22 de septiembre 2023 Viaje apostólico Papa Francisco. Conclusión encuentros del mediterráneo. Marsella (Francia) Oración mariana con el clero diocesano. “El estilo de Dios es cercanía, compasión y ternura” Queridos hermanos y hermanas: Bon après-midi! [¡Buenas tardes!]
Me alegra
comenzar mi visita compartiendo con ustedes este momento de oración. Agradezco
al cardenal Jean-Marc Aveline las palabras de bienvenida y saludo a S.E. Mons.
Eric de Moulins-Beaufort, a los hermanos obispos, a los padres rectores y a
todos ustedes, sacerdotes, diáconos y seminaristas, consagradas y consagrados
que trabajan en esta arquidiócesis con generosidad y compromiso para construir
una civilización del encuentro con Dios y con el prójimo. ¡Gracias por su
presencia y su servicio, y gracias por sus oraciones!
He llegado
a Marsella siguiendo a las huellas de grandes cristianos: santa Teresa del Niño
Jesús, Carlos de Foucauld, Juan Pablo II y tantos otros, que han venido aquí
como peregrinos para encomendarse a Notre Dame de la Garde [Nuestra Señora de
la Guardia]. Pongamos bajo su manto los frutos de los Encuentros del
Mediterráneo, junto con los anhelos y las esperanzas de vuestros corazones.
En la
lectura bíblica, el profeta Sofonías nos ha exhortado a la alegría y a la
confianza, recordando que el Señor nuestro Dios no está lejos; está aquí, cerca
de nosotros, para salvarnos (cf. 3,17). Es un mensaje que nos remite, en cierto
sentido, a la historia de esta basílica y a lo que representa. Ésta, en efecto,
no fue fundada para recordar un milagro o una aparición particular, sino
sencillamente porque, desde el siglo XIII, el
santo Pueblo de Dios buscó y encontró aquí, en la colina de La Guardia, la
presencia del Señor a través de los ojos de su Santa Madre. Por eso, desde
hace siglos los marselleses —especialmente los que navegan sobre las olas del
Mediterráneo— suben aquí a rezar. Ha sido el Santo Pueblo fiel de Dios que ha
―uso la palabra― “ungido” este santuario, este lugar de oración. El Santo
Pueblo de Dios que, como dice el Concilio, es infalible in credendo [al creer].
Aún hoy,
para todos, la Bonne Mère [la Madre Buena] es protagonista de un tierno “cruce
de miradas”. Por una parte, la de Jesús, a quien ella siempre nos muestra y
cuyo amor se refleja en sus ojos ―el gesto auténtico de la Virgen es: «Hagan
todo lo que Él les diga», indicar a Jesús―: Por otra parte, las miradas de
tantos hombres y mujeres de toda edad y condición, que ella recoge y presenta a
Dios, como hemos recordado al inicio de esta oración al poner a sus pies un
cirio encendido. Así pues, en la encrucijada de pueblos que es Marsella, es
precisamente sobre este cruce de miradas que quisiera reflexionar con ustedes,
porque en él me parece que se expresa bien la dimensión mariana de nuestro
ministerio.
En efecto,
también nosotros, sacerdotes, consagrados, diáconos, estamos llamados a hacer
sentir a la gente la mirada de Jesús y, al mismo tiempo, llevar a Jesús la
mirada de los hermanos. Un intercambio de miradas. En el primer caso somos instrumentos de misericordia; en
el segundo, instrumentos de intercesión.
La primera
mirada es la de Jesús que acaricia al hombre. Es una mirada que va de arriba
hacia abajo, pero no para juzgar, sino para levantar a quien está caído. Es una
mirada llena de ternura, que se transparenta en los ojos de María. Y nosotros,
llamados a transmitir esta mirada, tenemos que abajarnos, sentir compasión
―subrayo esta palabra: compasión. No
olvidemos que el estilo de Dios es el de la cercanía, la compasión y la ternura―,
hacer nuestra «la paciente y alentadora benevolencia del Buen Pastor, que no
reprocha a la oveja perdida, sino que la carga sobre sus hombros y hace fiesta
por su retorno al redil (cf. Lucas 15, 4-7)» (Congregación para el Clero,
Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 41). A mí me gusta
pensar que el Señor no hace el gesto de señalar con el dedo para juzgar, sino
el de tender la mano para levantar.
Hermanos,
hermanas, aprendamos de esta mirada, no dejemos que pase un día sin hacer
memoria del momento en que la hemos recibido sobre nosotros, y hagámosla
nuestra, para ser hombres y mujeres de compasión. Cercanía, compasión, ternura.
No lo olvidemos. Ser compasivos
significa ser cercanos y tiernos. Abramos las puertas de las iglesias y de
las casas parroquiales, pero sobre todo las del corazón, para mostrar el rostro
de Nuestro Señor a través de nuestra mansedumbre, amabilidad y hospitalidad.
Que quien se les acerque no encuentre distancias y juicios, sino el testimonio
de una humilde alegría, más fructífera que cualquier capacidad ostentosa.
Que los
heridos de la vida encuentren un puerto seguro, una acogida, en vuestra mirada,
un aliento en vuestro abrazo, una caricia en vuestras manos, capaces de enjugar
lágrimas. Aun en las numerosas ocupaciones de cada día, no dejen, por favor,
que decaiga el calor de la mirada paterna y materna de Dios. Y a los sacerdotes les pido, por favor: ¡en
el sacramento de la penitencia perdonen siempre, perdonen! Sean generosos
como Dio es generoso con nosotros. ¡Perdonen! Pues con el perdón de Dios se
abren tantos caminos en la vida.
Es hermoso
hacer esto concediendo su perdón a los hombres con generosidad, siempre,
siempre, para romper las cadenas del pecado, por medio de la gracia, y
liberarlos de bloqueos, remordimientos, rencores y miedos que no pueden vencer
solos. Es hermoso redescubrir con admiración, a cualquier edad, la alegría de
iluminar las vidas, en los momentos alegres y tristes, con los sacramentos; y
transmitir en el nombre de Dios esperanzas inesperadas: su cercanía que
consuela, su compasión que cura, su ternura que conmueve. Cercanía, compasión, ternura. Estén cerca de todos, especialmente
de los más frágiles y menos afortunados, y que no les falte nunca a los que
sufren vuestra cercanía atenta y discreta.
