21 de junio de 2019

EL MILAGRO DE LA MULTIPLICACIÓN DEL PAN QUE DA LA VIDA.


21 de junio 2019. Homilía de Monseñor, Miguel Fernando González Mariño. Administrador apostólico en la Arquidiócesis de Ibagué. Ceremonia del Corpus Christi en la Parroquia del Perpetuo Socorro, en Ibagué.  Acabamos de escuchar en el Evangelio las palabras de Jesús: “Denles ustedes de comer” y después de bendecir los panes y los peces los dio a sus discípulos para que ellos los repartieran a la gente. (Lucas 9,11b-17)
Jesús, según nos cuenta San Lucas, aquel día, preocupado por el hambre física de la multitud que lo había estado escuchando durante horas, pide a sus discípulos que alimenten al gentío, y aquello que era humanamente imposible, no lo fue para Jesús. Nuestro Señor hizo el milagro de multiplicar el alimento, pero el milagro sucedió en las manos de sus discípulos, que iban repartiendo la comida para todos. Esta es una clara prefiguración de la Eucaristía.
El milagro de la multiplicación del Pan que da la vida eterna sucede cada día en las manos del sacerdote y así, somos invitados por Jesús a participar de este banquete celestial. 

Queridos hermanos: un año más nos reunimos solemnemente a celebrar una de las más hermosas fiestas de nuestra fe. Cristo, que se queda realmente presente en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, en las especies eucarísticas, y permanece en ellas aún después de la misa, mientras ellas no se dañen.

El gran misterio del amor incomprensible de Jesús por cada uno de nosotros nos pide aceptar que, en las especies consagradas y ofrecidas en la Santa Misa, ya no hay “algo” sino que está “Alguien”, un Alguien de naturaleza divina: Jesús en persona, Jesús vivo, toda su persona entera, pues al comulgar no recibimos una parte de Él, sino que es, como dice el Papa Benedicto XVI “un encuentro persona a persona”, realmente Jesús vivo y vivificante.

Aunque la apariencia física del pan y el vino permanezcan igual, la sustancia ha cambiado. Cristo vivo, nuestro Señor y Redentor está sobre el altar de la misa, está en el sagrario, está en la custodia. Por eso podemos pensar en la infinita humildad de Jesús que, habiéndose inventado esa manera tan singular de quedarse con nosotros, nos exige un trato coherente de su persona en las sagradas especies.

Decía un protestante a un sacerdote católico: “yo no creo que Jesús esté realmente en el pan que ustedes consagran, pero me parece que ustedes tampoco lo creen. Si de verdad creyeran se quedarían de rodillas todo el día delante de él”. Y ¡tiene razón! Lo primero que El Santísimo Sacramento nos exige es postrarnos a rendirle la debida adoración.  Esa es la primera y esencial actitud que hemos de tener ante la divinidad. Nuestro querido San Juan Pablo II pasaba varias horas en la noche, tendido en el piso, boca abajo, postrado ante el sagrario.

El amor a Dios sobre todas las cosas se cumple de muy diversas maneras, de hecho, nuestra vida entera, debe ser un continuo amar a Dios en todos nuestros pensamientos palabras y obras, pero, ante la presencia sacramental substancial de Cristo, la actitud que corresponde es la adoración. Muchos católicos hoy en día, no saben tratar adecuadamente a Jesús Eucaristía, porque simplemente no saben vivir la Santa Misa, que es la liturgia en la cual se realiza este portentoso misterio.

Gran cantidad de personas acuden a la misa dominical con criterios tan pobres como el gusto, las ganas, los cantos, las emociones, el padre que celebra... y aunque todos esos factores ciertamente influyen en las mejores disposiciones y formación de los creyentes, y en la dignidad de la liturgia, no son lo determinante de la celebración de la Santa Misa. Esta situación proviene, ya sea de la falta de formación de los fieles laicos como de la inadecuada celebración de los sacerdotes.

