28 de octubre 2018. Homilía del Papa Francisco en la misa de
clausura del Sínodo de los Obispos, celebrado en la ciudad de Roma. Escuchar,
acompañar y testimoniar. Dice el Santo Padre: °°° El episodio que hemos
escuchado es el último que narra el evangelista Marcos sobre el ministerio
itinerante de Jesús, quien poco después entrará en Jerusalén para morir y
resucitar. Bartimeo es, por lo tanto, el último que sigue a Jesús en el camino:
de ser un mendigo al borde de la vía en Jericó, se convierte en un discípulo que
va con los demás a Jerusalén. Nosotros también hemos caminado juntos, hemos
“hecho sínodo” y ahora este evangelio sella tres pasos fundamentales para el
camino de la fe.
En primer lugar, nos fijamos en Bartimeo: su nombre
significa “hijo de Timeo”. Y el texto lo especifica: «El hijo de Timeo,
Bartimeo» (Mc 10,46). Pero, mientras el Evangelio lo reafirma, surge una
paradoja: el padre está ausente. Bartimeo yace solo junto al camino, lejos de
casa y sin un padre: no es alguien amado sino abandonado. Es ciego y no tiene
quien lo escuche. Jesús escucha su grito. Y cuando lo encuentra le deja hablar.
No era difícil adivinar lo que Bartimeo le habría pedido: es evidente que un ciego
lo que quiere es tener o recuperar su vista. Pero Jesús no es expeditivo, da
tiempo a la escucha. Este es el primer paso para facilitar el camino de la fe:
escuchar. Es el apostolado del oído: escuchar, antes de hablar.
Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús
imprecaban a Bartimeo para que se callara (cf. v. 48). Para estos discípulos,
el necesitado era una molestia en el camino, un imprevisto en el programa.
Preferían sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de escuchar a los
demás: seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran sus propios planes. Es
un peligro del que tenemos que prevenirnos siempre. Para Jesús, en cambio, el
grito del que pide ayuda no es algo molesto que dificulta el camino, sino una
pregunta vital. ¡Qué importante es para nosotros escuchar la vida! Los hijos
del Padre celestial escuchan a sus hermanos: no las murmuraciones inútiles,
sino las necesidades del prójimo.
Escuchar con amor,
con paciencia, como hace Dios con nosotros, con nuestras oraciones a menudo
repetitivas. Dios nunca se cansa, siempre se alegra cuando lo buscamos.
Pidamos también nosotros la gracia de un corazón dócil para escuchar. Me
gustaría decirles a los jóvenes, en nombre de todos nosotros, adultos:
disculpadnos si a menudo no os hemos escuchado; si, en lugar de abrir vuestro
corazón, os hemos llenado los oídos. Como Iglesia de Jesús deseamos escucharos
con amor, seguros de dos cosas: que vuestra vida es preciosa ante Dios, porque
Dios es joven y ama a los jóvenes; y que vuestra vida también es preciosa para
nosotros, más aún, es necesaria para seguir adelante.
Después de la escucha, un segundo paso para acompañar el
camino de fe: hacerse prójimos. Miramos a Jesús, que no delega en alguien de la
«multitud» que lo seguía, sino que se encuentra con Bartimeo en persona. Le
dice: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51). Qué quieres: Jesús se identifica
con Bartimeo, no prescinde de sus expectativas; que yo haga: hacer, no solo
hablar; por ti: no de acuerdo con ideas preestablecidas para cualquiera, sino
para ti, en tu situación. Así lo hace Dios, implicándose en primera persona con
un amor de predilección por cada uno. Ya en su modo de actuar transmite su
mensaje: así la fe brota en la vida.
La fe pasa por la
vida. Cuando la fe se concentra exclusivamente en las formulaciones
doctrinales, se corre el riesgo de hablar solo a la cabeza, sin tocar el
corazón. Y cuando se concentra solo en el hacer, corre el riesgo de
convertirse en moralismo y de reducirse a lo social. La fe, en cambio, es vida:
es vivir el amor de Dios que ha cambiado nuestra existencia. No podemos ser
doctrinalistas o activistas; estamos llamados a realizar la obra de Dios al
modo de Dios, en la proximidad: unidos a él, en comunión entre nosotros,
cercanos a nuestros hermanos. Proximidad: aquí está el secreto para transmitir
el corazón de la fe, no un aspecto secundario.