Así
crecerán en ellos, pero también en ustedes, la fe que anima el presente, la
esperanza que abre al futuro y la caridad que dura para siempre. Este es el
primer movimiento: llevar a los hermanos la mirada de Jesús. En la vida existe una sola situación en la
que es lícito mirar a una persona de arriba para abajo: cuando tratamos de
aferrarla de la mano para levantarla. En las demás situaciones es un pecado
de soberbia. Miren a las personas caídas que con la mano ―consciente o
inconscientemente― les piden que las levanten. Tómenlos de la mano y
levántenlos: es un gesto muy hermoso, un gesto que no se puede hacer sin
ternura.
Y luego,
tenemos la segunda mirada, la de los hombres y las mujeres que se dirigen a
Jesús. Como María, que en Caná recogió y presentó al Señor las preocupaciones
de dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,3), también ustedes están llamados a hacerse,
para los demás ―hombres y mujeres para los demás―, voz que intercede (cf.
Romanos 8, 34). Entonces el rezo del Breviario, la meditación cotidiana de la
Palabra, el rosario y cualquier otra oración —les recomiendo especialmente la
de adoración—. Nosotros hemos perdido un poco el sentido de la adoración;
debemos recuperarlo —se los encargo—.
Todas estas
oraciones irán repletas de los rostros de quienes la Providencia pone en
vuestro camino. Llevarán con ustedes los ojos, las voces, los interrogativos de
todos ellos a la Mesa eucarística, al Sagrario o al silencio de vuestra habitación,
donde el Padre ve (cf. Mateo 6,6). Ustedes serán su eco fiel, como
intercesores, como “ángeles en la tierra”, mensajeros que llevan todo «delante
de la gloria del Señor» (Tobías 12,12).
Y quisiera
resumir esta breve meditación llamando vuestra atención sobre tres imágenes de
María que se veneran en esta basílica. La primera es la gran imagen que se
eleva sobre su cima, que la representa mientras sostiene al Niño Jesús que
bendice; por eso, como María llevemos la bendición y la paz de Jesús a todas
partes, a toda familia y a cada corazón. ¡Siembren paz! Es la mirada de la
misericordia.
La segunda
imagen se encuentra debajo de nosotros, en la cripta. Es la Vierge au bouquet
[Virgen del ramo], regalo de un laico generoso. También ella lleva al Niño
Jesús en un brazo, y nos lo muestra, pero en la otra mano, en lugar del cetro,
sostiene un ramo de flores. Nos hace
pensar cómo María, modelo de la Iglesia, mientras nos presenta a su Hijo,
también nos presenta a nosotros a Él, como un ramo de flores en el que cada
persona es única, es hermosa y valiosa a los ojos del Padre. Es la mirada de
intercesión. Esto es muy importante: la intercesión.
La primera
era la mirada de misericordia de la Virgen; esta, es la mirada de intercesión.
En fin, la tercera imagen es la que vemos aquí en el centro, sobre el altar,
que impacta por el resplandor que irradia. También nosotros, queridos hermanos
y hermanas, somos Evangelio vivo en la medida en que lo damos, saliendo de
nosotros mismos, reflejando su luz y su belleza con una vida humilde, alegre y
rica de celo apostólico. Que en esto nos inspiren los numerosos misioneros que
partieron desde esta atalaya para anunciar la buena noticia de Jesucristo al
mundo entero.
Queridos
amigos, llevemos a los hermanos la
mirada de Dios, llevemos a Dios la sed de los hermanos, difundamos la
alegría del Evangelio. Esta es nuestra vida y es increíblemente hermosa, a
pesar de las fatigas y las caídas, y también de nuestros pecados. Recemos
juntos a la Virgen, que nos acompañe, que nos proteja. Y ustedes, por favor,
recen por mí. Fuente e Imagen de Vatican. Va.
Gracias por
estar aquí. Ante nosotros está el mar, fuente de vida; pero este lugar evoca la
tragedia de los naufragios, que provocan muerte. Estamos reunidos en memoria de
aquellos que no sobrevivieron, que no fueron salvados. No nos acostumbremos a considerar los naufragios como noticias y a los
muertos como cifras; no, son nombres y apellidos, son rostros e historias,
son vidas truncadas y sueños destrozados. Pienso en los numerosos hermanos y
hermanas ahogados en el miedo, junto con las esperanzas que llevaban en el
corazón.
Frente a
semejante drama no sirven las palabras, sino los hechos. Pero antes de todo,
hace falta humanidad, hace falta silencio, llanto, compasión y oración. Los
invito ahora a un momento de silencio en memoria de estos hermanos y hermanas
nuestros; dejémonos conmover por sus tragedias. [momento de silencio]
Demasiadas
personas, huyendo de los conflictos, la pobreza y las catástrofes naturales,
encuentran entre las olas del Mediterráneo el rechazo definitivo a su búsqueda
de un futuro mejor. Y así este espléndido mar se ha convertido en un enorme
cementerio, donde muchos hermanos y
hermanas se ven privados incluso del derecho de tener una sepultura, pero
la única a ser sepultada es la dignidad humana. En el libro-testimonio
"Hermanito", el protagonista, al final del turbulento viaje que lo
condujo desde la República de Guinea hasta Europa, afirma:
«Cuando te sientas sobre el mar estás en una
encrucijada. A un lado está la vida, al otro la muerte. Allí no hay otras
salidas» (cf. A. Arzallus Antia – I. Balde, Fratellino, Milano 2021, 107).
Amigos, ante nosotros también se abre una encrucijada: por una parte, la
fraternidad, que fecunda de bien la comunidad humana; por otra, la
indiferencia, que ensangrienta el Mediterráneo. Nos encontramos frente a una encrucijada de civilización. ¡O la
cultura de la humanidad y de la fraternidad, o la cultura de la indiferencia:
en la que cada uno se las arregle como pueda!.