Es cierto que la piedad del sacerdote, expresada en la forma como celebra y predica, permite traslucir la fe que tiene en su alma. El modo pausado, solemne, armonioso, de celebrar; el cumplimiento riguroso de las normas litúrgicas, el gusto por mantener hermoso el templo, aún desde la sencillez y acaso también en la pobreza de recursos, todo influye para expresar, vivir y transmitir la fe. 

La dignidad del “santo sacrificio del altar” que es la misa, no permite de ningún modo encasillarlo con nombres que deforman y subestiman el misterio. Por eso es totalmente incorrecto decir que hay ciertas misas de sanación, liberación o prosperidad dando a entender que otras no lo son.

No podemos manipular lo más sagrado que Cristo nos ha dado a custodiar en la Iglesia, menos Cristo aun con la intención de atraer a más fieles, tornándose así la renovación de la muerte de en el Calvario, de nuevo en un espectáculo como sucedió para muchos incrédulos que simplemente se sentían atraídos por ver a Cristo crucificado aquella tarde del viernes santo en Jerusalén. 

Una misa no tiene más valor porque la predicación se demore 2 horas o más. El Papa Francisco y el magisterio de la Iglesia han sido muy explícitos al enseñar sobre el tiempo prudente de la homilía. Una misa no vale más tampoco cuando la música y el canto se pongan a todo volumen queriéndose hacer incluso más importantes que el mismo celebrante.  Recordemos que la música y el canto litúrgico no están para animar o amenizar la misa, sino para solemnizarla.

El Papa Benedicto XVI, en su magisterio nos dejó preciosos textos en los que, hablando del deseo de novedad que a algunos les preocupa al celebrar la Eucaristía, decía que lo original de la Santa Misa no consiste en que se inventen cosas nuevas, sino al contrario, lo realmente novedoso y admirable está en que cada vez que el sacerdote al celebrar juiciosamente según lo prescrito por la liturgia y diciendo las palabras exactas de la consagración, hace que se dé, con toda certeza, la presencia real de Cristo, que prometió “yo estaré con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos”.

La santa misa es al mismo tiempo la renovación del santo sacrificio de Cristo en el Calvario, para la salvación del mundo y la fiesta del banquete en que Jesús se entrega a nosotros como alimento. Por lo tanto, la alegría que nos produce participar en el banquete celestial y poder tomar del Pan que nos da la vida eterna, debe ser acorde con el sacrificio que le costó a Jesús el hacer realidad su entrega por nosotros. Esa doble tensión entre la fiesta del banquete y el Santo Sacrificio, nos ubica correctamente al celebrar la misa y recibir a Cristo en la Eucaristía. Esa doble tensión es la que ha inspirado cada palabra, cada frase y cada gesto y cada canto y melodía de la Sagrada Liturgia para la santa misa durante estos 21 siglos de vida de la Iglesia. Palabras, gestos y melodías, que nos permiten colocarnos en la correcta disposición para saber que el centro de la celebración es Cristo y para poderlo adorar adecuadamente en su presencia eucarística.

Queridos hermanos: Es un gran privilegio para nosotros que nuestro salvador a quien le debemos nuestra identidad de Cristianos, recorrer esta noche algunas calles de nuestra ciudad. ¡Qué visitante más ilustre!  Adorémosle cuanto podamos, como dice el antiguo himno eucarístico, cantémosle al amor de los amores, reconozcámoslo como “el misterio de nuestra fe”, y “compendio y suma de nuestra fe”, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica.

“Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como esta” –son palabras de San Juan Pablo II, en su encíclica Ecclesia de Eucharistia,– y continúa: “Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato “haced esto en conmemoración mía”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos “haced lo que Él os diga”(Juan 2,5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: “no duden, fíense en la palabra de mi Hijo. Él que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino, su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”.

En la Eucaristía está Cristo vivo, resucitado, quien tomó su carne y sangre humanos en el vientre de María durante 9 meses. Por eso de un modo cierto y misterioso, la Virgen María está especialmente presente cada vez que comulgamos. Repitámosle a ella muchas veces que nos enseñe a saber tratar muy bien a su Hijo en la Eucaristía como Él se lo merece.