29 de junio 2018. El Ungido de Dios lleva el amor y la
misericordia del Padre hasta sus últimas consecuencias. Homilía del Papa Francisco
con motivo de la solemnidad de san Pedro y san Pablo apóstoles. Hermanos y
hermanas. Las lecturas proclamadas nos permiten tomar contacto con la tradición
apostólica más rica, esa que «no es una transmisión de cosas muertas o palabras
sino el río vivo que se remonta a los orígenes, el río en el que los orígenes
están siempre presentes» (Benedicto XVI, Catequesis, 26 abril 2006)
y nos
ofrecen las llaves del Reino de los cielos (cf. Mt 16,19). Tradición perenne y
siempre nueva que reaviva y refresca la alegría del Evangelio, y nos permite
así poder confesar con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es
Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11).
Todo el Evangelio busca responder a la pregunta que anidaba
en el corazón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos
rostros sedientos de vida: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a
otro?» (Mt 11,3). Pregunta que Jesús retoma y hace a sus discípulos: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Pedro, tomando la palabra en
Cesarea de Filipo, le otorga a Jesús el título más grande con el que podía
llamarlo: «Tú eres el Mesías» (Mt 16,16), es decir, el Ungido de Dios. Me gusta
saber que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a Pedro, que veía cómo
Jesús ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina
con el único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: “unge”
al muerto (cf. Mc 5,41-42; Lc 7,14-15), unge al enfermo (cf. Mc 6,13; St 5,14),
unge las heridas (cf. Lc 10,34), unge al penitente (cf. Mt 6,17), unge la
esperanza (cf. Lc 7,38; 7,46; 10,34; Jn 11,2; 12,3).
En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano —allí
donde se encontraba— pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus
gestos, Jesús les decía de modo personal: tú me perteneces. Como Pedro, también
nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo
que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido
resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo
Todo yugo de
esclavitud es destruido a causa de su unción (cf. Is 10,27). No nos es lícito
perder la alegría y la memoria de sabernos rescatados, esa alegría que nos
lleva a confesar «tú eres el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Y es interesante,
luego, prestar atención a la secuencia de este pasaje del Evangelio en que
Pedro confiesa la fe: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus
discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y
resucitar al tercer día» (Mt 16,21).
El Ungido de Dios lleva el amor y la misericordia del Padre
hasta sus últimas consecuencias. Tal amor misericordioso supone ir a todos los
rincones de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen
nombre”, las comodidades, la posición… el martirio. Ante este anuncio tan
inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede
pasarte» (Mt 16,22), y se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el
camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta
se transforma en su enemigo (lo llama “Satanás”).
Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también
aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como
Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos “secreteos” del
maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo “secreteos” porque
el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención, «se
comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto»
(S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 326). En cambio, participar
de la unción de Cristo es participar de su gloria, que es su Cruz: Padre,
glorifica a tu Hijo… «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). Gloria y cruz en
Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la
cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos
engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del
“adversario”.
No son pocas las veces que sentimos la tentación de ser
cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús
toca la miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne
sufriente de los demás. Confesar la fe con nuestros labios y con nuestro
corazón exige — como le exigió a Pedro— identificar los “secreteos” del
maligno. Aprender a discernir y descubrir esos cobertizos personales o
comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de la tormenta humana; que
nos impiden entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y nos
privan, en definitiva, de conocer la fuerza revolucionaria de la ternura de
Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270).
Al no separar la gloria de la cruz, Jesús quiere rescatar a
sus discípulos, a su Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos
de servicio, vacíos de compasión, vacíos de pueblo. La quiere rescatar de una
imaginación sin límites que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel o,
lo que sería peor, cree que el servicio a su Señor le pide desembarazarse de
los caminos polvorientos de la historia. Contemplar y seguir a Cristo exige
dejar que el corazón se abra al Padre y a todos aquellos con los que él mismo
se quiso identificar (Cf. S. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 49), y esto
con la certeza de saber que no abandona a su pueblo.
Queridos hermanos, sigue latiendo en millones de rostros la
pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt
11,3). Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es
Señor» (Flp 2,11). Este es nuestro cantus firmus que todos los días estamos
invitados a entonar. Con la sencillez, la certeza y la alegría de saber que «la
Iglesia resplandece no con luz propia, sino con la de Cristo. Recibe su
esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el
que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20)» (S. Ambosio, Hexaemeron, IV,
8,32). Fuente: Aciprensa.