No podemos resignarnos a ver seres humanos
tratados como mercancía, aprisionados y torturados de manera atroz ―lo sabemos; tantas veces, cuando
los echamos, están destinados a ser torturados y encerrados―; no podemos seguir
presenciando los dramas de los naufragios, provocados por contrabandos
repugnantes y el fanatismo de la indiferencia. La indiferencia se vuelve fanática. Deben ser socorridas las
personas que, al ser abandonadas sobre las olas, corren el riesgo de ahogarse.
Es un deber de humanidad, es un deber de civilización.
El cielo nos bendecirá si en la tierra y en el
mar sabremos cuidar de los más débiles, si sabremos superar la parálisis del
miedo y el desinterés
que condena a muerte con guantes de seda. En esto, nosotros, los representantes
de las distintas religiones, estamos llamados a dar ejemplo. Dios, en efecto,
bendijo al padre Abrahán. Él fue llamado a dejar su tierra de origen: «partió
[…] sin saber a dónde iba» (Hebreos 11,8). Huésped y peregrino en tierra
extranjera, recibió a los viajeros que pasaron cerca de su tienda (cf. Génesis
18); «exiliado de su patria, carente de morada, él mismo era anfitrión y patria
de todos» (cf. S. Pedro Crisólogo, Discursos, 121).
Y «como
recompensa de su hospitalidad recibió el don de una posteridad» (cf. S.
Ambrosio de Milán, De officiis, II, 21). En las raíces de los tres monoteísmos
mediterráneos está por tanto la hospitalidad, el amor por el extranjero en
nombre de Dios. Y esto es vital si, como nuestro padre Abraham, soñamos con un
futuro próspero. No nos olvidemos del estribillo de la Biblia: "el
huérfano, la viuda y el migrante, el extranjero". Huérfano, viuda y extranjero: estas son las personas a las que Dios nos
ordena asistir.
Nosotros
los creyentes, por tanto, debemos ser ejemplares en la acogida recíproca y
fraterna. A menudo las relaciones entre los grupos religiosos no son fáciles,
pues la carcoma del extremismo y la peste ideológica del fundamentalismo
corroen la vida real de las comunidades. Pero quisiera, a este respecto, hacer
eco de lo que escribió un hombre de Dios que vivió no lejos de aquí: «Que ninguno guarde en su corazón
sentimientos de odio hacia su prójimo, sino de amor, porque el que tuviere
odio, aunque sea a un solo hombre, no podrá estar tranquilo ante Dios. Dios
no escucha su oración mientras guarde rencor en su alma» (cf. S. Cesario di
Arles, Discorsi, XIV, 2).
Hoy también
Marsella, caracterizada por un variado pluralismo religioso, está frente a una
encrucijada: encuentro o confrontación. Y yo les agradezco a todos ustedes, que
se ponen en el camino del encuentro: gracias por su compromiso solidario y
concreto en favor de la promoción humana y de la integración. Marsella es un modelo de integración.
Es hermoso que exista aquí —junto con otras realidades diferentes que trabajan
con los migrantes— el Marseille-Espérance, organismo de diálogo interreligioso
que promueve la fraternidad y la convivencia pacífica.
Miremos a
los pioneros y a los testigos del diálogo, como Jules Isaac, que vivió cerca de
aquí, y del cual se ha recordado recientemente el 60º aniversario de la muerte.
Ustedes son la Marsella del futuro. Sigan adelante sin desanimarse, para que
esta ciudad sea para Francia, para Europa y para el mundo un mosaico de
esperanza.
Como deseo,
quisiera finalmente citar algunas palabras que David Sassoli pronunció en Bari,
con ocasión de un encuentro precedente sobre el Mediterráneo: «En Bagdad, en la
Casa de la Sabiduría del Califa Al Ma'mun, judíos, cristianos y musulmanes
solían reunirse para leer los libros sagrados y a los filósofos griegos. Hoy
todos, creyentes y laicos, sentimos la necesidad de reconstruir esa casa para
continuar juntos a luchar contra los
ídolos, derribar muros, construir puentes y dar contenido a un nuevo humanismo.
Mirar en
profundidad nuestro tiempo y amarlo aún más cuando es difícil de amar, creo que
es la semilla sembrada en estos días [de reflexión] tan comprometidos con
nuestro destino. ¡Ya basta de tener miedo a los problemas que nos plantea el
Mediterráneo! [...] Para la Unión Europea y para todos nosotros, nuestra
supervivencia depende de ello» (cf. Discorso in occasione dell’Incontro di
riflessione e spiritualità "Mediterraneo frontiera di pace", 22
febbraio 2020).
Hermanos,
hermanas, afrontemos unidos los problemas, no hagamos naufragar la esperanza,
¡formemos juntos un mosaico de paz!
Me alegra
ver aquí a muchos de ustedes que se hacen a la mar para salvar, para rescatar
migrantes. Y muchas veces les impiden ir, porque ―dicen― que al barco le falta
algo, le falta esto, esto otro... Son gestos de odio contra el hermano,
disfrazados de "equilibrio". Gracias por todo lo que hacéis. Fuente e
Imagen de Vatican. Va.
Señor
Presidente de la República,
queridos
hermanos obispos,
distinguidos
Alcaldes y Autoridades representantes de las ciudades y territorios bañados por
el mar Mediterráneo,
¡amigas y
amigos todos!
Los saludo
cordialmente, agradecido con cada uno de ustedes por haber aceptado la
invitación del cardenal Aveline para participar en estos encuentros. Gracias
por vuestro trabajo y por las valiosas reflexiones que han compartido. Después
de Bari y Florencia, el camino del servicio a los pueblos mediterráneos avanza:
también aquí, responsables eclesiásticos y civiles están juntos no para tratar
intereses recíprocos, sino animados por el deseo del cuidado del hombre;
gracias porque lo hacen con los jóvenes, presente y futuro de la Iglesia y de
la sociedad.
