25 de marzo 2018. “Cristo murió gritando su amor por cada
uno de nosotros” Homilía Papa Francisco en el Domingo de Ramos. Jesús entra en
Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y tomar parte de la
alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría
que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el
relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias
de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro
vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos
contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos
tener: capaces de amar mucho…
y también de odiar -y mucho-; capaces de entregas
valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno;
capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría
que Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por
cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo
perdonado, del leproso sanado o el balar de la oveja perdida que resuena con
fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del
que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo
han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es
el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús
pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a
Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de
tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en
sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y
«fieles» a la ley y a los preceptos rituales. Alegría insoportable para quienes
han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria.
Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas
oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de
la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse!
¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus
propias fuerzas y se sienten superiores a otros!
Así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar:
«¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido,
que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso
testimonio. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su
conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para acomodarse. El grito
del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y
silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y
pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo
convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia
posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito
fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que
afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo». Y así se termina silenciando
la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo
la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el
grito del «sálvate a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los
ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar
la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió
gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y
pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos
sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie,
en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del
Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y
acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o
viviendo un momento de dificultad. ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue
siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus
prioridades hacia los pecadores, los últimos y olvidados?
Queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes
es motivo de enojo e irritación en manos de algunos, ya que un joven alegre es
difícil de manipular. Pero existe en este día la posibilidad de un tercer
grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus
discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las
piedras» (Lc 19,39-40). Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre
ha existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y
silencie. Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes.
Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para
que no se pregunten y cuestionen. Hay muchas formas de tranquilizarlos para que
no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones
rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de
la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de
ayer y de todos los tiempos: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc
19,40). Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en
ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo»
del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si
nosotros los mayores y los dirigentes callamos, si el mundo calla y pierde
alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?
Por favor, decídanse antes de que griten las piedras. Fuente: Aciprensa.