2 de marzo 2018. “La salvación consiste en nuestra unión con
Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un
nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha
introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para que podamos
unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo cuerpo en el
«primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8, 29)”.
Carta Placuit Deo a los
Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana
I. Introducción
1. «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar
a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los
hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 P
1, 4). […] Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana
se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y
plenitud de toda la revelación»[1]. La enseñanza sobre la salvación en Cristo
requiere siempre ser profundizada nuevamente. Manteniendo fija la mirada en el
Señor Jesús, la Iglesia se dirige con amor materno a todos los hombres, para
anunciarles todo el designio de la Alianza del Padre que, a través del Espíritu
Santo, quiere «recapitular en Cristo todas las cosas» (cf. Ef 1,1 0). La
presente Carta pretende resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y
con particular referencia a la enseñanza del Papa Francisco, algunos aspectos
de la salvación cristiana que hoy pueden ser difíciles de comprender debido a
las recientes transformaciones culturales.
II. El impacto de las transformaciones culturales de hoy en
el significado de la salvación cristiana
2. El mundo contemporáneo percibe no sin dificultad la
confesión de la fe cristiana, que proclama a Jesús como el único Salvador de
toda el hombre y de toda la humanidad (cf. Hch 4, 12; Rm 3, 23-24; 1 Tm 2, 4-5;
Tt 2, 11-15).[2] Por un lado, el individualismo centrado en el sujeto autónomo
tiende a ver al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su
fuerza.[3] En esta visión, la figura de Cristo corresponde más a un modelo que
inspira acciones generosas, con sus palabras y gestos, que a Aquel que
transforma la condición humana, incorporándonos en una nueva existencia
reconciliada con el Padre y entre nosotros a través del Espíritu (cf. 2 Co 5,
19; Ef 2, 18). Por otro lado, se extiende la visión de una salvación meramente
interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción personal, o un
sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a asumir, sanar y
renovar nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Desde esta
perspectiva, se hace difícil comprender el significado de la Encarnación del
Verbo, por la cual se convirtió miembro de la familia humana, asumiendo nuestra
carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por nuestra salvación.
3. El Santo Padre Francisco, en su magisterio ordinario, se
ha referido a menudo a dos tendencias que representan las dos desviaciones que
acabamos de mencionar y que en algunos aspectos se asemejan a dos antiguas
herejías: el pelagianismo y el gnosticismo.[4] En nuestros tiempos, prolifera
una especia de neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente
autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más
profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a
las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de
acoger la novedad del Espíritu de Dios.[5] Un cierto neo-gnosticismo, por su
parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el
subjetivismo,[6] que consiste en elevarse «con el intelecto hasta los misterios
de la divinidad desconocida».[7] Se pretende, de esta forma, liberar a la
persona del cuerpo y del cosmos material, en los cuales ya no se descubren las
huellas de la mano providente del Creador, sino que ve sólo una realidad sin
sentido, ajena de la identidad última de la persona, y manipulable de acuerdo
con los intereses del hombre.[8] Por otro lado, está claro que la comparación
con las herejías pelagiana y gnóstica solo se refiere a rasgos generales
comunes, sin entrar en juicios sobre la naturaleza exacta de los antiguos
errores. De hecho, la diferencia entre el contexto histórico secularizado de
hoy y el de los primeros siglos cristianos, en el que nacieron estas herejías,
es grande[9]. Sin embargo, en la medida en que el gnosticismo y el pelagianismo
son peligros perennes de una errada comprensión de la fe bíblica, es posible
encontrar cierta familiaridad con los movimientos contemporáneos apenas
descritos.
4. Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio
neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador
único y universal. ¿Cómo podría Cristo mediar en la Alianza de toda la familia
humana, si el hombre fuera un individuo aislado, que se autorrealiza con sus
propias fuerzas, como lo propone el neo-pelagianismo? ¿Y cómo podría llegar la
salvación a través de la Encarnación de Jesús, su vida, muerte y resurrección
en su verdadero cuerpo, si lo que importa solamente es liberar la interioridad
del hombre de las limitaciones del cuerpo y la materia, según la nueva visión
neo-gnóstica? Frente a estas tendencias, la presente Carta desea reafirmar que
la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación,
vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el
Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de
su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y
convertirnos en un solo cuerpo en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,
29).
