad; el valor de la acogida; la capacidad de
resistir al apego a las cosas; la solidaridad, que nace de la cultura de los
vínculos entre las personas; el aprecio por la sencillez. Y, por último, un
cierto pragmatismo existencial, que tiende a buscar con tenacidad el bien del
individuo y de la comunidad. Estos diez son algunos elementos del patrimonio de
sabiduría que este país puede ofrecer al mundo.
A propósito
de sus costumbres, he hablado ya de cómo, al prepararme para este viaje, me han
fascinado las viviendas tradicionales con las que el pueblo mongol revela una
sabiduría sedimentada a través de milenios de historia. La ger constituye, en
efecto, un espacio humano. En su interior se desarrolla la vida de la familia,
es lugar de convivencia amistosa, de encuentro y de diálogo en el que, aun
cuando ya fuesen muchos, se sabe hacer espacio para alguien más. Y, además, es
un punto de referencia concreto, fácilmente identificable en las inmensas
extensiones del territorio mongol; es también motivo de esperanza para el que
ha perdido el camino.
Si hay una
ger, hay vida. Se la encuentra siempre abierta, preparada para acoger al amigo,
pero también al viajero e incluso al extranjero, para ofrecerles un té caliente
que permita recobrar fuerzas en el frío invierno o una fresca leche fermentada
que alivie las calurosas jornadas veraniegas. Esta es también la experiencia de
los misioneros católicos, provenientes de otros países, que aquí son recibidos
como peregrinos y huéspedes, y que entran con prudente tacto en este mundo
cultural para ofrecer el humilde testimonio del Evangelio de Jesucristo.
Aún más,
junto al espacio humano, la ger evoca la esencial apertura a lo divino. La
dimensión espiritual de esta morada está representada por su apertura hacia lo
alto, en donde se encuentra un solo punto desde el que entra la luz, formado
por una claraboya segmentada. De ese modo, el interior se vuelve un gran reloj
solar, donde se suceden luces y sombras, marcando las horas del día y de la
noche.
Hay una
hermosa enseñanza en este aspecto: el sentido del tiempo que pasa proviene de lo
alto, no del mero devenir de las actividades terrenas. Además, en ciertos
momentos del año, el rayo que penetra de lo alto ilumina el altar familiar,
recordando el primado de la vida espiritual. De esa manera, la convivencia
humana que se realiza en el espacio circular remite constantemente a su
vocación vertical, a su vocación trascendente, espiritual.
La
humanidad reconciliada y próspera, que como representantes de diferentes
religiones ayudamos a promover, está representada simbólicamente por ese estar
juntos, armonioso y abierto a lo trascendente, donde el compromiso por la
justicia y la paz encuentran su inspiración y su fundamento en la relación con
lo divino. Aquí, queridos hermanas y hermanos, nuestra responsabilidad es
grande, especialmente en esta hora de la historia, porque nuestro
comportamiento está llamado a confirmar con obras las enseñanzas que
profesamos; de tal modo que no puede contradecirlas, convirtiéndose en motivo
de escándalo.
Que no haya, por tanto, ninguna confusión entre
credo y violencia, entre sacralidad e imposición, entre camino religioso y
sectarismo. Que la
memoria de los sufrimientos padecidos en el pasado —pienso sobre todo en las
comunidades budistas— nos dé la fuerza para transformar las heridas sombrías en
fuentes de luz, la ignorancia de la violencia en sabiduría de vida, el mal que
arruina en bien que construye.
Que así sea
para nosotros, discípulos entusiastas de los respectivos maestros espirituales
y servidores conscientes de sus enseñanzas, dispuestos a ofrecer su belleza a
cuantos acompañamos, como amigables compañeros de camino. Ojalá esto se cumpla,
porque en las sociedades pluralistas que creen en los valores democráticos,
como Mongolia, cada institución religiosa, reconocida normativamente por la
autoridad civil, tiene el deber y, en primer lugar, el derecho de ofrecer
aquello que es y aquello que cree, respetando la conciencia de los otros y
teniendo como fin el mayor bien de todos.
En ese
sentido, quiero confirmarles que la Iglesia católica desea caminar así,
creyendo firmemente en el diálogo ecuménico, en el diálogo interreligioso y en
el dialogo cultural. Su fe se funda en el diálogo eterno entre Dios y la
humanidad, encarnado en la persona de Jesucristo. Con humildad y con el
espíritu de servicio que animó la vida del Maestro, que no vino al mundo «para
ser servido, sino para servir» (Marcos 10,45), la Iglesia ofrece hoy a cada persona y cultura el tesoro que ha
recibido, permaneciendo en actitud de apertura y escucha de cuanto las
otras tradiciones religiosas tienen para ofrecer.
El diálogo,
en efecto, no es antitético al anuncio; porque no elimina las diferencias, sino
que ayuda a comprenderlas, las preserva en su originalidad y las hace capaces
de confrontarse en pos de un enriquecimiento franco y recíproco. Así, en la
humanidad bendecida por el Cielo, se puede encontrar la clave para caminar en
la tierra. Hermanos y hermanas, tenemos un origen común, que confiere la misma
dignidad a todos, y tenemos un camino compartido, que sólo podemos recorrer juntos,
viviendo bajo el mismo cielo que nos cobija y nos ilumina.