La ciudad
de Marsella es muy antigua. Fundada por navegantes griegos procedentes de Asia
Menor, el mito la remonta a la historia de amor entre un marinero emigrado y
una princesa del lugar. Desde sus orígenes, ha tenido un carácter heterogéneo y
cosmopolita: acoge las riquezas del mar y da una patria a quienes ya no la
tienen. Marsella nos dice que, a pesar
de las dificultades, la convivencia cordial es posible y es fuente de alegría.
En el mapa —entre Niza y Montpellier— casi parece dibujar una sonrisa; y me
gusta considerarla así, Marsella es “la sonrisa del Mediterráneo”. Por eso
quisiera proponerles algunas reflexiones en torno a tres realidades que
caracterizan a Marsella: el mar, el puerto y el faro. Son tres símbolos.
1. El mar.
Una multitud de pueblos ha hecho de esta ciudad un mosaico de esperanza, con su
gran tradición multiétnica y multicultural, representada por más de 60
consulados presentes en su territorio. Marsella es a la vez una ciudad plural y
singular, ya que su pluralidad, fruto de su encuentro con el mundo, es lo que
hace singular su historia. A menudo oímos decir hoy que la historia
mediterránea es un entramado de conflictos entre civilizaciones, religiones y
visiones diferentes.
No
ignoramos los problemas ―que los hay―, pero no nos dejemos engañar: los
intercambios que han tenido lugar entre los pueblos han hecho del Mediterráneo
una cuna de civilización, un mar rebosante de tesoros, hasta el punto de que,
como escribió un gran historiador francés, «no es un paisaje, sino innumerables
paisajes.
No un mar,
sino una serie de mares»; «desde hace milenios todo ha confluido en él,
complicando y enriqueciendo su historia» (Braudel Fernand, El Mediterráneo:
tierra, mar, historia, en El Correo, París, diciembre 1985, 4). El mare nostrum
es un espacio de encuentro: entre las religiones abrahámicas; entre el
pensamiento griego, latino y árabe; entre la ciencia, la filosofía y el
derecho, y entre muchas otras realidades.
Ha transmitido al mundo el alto valor
del ser humano, dotado de libertad, abierto a la verdad y necesitado de
salvación, que ve el mundo como una maravilla por descubrir y un jardín por
habitar, en el signo de un Dios que hace alianzas con los hombres.
Un gran alcalde percibió el Mediterráneo no
como una cuestión de conflicto, sino como una respuesta de paz, es más, como
«el principio y el fundamento de la paz entre todas las naciones del mundo» (G. La
Pira, Parole a conclusione del primo Colloquio Mediterraneo, 6 de octubre de
1958). En efecto, dijo: «La respuesta [...] es posible si consideramos la común
vocación histórica y, por así decirlo, permanente que la Providencia ha
asignado en el pasado, asigna en el presente y, en cierto sentido, asignará en
el futuro a los pueblos y naciones que viven a orillas de este misterioso lago
Tiberíades ampliado que es el Mediterráneo» (Discurso de apertura del Primer
Coloquio Mediterráneo, 3 de octubre de 1958).
Lago de
Tiberíades, o Mar de Galilea, un lugar donde, en tiempos de Cristo, se
concentraba una gran variedad de pueblos, tradiciones y cultos. Justo allí, en
la “Galilea de los gentiles” (cf. Mt 4,15) atravesada por la Vía del mar, se
desarrolló la mayor parte de la vida pública de Jesús. Un contexto multiforme y
—en muchos sentidos inestable— fue el lugar de la proclamación universal de las
Bienaventuranzas, en nombre de un Dios Padre de todos, que «hace salir el sol
sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
Era también una invitación a ensanchar las fronteras del corazón, superando las
barreras étnicas y culturales.
He aquí, pues, la respuesta que viene del
Mediterráneo: este permanente mar de Galilea invita a oponer a la división de los conflictos la «convivialidad de
las diferencias» (Cf. T. Bello, Benedette inquietudini, Milano 2001, 73).
El mare nostrum, en la encrucijada entre Norte y Sur, Este y Oeste, concentra
los desafíos del mundo entero, como atestiguan sus “cinco costas” sobre las
cuales ustedes han reflexionado: Norte de África, Oriente Próximo, Mar
Negro-Egeo, Balcanes y Europa Latina. Es un frente de retos que atañe a todos:
pensemos en el desafío climático, en el que el Mediterráneo representa un
hotspot donde los cambios se dejan sentir con mayor rapidez. ¡Qué importante es cuidar la maquia
mediterránea, tesoro único de biodiversidad! En resumen, este mar, entorno
que ofrece un enfoque único de la complejidad, es un “espejo del mundo” y lleva
en sí mismo una vocación global a la fraternidad, única vocación y único camino
para prevenir y superar los conflictos.
Hermanos y
hermanas, en el actual mar de conflictos, estamos aquí para reconocer el valor
de la contribución del Mediterráneo, y que vuelva a ser un laboratorio de paz.
Porque ésta es su vocación, ser un lugar donde países y realidades diferentes
se encuentren sobre la base de la común humanidad que todos compartimos, y no
de ideologías contrapuestas. En efecto, el
Mediterráneo no expresa un pensamiento uniforme e ideológico, sino un
pensamiento polifacético y adherido a la realidad; un pensamiento vital,
abierto y conciliador: un pensamiento comunitario, esta es la palabra.
¡Cuánta
necesidad tenemos de él en la coyuntura actual, en la que nacionalismos
anacrónicos y beligerantes quieren acabar con el sueño de la comunidad de
naciones! Pero recordémoslo, con las armas se hace la guerra, no la paz, y con
la ambición de poder se vuelve siempre al pasado, no se construye el futuro.
¿Por dónde empezar, pues, para que la paz eche
raíces? A orillas
del mar de Galilea, Jesús comenzó por dar esperanza a los pobres,
proclamándolos bienaventurados: escuchó sus necesidades, curó sus heridas, les
anunció ante todo la buena nueva del Reino. Es desde el grito de los últimos, a
menudo silencioso, que debemos partir de nuevo; no de los primeros de la clase
que, aun estando bien, levantan la voz. Comencemos de nuevo, Iglesia y
comunidad civil, de la escucha de los pobres, que «se abrazan, no se cuentan»
(P. Mazzolari, La parola ai poveri, Bolonia 2016, 39), porque son rostros, no
números.