III. Aspiración humana a la salvación
5. El hombre se percibe a sí mismo, directa o
indirectamente, como un enigma: ¿Quién soy yo que existo, pero no tengo en mí
el principio de mi existir? Cada persona, a su modo, busca la felicidad, e
intenta alcanzarla recurriendo a los recursos que tiene a disposición. Sin
embargo, esta aspiración universal no necesariamente se expresa o se declara;
más bien, es más secreta y oculta de lo que parece, y está lista para revelarse
en situaciones particulares. Muy a menudo coincide con la esperanza de la salud
física, a veces toma la forma de ansiedad por un mayor bienestar económico, se
expresa ampliamente a través de la necesidad de una paz interior y una
convivencia serena con el prójimo. Por otro lado, si bien la cuestión de la
salvación se presenta como un compromiso por un bien mayor, también conserva el
carácter de resistencia y superación del dolor. A la lucha para conquistar el
bien, se une la lucha para defenderse del mal: de la ignorancia y el error, de
la fragilidad y la debilidad, de la enfermedad y la muerte.
6. Con respecto a estas aspiraciones, la fe en Cristo nos
enseña, rechazando cualquier pretensión de autorrealización, que solo se pueden
realizar plenamente si Dios mismo lo hace posible, atrayéndonos hacia Él mismo.
La salvación completa de la persona no consiste en las cosas que el hombre
podría obtener por sí mismo, como la posesión o el bienestar material, la
ciencia o la técnica, el poder o la influencia sobre los demás, la buena
reputación o la autocomplacencia.[10] Nada creado puede satisfacer al hombre
por completo, porque Dios nos ha destinado a la comunión con Él y nuestro corazón
estará inquieto hasta que descanse en Él.[11] «La vocación suprema del hombre
en realidad es una sola, es decir, la divina».[12] La revelación, de esta
manera, no se limita a anunciar la salvación como una respuesta a la
expectativa contemporánea. «Si la redención, por el contrario, hubiera de ser
juzgada o medida por la necesidad existencial de los seres humanos, ¿cómo
podríamos soslayar la sospecha de haber simplemente creado un Dios Redentor a
imagen de nuestra propia necesidad?».[13]
7. Además es necesario afirmar que, de acuerdo con la fe
bíblica, el origen del mal no se encuentra en el mundo material y corpóreo,
experimentada como un límite o como una prisión de la que debemos ser salvados.
Por el contrario, la fe proclama que todo el cosmos es bueno, en cuanto creado
por Dios (cf. Gn 1, 31; Sb 1, 13-14; 1 Tm 4 4), y que el mal que más daña al
hombre es el que procede de su corazón (cf. Mt 15, 18-19; Gn 3, 1-19). Pecando,
el hombre ha abandonado la fuente del amor y se ha perdido en formas espurias
de amor, que lo encierran cada vez más en sí mismo. Esta separación de Dios –
de Aquel que es fuente de comunión y de vida – que conduce a la pérdida de la
armonía entre los hombres y de los hombres con el mundo, introduciendo el
dominio de la disgregación y de la muerte (cf. Rm 5, 12). En consecuencia, la
salvación que la fe nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino
a nuestro ser integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que
ha sido creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a
vivir en comunión con Él.
IV. Cristo, Salvador y Salvación
8. En ningún momento del camino del hombre, Dios ha dejado
de ofrecer su salvación a los hijos de Adán (cf. Gn 3, 15), estableciendo una
alianza con todos los hombres en Noé (cf. Gn 9, 9) y, más tarde, con Abraham y
su descendencia (cf. Gn 15, 18). La salvación divina asume así el orden
creativo compartido por todos los hombres y recorre su camino concreto a través
de la historia. Eligiéndose un pueblo, a quien ha ofrecido los medios para
luchar contra el pecado y acercarse a Él, Dios ha preparado la venida de «un
poderoso Salvador en la casa de David, su servidor» (Lc 1, 69). En la plenitud
de los tiempos, el Padre ha enviado a su Hijo al mundo, quien anunció el reino
de Dios, curando todo tipo de enfermedades (cf. Mt 4, 23). Las curaciones
realizadas por Jesús, en las cuales se hacía presente la providencia de Dios,
eran un signo que se refería a su persona, a Aquel que se ha revelado
plenamente como el Señor de la vida y la muerte en su evento pascual. Según el
Evangelio, la salvación para todos los pueblos comienza con la aceptación de
Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9). La buena noticia
de la salvación tienen nombre y rostro: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. «No
se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello, una orientación decisiva».[14]
9. La fe cristiana, a través de su tradición centenaria, ha
ilustrado, a través de muchas figuras, esta obra salvadora del Hijo encarnado.
