29 de junio 2019. Nosotros debemos ser testigos vivos de
Jesús: Homilía en la solemnidad de san Pedro y san Pablo. Papa Francisco: Los
apóstoles Pedro y Pablo están ante nosotros como testigos. No se cansaron nunca de anunciar, de vivir en misión, en camino,
desde la tierra de Jesús hasta Roma. Aquí dieron testimonio de Él, hasta el
final, entregando su vida como mártires. Si vamos a las raíces de su
testimonio, los descubrimos como testigos de vida, testigos de perdón y
testigos de Jesús.
Testigos de vida. Aun cuando sus vidas no fueron cristalinas
y lineales, ambos eran de ánimo muy religioso: Pedro, discípulo de la primera hora (cf. Juan 1,41), Pablo incluso «defensor muy celoso de las
tradiciones de los antepasados»(Gálatas 1,14). Pero cometieron grandes
equivocaciones: Pedro llegó a negar al Señor, Pablo persiguió a la Iglesia de
Dios.
Ambos fueron puestos al descubierto por las preguntas de Jesús: «Simón,
hijo de Juan, ¿me amas?» (Juan 21,15); «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?»
(Hechos 9,4). Pedro se entristeció por las preguntas de Jesús, Pablo quedó
ciego por sus palabras. Jesús los llamó por su nombre y cambió sus vidas. Y después de todos estos sucesos confió en
ellos, en dos pecadores arrepentidos. Podríamos preguntarnos: ¿Por qué el
Señor no nos dio como testigos a dos personas irreprochables, con un pasado
limpio y una vida inmaculada? ¿Por qué Pedro, si estaba en cambio Juan? ¿Por
qué Pablo y no Bernabé?
Hay una gran enseñanza en todo esto: el punto de partida de la vida cristiana no está en el ser dignos; con
aquellos que se creían buenos, el Señor no pudo hacer mucho. Cuando nos consideramos mejores que los
demás, es el principio del fin. Porque el Señor no hace milagros con quien
se cree justo, sino con quien se reconoce necesitado. Él no se siente atraído
por nuestra capacidad, no es por esto que nos ama. Él nos ama como somos y
busca personas que no sean autosuficientes, sino que estén dispuestas a abrirle
sus corazones. Pedro y Pablo eran así, transparentes ante Dios. Pedro se lo dijo
a Jesús de inmediato: «Soy un pecador» (Lucas 5,8). Pablo escribió que él era
«el menor de los apóstoles, no digno de ser llamado apóstol» (1 Corintios
15,9). Mantuvieron durante su vida esta humildad, hasta el final: Pedro
crucificado boca abajo, porque no se consideraba digno de imitar a su Señor;
Pablo, encariñado con su nombre, que significa “pequeño”, y desapegado del que
recibió cuando nació, Saúl, nombre del primer rey de su pueblo. Comprendieron
que la santidad no consiste en
enaltecerse, sino en abajarse, no se trata de un ascenso en la
clasificación, sino de confiar cada día la propia pobreza al Señor, que hace
grandes cosas con los humildes. ¿Cuál fue el secreto que los sostuvo en sus
debilidades? El perdón del Señor.
Redescubrámoslos, por tanto, como testigos de perdón. En sus caídas descubrieron el poder de la
misericordia del Señor, que los regeneró. En su perdón encontraron una paz
y una alegría irreprimibles. Con todo el desastre que habían realizado, habrían
podido vivir con sentimientos de culpa: ¡Cuántas veces habrá pensado Pedro en
su negación! ¡Cuántos escrúpulos tendría Pablo, por el daño que había hecho a
tantas personas inocentes! Humanamente habían fallado; pero sin embargo se
encontraron con un amor más grande que sus fracasos, con un perdón tan fuerte
como para curar sus sentimientos de culpa. Sólo
cuando experimentamos el perdón de Dios renacemos de verdad. Es el perdón
el que nos permite comenzar de nuevo; allí nos encontramos con nosotros mismos:
en la confesión de nuestros pecados.
