20 de mayo 2018. Homilía del Papa Francisco con motivo de la
fiesta de Pentecostés. En la primera lectura de la liturgia de hoy, la venida
del Espíritu Santo en Pentecostés se compara a «un viento que soplaba
fuertemente» (Hch 2,2). ¿Qué significa esta imagen? El viento impetuoso nos
hace pensar en una gran fuerza, pero que acaba en sí misma: es una fuerza que
cambia la realidad. El viento trae cambios: corrientes cálidas cuando hace
frío, frescas cuando hace calor, lluvia cuando hay sequía... así actúa.
También
el Espíritu Santo, aunque a nivel totalmente distinto, actúa así: Él es la fuerza
divina que cambia, que cambia el mundo. La Secuencia nos lo ha recordado: el
Espíritu es «descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas»; y lo
pedimos de esta manera: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas». Él entra en las situaciones y las transforma, cambia los
corazones y cambia los acontecimientos.
Cambia los corazones. Jesús dijo a sus Apóstoles:
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo […] y seréis mis testigos» (Hch 1,8).
Y aconteció precisamente así: los discípulos, que al principio estaban llenos
de miedo, atrincherados con las puertas cerradas también después de la
resurrección del Maestro, son transformados por el Espíritu y, como anuncia
Jesús en el Evangelio de hoy, “dan testimonio de él” (cf. Jn 15,27). De
vacilantes pasan a ser valientes y, dejando Jerusalén, van hasta los confines
del mundo. Llenos de temor cuando Jesús estaba con ellos; son valientes sin él,
porque el Espíritu cambió sus corazones.
El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo.
Vence las resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece
ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se
apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace
soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón. Muchos prometen
períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portentosas, pero la
experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar las cosas satisface
plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es diferente: no
revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos
libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para
afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con
confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida. El Espíritu mantiene
joven el corazón – esa renovada juventud. La juventud, a pesar de todos los
esfuerzos para alargarla, antes o después pasa; el Espíritu, en cambio, es el
que previene el único envejecimiento malsano, el interior. ¿Cómo lo hace?
Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran
cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos
del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos,
de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que
renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.
En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un
cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos
hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras
debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible.
Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios. Es
él que, como profesamos en el “Credo”, «da la vida». Qué bien nos vendrá asumir
cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven,
Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”.
El Espíritu, después de cambiar los corazones, cambia los
acontecimientos. Como el viento sopla por doquier, así él llega también a las
situaciones más inimaginables. En los Hechos de los Apóstoles —que es un libro
que tenemos que conocer, donde el protagonista es el Espíritu— asistimos a un
dinamismo continuo, lleno de sorpresas. Cuando los discípulos no se lo esperan,
el Espíritu los envía a los gentiles. Abre nuevos caminos, como en el episodio
del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a
Gaza —cómo suena doloroso hoy este nombre. Que el Espíritu cambie los corazones
y los acontecimientos y conceda paz a Tierra Santa—. En aquel camino Felipe
predica al funcionario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto,
después a Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad
de Dios. Luego está Pablo, que «encadenado por el Espíritu» (Hch 20,22), viaja
hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que nunca había
visto. Cuando está el Espíritu siempre sucede algo, cuando él sopla jamás
existe calma, jamás.
Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos de
“flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios,
es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del
Espíritu. Cuando se vive para la auto-conservación y no se va a los lejanos, no
es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin
embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en
los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa.
Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma
de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una
familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva
una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el
amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra
un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a
la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera,
la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos
cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo
antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”.
Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única que es, por así
decir, al mismo tiempo centrípeta y centrífuga. Es centrípeta, es decir empuja
hacia el centro, porque actúa en lo más profundo del corazón. Trae unidad en la
fragmentariedad, paz en las aflicciones, fortaleza en las tentaciones. Lo
recuerda Pablo en la segunda lectura, escribiendo que el fruto del Espíritu es
alegría, paz, fidelidad, dominio de sí (cf. Ga 5,22). El Espíritu regala la
intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante. Pero al mismo tiempo
él es fuerza centrífuga, es decir empuja hacia el exterior. El que lleva al
centro es el mismo que manda a la periferia, hacia toda periferia humana; aquel
que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos. Envía, convierte en
testigos y por eso infunde —escribe Pablo— amor, misericordia, bondad,
mansedumbre. Solo en el Espíritu Consolador decimos palabras de vida y
alentamos realmente a los demás. Quien vive según el Espíritu está en esta
tensión espiritual: se encuentra orientado a la vez hacia Dios y hacia el
mundo.
Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso
de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la
ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos
para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el
calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu
Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra. Amén. Fuente:
Vatican. Va