Hermanos y
hermanas, encontrarnos hoy aquí es un signo de que esperar es posible. Esperar
es posible. En un mundo lastimado por luchas y discordias, eso podría parecer
utópico; sin embargo, los proyectos más grandes comienzan en lo escondido, con
dimensiones casi imperceptibles. El gran
árbol nace de la semilla pequeña, oculta bajo la tierra. Y "el perfume de
las flores no viaja contra el viento, pero sí lo hace la fragancia de la
virtud. Quien es virtuoso perfuma todas las regiones de la tierra con su
bondad" (cf. El Dhammapada, 40).
Hagamos
florecer esta certeza, porque nuestro esfuerzo común para dialogar y construir
un mundo mejor no son vanos. Cultivemos la esperanza. Como dijo un filósofo:
«Cada cual fue grande según el objeto de su esperanza: uno fue grande en la que
atiende a lo posible; otro en la de las cosas eternas; pero el más grande de todos fue quien esperó lo
imposible» (S.A. Kierkegaard, Temor y temblor, Buenos Aires 1958, 12).
Que las
oraciones que elevamos al cielo y la fraternidad que vivimos en la tierra
alimenten la esperanza; que sean el testimonio sencillo y creíble de nuestra
religiosidad, de nuestro caminar juntos con la mirada elevada hacia lo alto, de
nuestro habitar este mundo en armonía —no olvidemos la palabra
"armonía"—, como peregrinos llamados a proteger el ambiente hogareño,
para todos. Gracias. Fuente e Imagen de Vatican. Va
HOMILÍA DEL SANTO PADRE Francisco
Steppe Arena, Ulán Bator Viaje apostólico a
Mongolia
Domingo, 3 de septiembre 2023
El amor que apaga nuestra sed, es el contenido
de la fe cristiana
Con las
palabras del Salmo hemos rezado: «Oh Dios, […] mi alma tiene sed de ti, por ti
suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua» (Sal 63,2). Esta
estupenda invocación acompaña el viaje de nuestra vida, en medio de los
desiertos que estamos llamados a atravesar. Y es precisamente en esa tierra
árida donde llega hasta nosotros la buena noticia.
En nuestro
camino no estamos solos; nuestras sequedades no tienen el poder de hacer
estéril para siempre nuestra vida; el grito de nuestra sed no permanece sin
respuesta. Dios Padre ha enviado a su Hijo para darnos el agua viva del
Espíritu Santo que apague la sed de nuestra alma (cf. Juan 4,10). Y Jesús —lo
hemos escuchado hace un momento en el Evangelio— nos muestra el camino para
apagar nuestra sed: es el camino del amor, que Él ha recorrido hasta el final,
hasta la cruz, desde la cual nos llama a seguirlo "perdiendo la vida para
encontrarla" nuevamente (cf. Mateo 16,24-25).
Detengámonos juntos en estos dos aspectos: la
sed que nos habita y el amor que apaga la sed.
Ante todo,
estamos llamados a reconocer la sed que nos habita. El salmista grita a Dios la
propia aridez porque su vida se asemeja a un desierto. Sus palabras tienen una
resonancia particular en una tierra como Mongolia; un territorio inmenso, rico
de historia, y una tierra rebosante de cultura, pero marcado también por la
aridez de la estepa y del desierto. Muchos de ustedes están acostumbrados a la
belleza y a la fatiga de tener que caminar, una acción que evoca un aspecto
esencial de la espiritualidad bíblica, representado por la figura de Abrahán y,
más en general, algo distintivo del pueblo de Israel y de cada discípulo del
Señor. Todos, todos nosotros, en efecto,
somos "nómadas de Dios", peregrinos en búsqueda de la felicidad,
caminantes sedientos de amor.
El desierto
evocado por el salmista se refiere, entonces, a nuestra vida; somos nosotros
esa tierra árida que tiene sed de un agua límpida, de un agua que apaga la sed
profundamente. Es nuestro corazón el que desea descubrir el secreto de la
verdadera alegría, la que incluso en medio de las sequedades existenciales,
puede acompañarnos y sostenernos. Sí, arrastramos una sed inextinguible de
felicidad, buscamos un significado y un sentido para nuestra vida, una
motivación para las actividades que llevamos a cabo cada día; y sobre todo
estamos sedientos de amor, porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed,
nos hace estar bien —el amor nos hace estar bien—, nos abre a la confianza
haciéndonos saborear la belleza de la vida.
Queridos
hermanos y hermanas, la fe cristiana
responde a esta sed; la toma en serio; no la descarta, no intenta aplacarla con
paliativos o sustitutos. Porque en esta sed está nuestro gran misterio;
esta sed nos abre al Dios vivo, al Dios amor que viene a nuestro encuentro para
hacernos hijos suyos y hermanos y hermanas entre nosotros.
