14 de octubre 2018. Este domingo el Papa Francisco presidió
la Misa de canonización de Pablo VI, Mons. Oscar Romero, las religiosas Nazaria
Ignacia de Santa Teresa de Jesús March Mesa y María Caterina Kasper, los
sacerdotes Francesco Spinelli y Vincenzo Romano, y el laico Nunzio Sulprizio
Homilía del Papa Francisco: Queridos Hermanos: La segunda lectura nos ha dicho
que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo»
(Hb 4,12). Es así: la palabra de Dios no es un conjunto de verdades o una
edificante narración espiritual; no, es palabra viva, que toca la vida, que la
transforma. Allí, Jesús en persona, que es la palabra viva de Dios, nos habla
al corazón.
El Evangelio, en particular, nos invita a encontrarnos con
el Señor, siguiendo el ejemplo de ese «uno» que «se le acercó corriendo» (cf.
Mc 10,17). Podemos identificarnos con ese hombre, del que no se dice el nombre
en el texto, como para sugerir que puede representar a cada uno de nosotros. Le
pregunta a Jesús cómo «heredar la vida eterna» (v. 17). Él pide la vida para
siempre, la vida en plenitud: ¿quién de nosotros no la querría? Pero, vemos que
la pide como una herencia para poseer, como un bien que hay que obtener, que ha
de conquistarse con las propias fuerzas. De hecho, para conseguir este bien ha
observado los mandamientos desde la infancia y para lograr el objetivo está
dispuesto a observar otros mandamientos; por esto pregunta: «¿Qué debo hacer para
heredar?».
La respuesta de Jesús lo desconcierta. El Señor pone su
mirada en él y lo ama (cf. v. 21). Jesús cambia la perspectiva: de los
preceptos observados para obtener recompensas al amor gratuito y total. Aquella
persona hablaba en términos de oferta y demanda, Jesús le propone una historia
de amor. Le pide que pase de la observancia de las leyes al don de sí mismo, de
hacer por sí mismo a estar con él. Y le hace una propuesta de vida «tajante»:
«Vende lo que tienes, dáselo a los pobres […] y luego ven y sígueme» (v. 21).
Jesús también te dice a ti: «Ven, sígueme». Ven: no estés quieto, porque para
ser de Jesús no es suficiente con no hacer nada malo. Sígueme: no vayas detrás
de Jesús solo cuando te apetezca, sino búscalo cada día; no te conformes con
observar los preceptos, con dar un poco de limosna y decir algunas oraciones:
encuentra en él al Dios que siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza
para entregarte.
Jesús sigue diciendo: «Vende lo que tienes y dáselo a los
pobres». El Señor no hace teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino que va
directo a la vida. Él te pide que dejes lo que paraliza el corazón, que te
vacíes de bienes para dejarle espacio a él, único bien. Verdaderamente, no se
puede seguir a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón está lleno de bienes, no
habrá espacio para el Señor, que se convertirá en una cosa más. Por eso la
riqueza es peligrosa y –dice Jesús–, dificulta incluso la salvación. No porque
Dios sea severo, ¡no! El problema está en nosotros: el tener demasiado, el
querer demasiado sofoca nuestro corazón y nos hace incapaces de amar. De ahí
que san Pablo recuerde que «el amor al dinero es la raíz de todos los males» (1
Tm 6,10). Lo vemos: donde el dinero se pone en el centro, no hay lugar para
Dios y tampoco para el hombre.
Jesús es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor
total y pide un corazón indiviso.
También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos darle a cambio las
migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto de ir a la cruz por
nosotros, no podemos responderle solo con la observancia de algún precepto. A
él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante.
Jesús no se conforma con un «porcentaje de amor»: no podemos amarlo al veinte,
al cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada.
Queridos hermanos y hermanas, nuestro corazón es como un
imán: se deja atraer por el amor, pero solo se adhiere por un lado y debe
elegir entre amar a Dios o amar las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir
para amar o vivir para sí mismo (cf. Mc 8,35). Preguntémonos de qué lado
estamos. Preguntémonos cómo va nuestra historia de amor con Dios. ¿Nos
conformamos con cumplir algunos preceptos o seguimos a Jesús como enamorados,
realmente dispuestos a dejar algo para él? Jesús nos pregunta a cada uno
personalmente, y a todos como Iglesia en camino: ¿somos una Iglesia que solo
predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa, que por su Señor se lanza a
amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los pasos del mundo, como aquel
personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos basta Jesús o buscamos las
seguridades del mundo? Pidamos la gracia de saber dejar por amor del Señor:
dejar las riquezas, la nostalgia de los puestos y el poder, las estructuras que
ya no son adecuadas para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen
la misión, los lazos que nos atan al mundo. Sin un salto hacia adelante en el
amor, nuestra vida y nuestra Iglesia se enferman de «autocomplacencia
egocéntrica» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en
cualquier placer pasajero, se recluye en la murmuración estéril, se acomoda a
la monotonía de una vida cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo
cubre la tristeza de sentirse imperfecto.
Así sucedió para ese hombre, que –cuenta el Evangelio– «se
marchó triste» (v. 22). Se había aferrado a los preceptos y a sus muchos
bienes, no había dado su corazón. Y aunque se encontró con Jesús y recibió su
mirada amorosa, se fue triste. La tristeza es la prueba del amor inacabado. Es
el signo de un corazón tibio. En cambio, un corazón desprendido de los bienes,
que ama libremente al Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan
necesaria hoy. El santo Papa Pablo VI escribió: «Es precisamente en medio de
sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la
alegría, de escuchar su canto» (Exhort. ap. Gaudete in Domino, 9). Jesús nos
invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que son el encuentro con él,
la valiente decisión de arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo para
abrazar su camino. Los santos han recorrido este camino.
Pablo VI lo hizo, siguiendo el ejemplo del apóstol del que
tomó su nombre. Al igual que él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo,
atravesando nuevas fronteras y convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el
diálogo, profeta de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de
los pobres. Pablo VI, aun en medio de dificultades e incomprensiones,
testimonió de una manera apasionada la belleza y la alegría de seguir
totalmente a Jesús. También hoy nos exhorta, junto con el Concilio del que fue
sabio timonel, a vivir nuestra vocación común: la vocación universal a la
santidad. No a medias, sino a la santidad. Es hermoso que junto a él y a los
demás santos y santas de hoy, se encuentre Monseñor Romero, quien dejó la
seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según
el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por
Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede decirse de Francisco Spinelli, de Vicente
Romano, de María Catalina Kasper, de Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y
también nuestro joven abruzzese-napolitano, Nunzio Sulprizio: el santo joven,
valiente, humilde que supo encontrar a Jesús en el sufrimiento, en el silencio
y en el ofrecimiento de sí mismo. Todos estos santos, en diferentes contextos,
han traducido con la vida la Palabra de hoy, sin tibieza, sin cálculos, con el
ardor de arriesgar y de dejar. Que el Señor nos ayude a imitar su ejemplo. Fuente:
Aciprensa