El cambio
de tono en nuestras comunidades radica en tratarlos como hermanos cuyas
historias debemos conocer y no como problemas fastidiosos, expulsándolos,
mandándolos de regreso a casa; ese cambio radica en acogerlos, no en
esconderlos; en integrarlos, no en desalojarlos; en darles dignidad. Marsella,
quisiera repetirlo, es la capital de la integración de los pueblos. ¡Y esto es
un orgullo para ustedes! Hoy el mar de
la convivencia humana está contaminado por la precariedad, que hiere incluso a
la espléndida Marsella. Y donde hay precariedad hay criminalidad: donde hay
pobreza material, educativa, laboral, cultural y religiosa, se allana el
terreno de las mafias y de los tráficos ilegales.
El
compromiso de las instituciones no es suficiente, se necesita una sacudida de
conciencia para decir “no” a la ilegalidad y “sí” a la solidaridad, que no es
una gota en el océano, sino el elemento indispensable para purificar sus aguas.
De hecho, el verdadero mal social no estriba tanto en
el crecimiento de los problemas, sino en el declive de la atención. ¿Quién
se hace cercano hoy en día a los jóvenes abandonados a su suerte, presa fácil
de la delincuencia y la prostitución? ¿Quién se hace cargo de ellos? ¿Quién
está cerca de las personas esclavizadas por un trabajo que debería hacerlas más
libres? ¿Quién se ocupa de las familias asustadas, temerosas del futuro y de
traer nuevas criaturas al mundo?
¿Quién escucha los gemidos de los ancianos
solos que, en lugar de ser valorados, son aparcados, con la perspectiva
falsamente digna de una muerte dulce, pero que en realidad es más salada que las
aguas del mar? ¿Quién piensa en los niños no nacidos, rechazados en nombre de
un falso derecho al progreso, que es en cambio un retroceso en las necesidades
del individuo?
En la actualidad enfrentamos el drama de
confundir a los niños con los perritos. Mi secretario me contaba que, pasando
por la Plaza de san Pedro, había visto a una mujer que parecía llevar niños en
un cochecito. ¡Pero no eran niños sino perritos! Esta confusión nos indica que algo malo está
pasando. ¿Quién mira con compasión, más allá de sus propios intereses, para
escuchar los gritos de dolor que se elevan desde África del Norte y Oriente
Próximo? ¡Cuántas personas viven inmersas en la violencia y sufren situaciones
de injusticia y persecución! Pienso en tantos cristianos, a menudo obligados a
abandonar sus tierras o a habitarlas sin que se les reconozcan sus derechos,
sin gozar de plena ciudadanía.
Por favor,
comprometámonos para que los que forman parte de la sociedad puedan convertirse
en ciudadanos de pleno derecho. Y luego, hay un grito de dolor que es el que
más retumba de todos, y que está convirtiendo el mare nostrum en mare mortuum,
el Mediterráneo de cuna de la civilización en tumba de la dignidad. Es el grito sofocado de los hermanos y
hermanas migrantes, al que quisiera dedicarle atención reflexionando sobre
la segunda imagen que Marsella nos ofrece, la de su puerto.
2. El
puerto de Marsella, durante siglos ha sido una puerta abierta de par en par al
mar, a Francia y a Europa. Desde aquí muchos han partido al extranjero en busca
de trabajo y de futuro, y desde aquí muchos han atravesado la puerta del
continente con equipajes cargados de esperanza. Marsella tiene un gran puerto y
es una gran puerta que no se puede cerrar. Varios puertos mediterráneos, en
cambio, se han cerrado.
Dos
palabras han resonado, alimentando los temores de la gente: “invasión” y
“emergencia” Y se cierran los puertos. Pero quien arriesga su vida en el mar no
invade, busca acogida, busca vida. En cuanto a la emergencia, el fenómeno
migratorio no es tanto una urgencia momentánea, siempre oportuna para agitar la
propaganda alarmista, sino una realidad de nuestro tiempo, un proceso que
involucra a tres continentes en torno al Mediterráneo y que debe ser gobernado
con sabia clarividencia: con una responsabilidad europea capaz de afrontar las
dificultades objetivas.
Estoy viendo aquí, en este mapa, los puertos
privilegiados para los inmigrantes: Chipre, Grecia, Malta, Italia y España… Se
asoman al Mediterráneo y acogen inmigrantes. El mare nostrum clama justicia, con
sus riberas rezumantes de opulencia, consumismo y despilfarro, por un lado, y
de pobreza y precariedad, por otro.
También en
este caso el Mediterráneo es un espejo del mundo, con el Sur volviéndose hacia
el Norte; con tantos países en vías de desarrollo, afligidos por la
inestabilidad, los regímenes, las guerras y la desertificación, que miran a
aquellos acaudalados, en un mundo globalizado, en el que todos estamos
conectados, pero en el que las diferencias nunca habían sido tan profundas. Sin
embargo, esta situación no es una novedad de estos últimos años, ni es este
Papa venido del otro lado del mundo el primero en advertirla con urgencia y
preocupación. La Iglesia lleva más de cincuenta años hablando de ella en tono
apremiante.
Poco tiempo
después de la conclusión del Concilio Vaticano II, san Pablo VI, en su
Encíclica Populorum progressio, escribió: «Los
pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos
opulentos. La Iglesia sufre ante esta crisis de angustia, y llama a todos,
para que respondan con amor al llamamiento de sus hermanos» (n. 3). El Papa
Montini enumeró “tres deberes” de las naciones más desarrolladas, «[que]tienen
sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural»: «deber de solidaridad, en
la ayuda que las naciones ricas deben aportar a los países en vías de
desarrollo; deber de justicia social, enderezando las relaciones comerciales
defectuosas entre los pueblos fuerte y débiles; deber de caridad universal, por
la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y
recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de
los otros» (n. 44).