Testigos de vida, testigos de perdón, Pedro y Pablo son ante
todo testigos de Jesús. En el Evangelio de hoy Él hace esta pregunta: « ¿Quién
dice la gente que es el Hijo del hombre?». Las respuestas evocan personajes del
pasado: «Juan el Bautista, Elías, Jeremías o algunos de los profetas». Personas
extraordinarias, pero todas muertas. Pedro, en cambio, responde: «Tú eres el
Cristo» (cf. Mateo 16, 13.14.16). Cristo, es decir el Mesías. Es una palabra
que no se refiere al pasado, sino al futuro: El Mesías es el esperado, la
novedad, el que trae al mundo la unción de Dios. Jesús no es el pasado, sino el
presente y el futuro. No es un personaje lejano para recordar, sino Aquel a
quien Pedro tutea: Tú eres el Cristo. Para el testigo, Jesús es más que un
personaje histórico, es la persona de la vida: es lo nuevo, no lo ya visto; es
la novedad del futuro, no un recuerdo del pasado. Por consiguiente, un testigo no es quien conoce la historia
de Jesús, sino el que vive una historia de amor con Jesús. Porque el
testigo, después de todo, lo único que anuncia es que Jesús está vivo y es el
secreto de la vida. En efecto, vemos que Pedro, después de haber dicho Tú eres
el Cristo, agrega: «el Hijo de Dios vivo» (v. 16). El testimonio nace del
encuentro con Jesús vivo. También en el centro de la vida de Pablo encontramos
la misma palabra que rebosa del corazón de Pedro: Cristo. Pablo repite este
nombre una y otra vez, casi cuatrocientas veces en sus cartas. Para él, Cristo
no es sólo el modelo, el ejemplo, el punto de referencia, sino la vida.
Escribe: «Para mí la vida es Cristo» (Filipenses 1,21). Jesús es su presente y
su futuro, hasta el punto de que juzga el pasado como basura ante la sublimidad
del conocimiento de Cristo (cf. Filipenses 3,7-8).
Hermanos y hermanas, ante estos testigos, preguntémonos:
“¿Renuevo mi encuentro con Jesús todos los días?”. Es posible que seamos
personas que tienen curiosidad por Jesús, que nos interesemos por las cosas de
la Iglesia o por las noticias religiosas; que abramos páginas de internet y
periódicos, y hablemos de cuestiones sagradas. Pero de esta forma, nos quedamos
sólo al nivel de lo que la gente dice, de las encuestas, del pasado, de las
estadísticas. A Jesús esto le interesa
poco. Él no quiere “reporteros” del espíritu, mucho menos cristianos de fachada
o de estadística. Él busca testigos, que le digan cada día: “Señor, tú eres
mi vida”.
Encontrando a Jesús, experimentando su perdón, los apóstoles
fueron testigos de una nueva vida. No pensaron más en sí mismos, sino que se
entregaron completamente. No se quedaron satisfechos con medias tintas, sino
que se decidieron por la única medida posible para aquellos que siguen a Jesús:
la de un amor sin límites. Se «derramaron en libación» (cf. 2 Timoteo 4,6).
Pidamos la gracia de no ser cristianos tibios, que viven a medias, que dejan
enfriar el amor. Encontremos nuestras raíces en la relación diaria con Jesús y
en la fuerza de su perdón. Jesús nos pregunta también a nosotros como hizo con
Pedro: “¿Quién soy yo para ti?”, “¿Me amas?”. Dejemos que estas palabras entren
en nosotros y enciendan el deseo de no sentirnos nunca satisfechos con lo
mínimo, sino de apuntar al máximo, para ser también nosotros testigos vivos de
Jesús.
Hoy se bendicen los palios para los arzobispos
metropolitanos nombrados durante el último año. El palio recuerda a la oveja
que el pastor está llamado a llevar sobre sus hombros; es signo de que los
pastores no viven para sí mismos, sino para las ovejas; es signo de que, para poseer la vida, es necesario perderla, entregarla.
Según una hermosa tradición, comparte también con nosotros la alegría de hoy
una Delegación del Patriarcado Ecuménico, a la que saludo con afecto. Vuestra
presencia, queridos hermanos, nos recuerda que tampoco podemos ahorrar
esfuerzos en el camino hacia la unidad plena entre los creyentes, en una
comunión a todos los niveles. Porque juntos, reconciliados por Dios y
perdonados mutuamente, estamos llamados a ser testigos de Jesús con nuestra
vida. Fuente: Aciprensa.