Y llegamos
así al segundo aspecto: el amor que apaga
la sed. El primero era nuestra sed, existencial, profunda, y ahora
reflexionamos sobre el amor que apaga nuestra sed. Este es el contenido de la
fe cristiana: Dios, que es amor, en su Hijo Jesús se ha hecho cercano a ti,
a mí, a todos nosotros. Él desea compartir tu vida, tus trabajos, tus sueños,
tu sed de felicidad. Es verdad, a veces nos sentimos como una tierra sedienta,
reseca y sin agua, pero también es verdad que Dios se hace cargo de nosotros y
nos ofrece el agua límpida que apaga la sed, el agua viva del Espíritu que,
brotando en nosotros, nos renueva y nos libra del peligro de la sequedad. Esta
agua nos la da Jesús. Como afirma san Agustín, «si nos reconocemos como
sedientos, nos reconoceremos también como quienes beben» (Comentarios a los Salmos,
62,3).
Efectivamente,
si tantas veces en nuestra vida experimentamos el desierto, la soledad, el
cansancio, la esterilidad, no debemos olvidar esto: «Pero a fin de que no
desfallezcamos en este desierto —añade san Agustín—, Dios nos envió el rocío de
su Palabra […], [para] que de tal manera sintamos sed, que podamos beber […].
Dios se ha compadecido de nosotros, y nos ha abierto un camino en el desierto:
el mismo Señor nuestro Jesucristo —Él es el camino en desierto de la vida—; y
nos ha brindado un consuelo en el desierto, enviándonos predicadores de su
Palabra; nos dio a beber agua en el desierto, colmando del Espíritu Santo a sus
predicadores, para que surgiese en ellos la fuente de agua que brota hasta la
vida eterna» (ibíd., 3.8).
Estas
palabras, queridos hermanos, evocan nuestra historia. En el desierto de la
vida, en el trabajo de ser una comunidad pequeña, el Señor no nos hace faltar
el agua de su Palabra, especialmente a través de los predicadores y los
misioneros que, ungidos por el Espíritu Santo, siembran su belleza. Y la Palabra siempre, siempre nos lleva a lo
esencial, a lo esencial de la fe: dejarnos amar por Dios para hacer de nuestra
vida una ofrenda de amor. Porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra
sed. No lo olvidemos: sólo el amor apaga verdaderemente nuestra sed.
Es lo que
Jesús dice, con un tono fuerte, al apóstol Pedro en el Evangelio de hoy. Él no
acepta el hecho de que Jesús tenga que sufrir, ser acusado por los jefes del
pueblo, pasar por la pasión para después morir en la cruz. Pedro reacciona,
Pedro protesta, quisiera convencer a Jesús de que se equivoca, porque según él
—y a menudo también nosotros pensamos así— el Mesías no puede acabar derrotado,
de ningún modo puede morir crucificado, como un delincuente abandonado por
Dios. P
ero el
Señor reprende a Pedro, porque su modo de pensar es "el de los
hombres" —dice el Señor— y no el de Dios (cf. Mateo 16,21-23). Si pensamos que para apagar la sed de la
aridez de nuestra vida sean suficientes el éxito, el poder, las cosas
materiales, esta es una mentalidad mundana, que no lleva a nada bueno, sino
que además nos deja más secos que antes. Jesús, sin embargo, nos indica el
camino: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue
con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el
que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (Mateo 16,24-25).
Hermanos,
hermanas, este es el mejor camino de todos: abrazar la cruz de Cristo. En el
corazón del cristianismo se encuentra esta noticia desconcertante, y esta
noticia extraordinaria: cuando pierdes tu vida, cuando la ofreces sirviendo con
generosidad, cuando la arriesgas comprometiéndola en el amor, cuando haces de
ella un don gratuito para los demás, entonces vuelve a ti abundantemente,
derrama dentro de ti una alegría que no pasa, una paz en el corazón, una fuerza
interior que te sostiene. Tenemos
necesidad de paz interior.
Esta es la
verdad que Jesús nos invita a descubrir, que Jesús quiere revelar a todos, a
esta tierra de Mongolia: para ser felices no hace falta ser grandes, ricos o
poderosos. Sólo el amor apaga la sed de
nuestro corazón, sólo el amor cura nuestras heridas, sólo el amor nos da la
verdadera alegría. Y este es el camino que Jesús nos ha enseñado y ha
abierto para nosotros.
Entonces,
también nosotros, hermanos y hermanas, escuchemos la palabra que el Señor dice
a Pedro: «Ve detrás de mí» (Mateo 16,23), es decir: sé mi discípulo, realiza el
mismo camino que hago yo y no pienses más como el mundo. De ese modo, con la
gracia de Cristo y del Espíritu Santo, podremos transitar por el camino del
amor. Incluso cuando amar conlleve negarse a sí mismos, luchar contra los
egoísmos personales y mundanos, atreverse a vivir fraternalmente. Porque si es
verdad que todo esto cuesta esfuerzo y sacrificio, y a veces implique tener que
subir a la cruz, no es menos cierto que cuando perdemos la vida por el Evangelio,
el Señor nos la da en abundancia, llena de amor y alegría, para la eternidad.
Fuente e Imagen de Vatican. Va.