A la luz
del Evangelio y de estas consideraciones, Pablo VI, en 1967, insistió en el
«deber de hospitalidad», sobre el cual, escribió, «no insistiremos nunca
demasiado» (n. 67). Quince años antes, Pío XII había animado a ello,
escribiendo que “la Familia de Nazaret desterrada, Jesús, María y José
emigrantes a Egipto […] son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los
emigrantes y peregrinos de todos los tiempos y lugares, y de todos los prófugos
de cualquier condición que, por miedo a las persecuciones o acuciados por la
necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, los parientes queridos […]
para dirigirse a tierra extranjera” (Const. Ap. Exsul Familia, de spirituali
emigrantium cura, 1º agosto 1952)
Por
supuesto, las dificultades para acoger. A los inmigrantes se les acoge, se les
protege o se les acompaña, se les promueve e se les integra. Si no se logra llegar hasta el final, el
inmigrante termina en la órbita de la sociedad. Acogido, acompañado, promovido
e integrado: éste sería el estilo. No es fácil, en efecto, adquirir este estilo
o integrar a las personas no deseadas están a la vista de todos, pero el
criterio principal no puede ser la conservación del propio bienestar, sino la
salvaguardia de la dignidad humana.
Quienes
se refugian con nosotros no deben ser vistos como una carga que hay que llevar;
si los vemos como hermanos, se nos manifestarán sobre todo como dones.
Mañana se celebrará la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Dejémonos
conmover por la historia de tantos hermanos y hermanas nuestros en dificultad,
que tienen derecho tanto a emigrar como a no emigrar, y no nos encerremos en la
indiferencia.
La Historia nos llama a una sacudida de
conciencia para evitar el naufragio de civilización. Ciertamente, el futuro no estará en la
cerrazón, que es una vuelta al pasado, un retroceso en el camino de la
historia. Contra la terrible lacra de la explotación de los seres humanos, la
solución no es rechazar, sino garantizar, en la medida de las posibilidades de
cada uno, un amplio número de entradas legales y regulares, sostenibles gracias
a una acogida justa por parte del continente europeo, en el marco de la
cooperación con los países de origen.
Decir
“basta”, por el contrario, es cerrar los ojos; intentar “salvarse a sí mismos”
ahora, se convertirá en una tragedia mañana, cuando las generaciones futuras
nos agradecerán si habremos sido capaces de crear las condiciones para una
imprescindible integración, mientras que nos culparán si sólo habremos
fomentado una asimilación infecunda. La integración, también de los
inmigrantes, es laboriosa, pero de amplias miras: prepara el futuro, que, nos
guste o no, será juntos o no lo será.
La
asimilación que no tiene en cuenta las diferencias y permanece rígida en sus
propios paradigmas, deja, en cambio, que la idea prevalezca sobre la realidad y
compromete el futuro, aumentando las distancias y provocando la formación de
guetos, que provoca hostilidad e intolerancia. Necesitamos la fraternidad como
el pan. La propia palabra “hermano”, en su derivación indoeuropea, revela una
raíz relacionada con la nutrición y la subsistencia.
Nos sostendremos a nosotros mismos sólo alimentando de esperanza a los
más débiles, acogiéndolos como hermanos. «No se olviden de practicar la
hospitalidad» (Hebreos 13,2), nos dice la Escritura. Y en el Antiguo testamento
se repite: la viuda, el huérfano y el extranjero. Estos son los tres deberes de
la caridad: asistir a la viuda, asistir al huérfano y asistir al extranjero, al
emigrante.
En este
sentido, el puerto de Marsella es también una “puerta de la fe”. Según la
tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el
Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva
tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el
Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de
una parábola suya muy actual, que nos abre los ojos ante desigualdad que corroe
la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres.
Pues bien,
nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre único e
inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y
vida (cf. Juan 14,6), no podemos aceptar
que se cierren los caminos del encuentro. ¡Por favor, no cerremos los caminos
del encuentro! ¡No podemos aceptar que la verdad del dios dinero prevalezca
sobre la dignidad humana que la vida se convierta en muerte! La Iglesia,
confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el
hombre (cf. Carta encíclica. Redemptor Hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los
más frágiles, que son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo
que cuenta: ¡no la relevancia social o la importancia numérica, sino la
fidelidad al Señor y al hombre!
Este es el
testimonio cristiano que muchas veces es incluso heroico; pienso, por ejemplo,
en san Charles de Foucauld, el “hermano universal”, en los mártires de Argelia,
pero también en tantos operadores de caridad de hoy. En esta forma de vida
escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el cual
atracar y del cual partir para forjar vínculos con la gente de todos los pueblos,
buscando en todas partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha
recibido por gracia.
He aquí la
realidad más pura de la Iglesia, he aquí ―escribió Bernanos― «la Iglesia de los
santos», añadiendo que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de
disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la
caridad no lo anima» (Juana, relapsa y santa, Granada, 2019). Me gusta ensalzar
esta perspicacia francesa, genio creyente y creador, que ha afirmado estas
verdades a través de multitud de gestos y escritos. San Cesáreo de Arlés decía:
«Si tienes caridad, tienes a Dios; y si
tienes a Dios, ¿qué te falta?» (Sermo 22,2).
Pascal
reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n.
583) y que «la verdad sin la caridad no es Dios, y es su imagen y un ídolo al
que no hay que amar ni adorar» (Pensamientos, n. 597). Y san Juan Casiano, que
murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario, vale
menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (Conferenze spirituali XVI,
6).
Por eso es
bueno que, en lo que se refiere a la caridad, los cristianos no estemos por
debajo a ninguno; y que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la
pastoral. No estamos llamados a añorar los tiempos pasados ni a redefinir una
relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el
Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad,
creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de
febrero de 2020).
San Pablo,
el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del
Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo,
debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2). Queridos hermanos
obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en
nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el
consuelo de Jesús a una humanidad cansada y herida.