Hacerse prójimos es llevar la novedad de Dios a la vida del
hermano, es el antídoto contra la tentación de las recetas preparadas.
Preguntémonos si somos cristianos capaces de ser prójimos, de salir de nuestros
círculos para abrazar a los que “no son de los nuestros” y que Dios busca
ardientemente. Siempre existe esa tentación que se repite tantas veces en las
Escrituras: lavarse las manos. Es lo que hace la multitud en el Evangelio de
hoy, es lo que hizo Caín con Abel, es lo que hará Pilato con Jesús: lavarse las
manos. Nosotros, en cambio, queremos imitar a Jesús, e igual que él ensuciarnos
las manos. Él, el camino (cf. Jn 14,6), por Bartimeo se ha detenido en el
camino. Él, la luz del mundo (cf. Jn 9,5), se ha inclinado sobre un ciego.
Reconozcamos que el Señor se ha ensuciado las manos por cada uno de nosotros, y
miremos la cruz y recomencemos desde allí, del recordarnos que Dios se hizo mi
prójimo en el pecado y la muerte. Se hizo mi prójimo: todo viene de allí.
Y cuando por amor a él también nosotros nos hacemos
prójimos, nos convertimos en portadores de nueva vida: no en maestros de todos,
no en expertos de lo sagrado, sino en testigos del amor que salva.
Testimoniar es el
tercer paso. Fijémonos en los discípulos que llaman a Bartimeo: no van a él,
que mendigaba, con una moneda tranquilizadora o a dispensar consejos; van en el
nombre de Jesús. De hecho, le dirigen solo tres palabras, todas de Jesús:
«Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). En el resto del Evangelio, solo Jesús
dice ánimo, porque solo él resucita el corazón. Solo Jesús dice en el Evangelio
levántate, para sanar el espíritu y el cuerpo.
Solo Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue,
levantando al que está por el suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de
la vida. Muchos hijos, muchos jóvenes, como Bartimeo, buscan una luz en la
vida. Buscan un amor verdadero. Y al igual que Bartimeo que, a pesar de la
multitud, invoca solo a Jesús, también ellos invocan la vida, pero a menudo
solo encuentran promesas falsas y unos pocos que se interesan de verdad por
ellos. No es cristiano esperar que los
hermanos que están en busca llamen a nuestras puertas; tendremos que ir donde
están ellos, no llevándonos a nosotros mismos, sino a Jesús. Él nos envía,
como a aquellos discípulos, para animar y levantar en su nombre. Él nos envía a
decirles a todos: “Dios te pide que te dejes amar por él”. Cuántas veces, en
lugar de este mensaje liberador de salvación, nos hemos llevado a nosotros
mismos, nuestras “recetas”, nuestras “etiquetas” en la Iglesia.
Cuántas veces, en vez de hacer nuestras las palabras del
Señor, hemos hecho pasar nuestras ideas por palabra suya. Cuántas veces la
gente siente más el peso de nuestras instituciones que la presencia amiga de Jesús.
Entonces pasamos por una ONG, por una organización paraestatal, no por la
comunidad de los salvados que viven la alegría del Señor. Escuchar, hacerse prójimos, testimoniar. El camino de fe termina en el
Evangelio de una manera hermosa y sorprendente, con Jesús que dice: «Anda, tu
fe te ha salvado» (v. 52). Y, sin embargo, Bartimeo no hizo profesiones de
fe, no hizo ninguna obra; solo pidió compasión.
Sentirse necesitados de salvación es el comienzo de la fe.
Es el camino más directo para encontrar a Jesús. La fe que salvó a Bartimeo no
estaba en la claridad de sus ideas sobre Dios, sino en buscarlo, en querer
encontrarlo. La fe es una cuestión de encuentro, no de teoría. En el encuentro
Jesús pasa, en el encuentro palpita el corazón de la Iglesia. Entonces, lo que
será eficaz es nuestro testimonio de vida, no nuestros sermones. Y a todos
vosotros que habéis participado en este “caminar juntos”, os agradezco vuestro
testimonio. Hemos trabajado en comunión y con franqueza, con el deseo de servir
a Dios y a su pueblo. Que el Señor bendiga nuestros pasos, para que podamos
escuchar a los jóvenes, hacernos prójimos suyos y testimoniarles la alegría de
nuestra vida: Jesús. Fuente: Aciprensa.