14 de junio 2019. Autor: Cardenal, Antonio Cañizares. Menudea
mucho últimamente en el discurso político y social renombrar al apelativo
«laico» para referirse a algunas realidades. Con mucha frecuencia se habla de
una sociedad laica, de un Estado laico, de la escuela laica. Se hacen grandes y
solemnes proclamas y juicios en este sentido. Se constituye plataformas con
este adjetivo referidas a entidades sociales. Muchos son muy celosos en la
defensa de este calificativo. Pero la verdad es que me preocupa el sentido que
se da a este adjetivo: en buena parte de los casos, con una fuerte carga
ideológica, y con no poca confusión.
Creo que se está generando una gran confusión que es preciso
disipar, porque con ella se está caminando por un terreno resbaladizo en el
que, con intención o sin ella, se está
poniendo en tela de juicio nada menos que uno de los derechos fundamentales, el
de la libertad religiosa, que está en la base de una sociedad democrática,
porque no es un derecho más entre los derechos, sino el más fundamental, piedra
angular en el edificio de los derechos humanos: se refiere a lo más íntimo del hombre, su conciencia.
Pero es que, además y es lo más grave, lo que quiere decirse
y propugnar es una sociedad sin Dios, en
la que Dos no cuente para la esfera pública y social. Viene bien recordar a
propósito del tema que nos ocupa las palabras del Papa San Juan Pablo II al cuerpo
diplomático. Las reproduzco en toda su extensión porque son ciertamente muy
clarificadoras: «En los últimos tiempos, somos testigos, en ciertos países de
Europa, de una actitud que podría poner en peligro el respeto efectivo de la
libertad de religión. Si bien todo el mundo está de acuerdo en respetar el
sentimiento religioso de los individuos, no se puede decir lo mismo del hecho
religioso, es decir, la dimensión social de las religiones, al olvidar los
compromisos asumidos en el marco de lo que entonces se llamaba Conferencia
sobre la Cooperación y Seguridad en Europa. Con frecuencia se invoca el
principio de laicidad, en sí mismo legítimo, si es comprendido como la
distinción entre la comunidad política y las religiones. Pero ¡distinción no
quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es laicismo! No es otra cosa que el
respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre
ejercicio de las actividades de culto, espirituales, culturales y caritativas y
sociales de las comunidades de los creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación
entre las diferentes tradiciones espirituales y la nación. Las relaciones
Iglesia-Estado pueden y deben dar lugar al diálogo respetuoso, que transmita
experiencias y valores fecundos para el porvenir de una nación. Un sano diálogo
entre el Estado y las Iglesias, que no son rivales, sino socios , puede sin
duda favorecer el desarrollo integral de la persona y de la sociedad».
La dificultad de aceptar el hecho religioso en el espacio
público se manifestó, por ejemplo, de modo muy emblemático con ocasión del
debate sobre las raíces cristianas de Europa de hace unos años, o en el olvido
de estas raíces al considerar el papel de la Iglesia en España, que tan poco
comprendida está siendo a la hora de edificar una humanidad nueva, realmente
nueva y con futuro. Sin Dios no hay futuro para el hombre, lo digo con total
respeto a los que no creen. Entre nosotros se está viendo esta dificultad en el
debate continuo respecto a la enseñanza de la religión en la escuela estatal, o
a la escuela de iniciativa social católica, o en el modo de juzgar actuaciones
de los obispos por parte de personas públicas o de grupos, por ejemplo, cuando
los obispos se pronuncian sobre materia moral o que tienen que ver con la
presencia de los cristianos en la sociedad y con las realidades temporales,
pero que tienen una connotación moral. Es legítimo, ciertamente, juzgar si se
hace con verdad y justicia; pero es abusivo, cuando menos, pretender que la
Iglesia o los que la integran callen sus creencias o sus enfoques morales
propios ante realidades humanas o sociales que piden iluminación y orientación
en fidelidad a lo que ella es, o descalificar –sin argumentar incluso– tales creencias y criterios morales sencillamente
porque molestan o no se está de acuerdo con ellas, o no son "modernas".
Llama la atención la batería de ataques y descalificaciones
en este orden de cosas. Estado laico,
sociedad laica, quiere decir Estado, sociedad, aconfesional, que garantiza el
derecho a la libertad religiosa a personas e instituciones, precisamente
para que quepan las distintas confesiones, religiosas o agnósticas, ateas..., pero no para que se establezca o imponga
una nueva confesionalidad, un pensamiento único: el laicista.
La Iglesia católica, en concreto en sus relaciones con los
poderes públicos o con la sociedad, no pide volver a formas de Estado
confesional. Sólo pide respeto a la libertad religiosa y demanda la
aconfesionalidad del Estado con todas sus consecuencias y exigencias, sin
ningún otro confesionalismo ideológico, y por eso, al mismo tiempo, deplora todo tipo de laicismo ideológico o
separación hostil y excluyente entre las instituciones civiles y las
confesiones religiosas. Este es uno de los puntos nucleares que están en
juego en la definición y construcción de la nueva Europa, también de España. Es
bueno volver a la Constitución Española y tenerla muy presente: lo que en ella
se afirma y se reconoce es un Estado
aconfesional que respeta y promueve el derecho inalienable a la libertad
religiosa, pero no un Estado confesionalmente laico, al menos de hecho, que
cercena dicho derecho, cuando lo religioso o reduce al templo, al culto o las
sacristías, es decir a la esfera de lo privado y de lo íntimo. El laicismo de
Estado cercenando este derecho debilitaría la democracia y la convertiría
incluso, más tarde o más temprano, en una tiranía. Fuente: Religión en libertad
org. Pubicado en La Razón el 12 de junio de 2019.