Que la Iglesia no sea un conjunto de prescripciones, sino un puerto de
esperanza para los desalentados. ¡Ensanchen el corazón, por favor! Que la
Iglesia sea un puerto de consuelo, donde la gente se sienta animada a navegar
por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo. Que la Iglesia
no sea una aduano. Recordemos lo que dice el Señor: todos, todos, absolutamente
todos estamos invitados.
3. Esto me
lleva brevemente a la última imagen, la del faro. Éste ilumina el mar y permite
ver el puerto. ¿Qué estelas de luz pueden orientar el rumbo de las Iglesias en
el Mediterráneo? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes
diferentes, creo que podemos reflexionar sobre rutas más sinérgicas, quizás
incluso considerando la oportunidad de una Conferencia eclesial del
Mediterráneo ―como ha dicho el cardenal Aveline―, que permita más posibilidades
de intercambio y que dé mayor representatividad eclesial a la región.
Pensando
también en la cuestión portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar
por una pastoral específica aún más coordinada, de manera que las diócesis más
expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las
hermanas y hermanos que llegan necesitados.
El faro, en
este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre
todo, en los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es
una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus. De los
aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir
relaciones entre culturas que la universidad? Allí, los jóvenes no se dejan
cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el
porvenir. Que las universidades mediterráneas sean laboratorios de sueños y
astilleros del futuro, donde los jóvenes maduren encontrándose, conociéndose y
descubriendo culturas y contextos cercanos y diferentes al mismo tiempo. Así se
rompen prejuicios, se curan heridas y se evitan retóricas fundamentalistas.
¡Estén atentos a la prédica de muchos
fundamentalistas, que están de moda hoy en día! Jóvenes bien formados y
orientados para confraternizar podrán abrir puertas inesperadas de diálogo. Si queremos que se dediquen al
Evangelio y al alto servicio de la política, es necesario, ante todo, que
seamos creíbles: olvidándonos de nosotros mismos, libres de la
autoreferencialidad, dedicados a gastarnos sin descanso por los demás. Pero el
reto primordial de la educación concierne a todas las edades formativas: ya
desde niños, al “mezclarse” con los demás, se pueden superar muchas barreras y
prejuicios, desarrollando la propia identidad en un contexto de enriquecimiento
mutuo. La Iglesia bien puede contribuir a ello poniendo sus redes de formación
al servicio y animando una “creatividad de la fraternidad”.
Hermanos y
hermanas, el desafío es también el de una teología mediterránea ―la teología
debe estar enraizada en la vida; una teología de laboratorio no funciona―, que
desarrolle un pensamiento adherido a la realidad, “casa” de lo humano y no sólo
del dato técnico, capaz de unir a las generaciones vinculando memoria con
futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre cristianos,
así como el diálogo entre creyentes de distintas religiones.
Es bueno
aventurarse en una investigación filosófica y teológica que, recurriendo a las
fuentes culturales mediterráneas, restituya la esperanza al hombre, misterio de
libertad que está necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su
existencia. Y también es necesario reflexionar sobre el misterio de Dios, que
nadie puede pretender poseer ni dominar, y que, de hecho, debe sustraerse a
todo uso violento e instrumental, conscientes de que la confesión de su
grandeza presupone en nosotros la humildad del que busca.
¡Queridos
hermanos y hermanas, me siento feliz de estar aquí, en Marsella! ¡En una
ocasión el Señor Presidente me invitó a visitar Francia y me dijo “! ¡Pero es
importante que vaya a Marsella!”. Y así lo he hecho. Les agradezco su escucha
paciente y su compromiso. ¡Sigan adelante,
con valentía! Sean un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con
una sinergia solidaria; sean un puerto acogedor, para abrazar a los que
buscan un futuro mejor; sean un faro de paz, para quebrantar, mediante la
cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra.
Muchas gracias. Fuente e Imagen de Vatican. Va.
23 de
septiembre. Homilía, Eucaristía santo
Padre Francisco. Viaje apostólico Marsella (Francia) Estadio Velódrome.
Dicen las
Escrituras que el rey David, una vez establecido su reino, decidió transportar
el Arca de la Alianza a Jerusalén. Después de haber convocado al pueblo, se
levantó y partió para ir a traerla; luego, durante el trayecto, él mismo
danzaba frente a ella junto con la gente, exultando de alegría por la presencia
del Señor (cf. 2 Samuel 6, 1-15). Con esta escena de trasfondo, el evangelista
Lucas nos relata la visita de María a su prima Isabel.
En efecto, también María
se levantó y partió hacia la región de Jerusalén y, cuando entró en la casa de
Isabel, el niño que ella llevaba en el seno saltó de alegría al reconocer la
llegada del Mesías, se puso a danzar como había hecho David frente al Arca (cf.
Lc 1,39-45).
María, por tanto, es presentada como la
verdadera Arca de la Alianza, que introduce al Señor encarnado en el mundo. Es la joven Virgen que sale al
encuentro de la anciana estéril y, llevando a Jesús, se convierte en signo de
la visita de Dios que vence toda esterilidad. Es la Madre que sube hacia los
montes de Judá, para decirnos que Dios se pone en camino hacia nosotros, para
encontrarnos con su amor y hacernos exultar de gozo ¡Es Dios, que se pone en camino!
En estas dos mujeres, María e Isabel, se revela
la visita de Dios a la humanidad: una es joven y la otra anciana, una es virgen
y la otra estéril, y sin embargo ambas están encinta de un modo “imposible”. Esta es la obra de Dios en nuestra
vida: hace posible aun aquello que parece imposible, engendra vida incluso en
la esterilidad.
Hermanos y
hermanas, preguntémonos con sinceridad de corazón: ¿creemos que Dios está
obrando en nuestra vida? ¿Creemos que el Señor, de manera misteriosa y a menudo
imprevisible, actúa en la historia, realiza maravillas y está obrando también
en nuestras sociedades marcadas por el secularismo mundano y por una cierta
indiferencia religiosa?
Hay un modo para discernir si tenemos esta
confianza en el Señor.
¿Cuál es este modo? El Evangelio dice que «apenas Isabel oyó el saludo de
María, el niño saltó de alegría en su seno» (v. 41). Este es el signo: saltar,
estremecerse. El que cree, el que reza,
el que acoge al Señor exulta en el Espíritu, siente que algo se mueve
dentro, “danza” de alegría. Y quisiera detenerme y reflexionar sobre este
exultar de la fe.
La
experiencia de fe genera ante todo un estremecimiento ante la vida. Exultar
significa ser “tocados por dentro”, tener un estremecimiento interior, sentir
que algo se mueve en nuestro corazón. Es lo contrario de un corazón aburrido,
frío, acomodado a una vida tranquila, que se blinda en la indiferencia y se
vuelve impermeable, que se endurece, insensible a todo y a todos, aun al
trágico descarte de la vida humana, que hoy es rechazada en tantas personas que
emigran, así como en tantos niños no nacidos y en tantos ancianos abandonados.
Un corazón
frío y aburrido arrastra la vida de modo mecánico, sin pasión, sin impulso, sin
deseo. Y de todo esto, en nuestra sociedad europea, podemos enfermarnos: del
cinismo, del desencanto, de la resignación, de la incertidumbre surge un
sentido general de tristeza ―todo junto: la tristeza, aquella tristeza
escondida en los corazones―. Alguien las ha llamado “pasiones tristes”; es una
vida sin sobresaltos.
En cambio,
el que es generado en la fe reconoce la presencia del Señor, como el niño en el
seno de Isabel. Reconoce su obra en la sucesión de los días y recibe ojos
nuevos para observar la realidad; aun en medio a las fatigas, los problemas y
los sufrimientos, descubre cotidianamente la visita de Dios y se siente
acompañado y sostenido por Él.
Frente al
misterio de la vida personal y a los desafíos de la sociedad, el que cree
exulta, tiene una pasión, un sueño que cultivar, un interés que impulsa a
comprometerse en primera persona. Ahora que cada uno de nosotros se pregunte:
¿siento yo estas cosas? ¿tengo yo estas cosas? Quien es así sabe que el Señor está presente en todo, llama, invita a
testimoniar el Evangelio para edificar con mansedumbre un mundo nuevo, a
través de los dones y los carismas recibidos.
La
experiencia de la fe, además de un estremecimiento ante la vida, genera también
un estremecimiento ante el prójimo. En el misterio de la Visitación, en efecto,
vemos que la visita de Dios no se realiza por medio de acontecimientos
celestiales extraordinarios, sino en la sencillez de un encuentro. Dios viene a
la puerta de una casa de familia, en el tierno abrazo entre dos mujeres, en el
encontrarse de dos embarazos llenos de admiración y esperanza. Y en este
encuentro está la solicitud de María, la maravilla de Isabel, la alegría de
compartir.
Recordémoslo
siempre, también en la Iglesia: Dios es
relación y nos visita con frecuencia a través de los encuentros humanos, cuando
sabemos abrirnos al otro, cuando hay un estremecimiento por la vida de
quien pasa cada día a nuestro lado y cuando nuestro corazón no permanece
indiferente e insensible ante las heridas del que es más frágil. Nuestras
ciudades metropolitanas y los numerosos países europeos como Francia, donde
conviven culturas y religiones diferentes son, en este sentido, un gran desafío
contra las exasperaciones del individualismo, contra los egoísmos y las
cerrazones que producen soledades y sufrimientos. Aprendamos de Jesús a conmovernos por quienes viven a nuestro lado,
aprendamos de Él que, ante las multitudes cansadas y exhaustas, siente compasión
y se conmueve (cf. Marcos 6, 34), se estremece de misericordia ante la
carne herida de aquel que encuentra.
Como afirma
uno de sus grandes santos, san Vicente de Paúl: «es preciso que sepamos
enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y
las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de
misericordia, que es el espíritu propio de Dios», hasta reconocer que los
pobres son «nuestros señores y nuestros amos» (cf. Correspondance, entretiens,
documents, París 1920-25, 341; 392-393).
Hermanos,
hermanas, pienso en tantos “estremecimientos” de Francia, en una historia rica
de santidad, de cultura, de artistas y de pensadores, que apasionaron a tantas
generaciones. También hoy nuestra vida, la vida de la Iglesia, Francia, Europa
necesitan esto: la gracia de un estremecimiento, de un nuevo estremecimiento de
fe, de caridad y de esperanza.
Necesitamos
recuperar la pasión y el entusiasmo, redescubrir el gusto del compromiso por la
fraternidad, de seguir corriendo el riesgo del amor en las familias y hacia
los más débiles, y de reencontrar en el Evangelio una gracia que transforma y
embellece la vida.
Miremos a
María, que se incomoda poniéndose en camino y nos enseña que Dios es
precisamente así: nos incomoda, nos pone en movimiento, nos hace “exultar”,
como le sucedió a Isabel. Y nosotros queremos ser cristianos que encuentran a
Dios con la oración y a los hermanos con el amor; cristianos que exultan,
vibran, acogen el fuego del Espíritu para después dejarse arder por las
preguntas de hoy, por los desafíos del Mediterráneo, por el grito de los
pobres, por las “santas utopías” de fraternidad y de paz que esperan ser
realizadas.
Hermanos y
hermanas, junto con ustedes suplico a la Virgen, Nuestra Señora de la Guardia,
que vele sobre vuestra vida, que cuide a Francia, que cuide a toda Europa, y
que nos haga exultar en el Espíritu. Y quisiera hacerlo con las palabras de
Paul Claudel: Está la Iglesia abierta. […] / Sin nada que pedirte, nada que
darte. / Sólo he venido, Madre, para mirarte. / Mirarte, llorar de dicha,
mostrar así / que soy hijo tuyo y que tú estás aquí. […] Estar contigo, María,
donde tú estás. […] / Simplemente porque eres María / porque eres simplemente y
siempre estás aquí, / Madre de Jesucristo, ¡gracias a ti!» (cf. «La Vierge à
midi», Poëmes de Guerre 1914-1916, Paris 1922). Fuente e Imagen de Vatican. Va.