Lo ha hecho sin nunca separar el aspecto curativo de la salvación, por el que
Cristo nos rescata del pecado, del aspecto edificante, por el cual Él nos hace
hijos de Dios, partícipes de su naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4). Teniendo en
cuenta la perspectiva salvífica que desciende (de Dios que viene a rescatar a
los hombres), Jesús es iluminador y revelador, redentor y liberador, el que
diviniza al hombre y lo justifica. Asumiendo la perspectiva ascendiente (desde
los hombres que acuden a Dios), Él es el que, como Sumo Sacerdote de la Nueva
Alianza, ofrece al Padre, en el nombre de los hombres, el culto perfecto: se
sacrifica, expía los pecados y permanece siempre vivo para interceder a nuestro
favor. De esta manera aparece, en la vida de Jesús, una admirable sinergia de
la acción divina con la acción humana, que muestra la falta de fundamento de la
perspectiva individualista. Por un lado, de hecho, el sentido descendiente
testimonia la primacía absoluta de la acción gratuita de Dios; la humildad para
recibir los dones de Dios, antes de cualquier acción nuestra, es esencial para
poder responder a su amor salvífico. Por otra parte, el sentido ascendiente nos
recuerda que, por la acción humana plenamente de su Hijo, el Padre ha querido
regenerar nuestras acciones, de modo que, asimilados a Cristo, podamos hacer
«buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,
10).
10. Está claro, además, que la salvación que Jesús ha traído
en su propia persona no ocurre solo de manera interior. De hecho, para poder
comunicar a cada persona la comunión salvífica con Dios, el Hijo se ha hecho
carne (cf. Jn 1, 14). Es precisamente asumiendo la carne (cf. Rm 8, 3; Hb 2,
14: 1 Jn 4, 2), naciendo de una mujer (cf. Ga 4, 4), que «se hizo el Hijo de
Dios Hijo del Hombre»[15] y nuestro hermano (cf. Hb 2, 14). Así, en la medida
en que Él ha entrado a formar parte de la familia humana, «se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre»[16] y ha establecido un nuevo orden de relaciones
con Dios, su Padre, y con todos los hombres, en quienes podemos ser incorporado
para participar a su propia vida. En consecuencia, la asunción de la carne,
lejos de limitar la acción salvadora de Cristo, le permite mediar concretamente
la salvación de Dios para todos los hijos de Adán.
11. En conclusión, para responder, tanto al reduccionismo
individualista de tendencia pelagiana, como al reduccionismo neo-gnóstico que
promete una liberación meramente interior, es necesario recordar la forma en
que Jesús es Salvador. No se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar
a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus
palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la
liberación, se ha convertido Él mismo en el camino: «Yo soy el camino» (Jn 14,
6).[17] Además, este camino no es un camino meramente interno, al margen de
nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Por el contrario,
Jesús nos ha dado un «camino nuevo y viviente que él nos abrió a través del
velo del Templo, que es su carne» (Hb 10, 20). En resumen, Cristo es Salvador
porque ha asumido nuestra humanidad integral y vivió una vida humana plena, en
comunión con el Padre y con los hermanos. La salvación consiste en
incorporarnos a nosotros mismos en su vida, recibiendo su Espíritu (cf. 1 Jn 4,
13). Así se ha convirtió «en cierto modo, en el principio de toda gracia según
la humanidad».[18] Él es, al mismo tiempo, el Salvador y la Salvación.
V. La Salvación en la Iglesia, cuerpo de Cristo
12. El lugar donde recibimos la salvación traída por Jesús
es la Iglesia, comunidad de aquellos que, habiendo sido incorporados al nuevo
orden de relaciones inaugurado por Cristo, pueden recibir la plenitud del
Espíritu de Cristo (Rm 8, 9). Comprender esta mediación salvífica de la Iglesia
es una ayuda esencial para superar cualquier tendencia reduccionista. La
salvación que Dios nos ofrece, de hecho, no se consigue sólo con las fuerzas
individuales, como indica el neo-pelagianismo, sino a través de las relaciones
que surgen del Hijo de Dios encarnado y que forman la comunión de la Iglesia.
Además, dado que la gracia que Cristo nos da no es, como pretende la visión
neo-gnóstica, una salvación puramente interior, sino que nos introduce en las
relaciones concretas que Él mismo vivió, la Iglesia es una comunidad visible:
en ella tocamos el carne de Jesús, singularmente en los hermanos más pobres y
más sufridos. En resumen, la mediación salvífica de la Iglesia, «sacramento
universal de salvación»,[19] nos asegura que la salvación no consiste en la
autorrealización del individuo aislado, ni tampoco en su fusión interior con el
divino, sino en la incorporación en una comunión de personas que participa en
la comunión de la Trinidad.
13. Tanto la visión individualista como la meramente interior
de la salvación contradicen también la economía sacramental a través de la cual
Dios ha querido salvar a la persona humana. La participación, en la Iglesia, al
nuevo orden de relaciones inaugurado por Jesús sucede a través de los
sacramentos, entre los cuales el bautismo es la puerta,[20] y la Eucaristía, la
fuente y cumbre.[21] Así vemos, por un lado, la inconsistencia de las
pretensiones de auto-salvación, que solo cuentan con las fuerzas humanas. La fe
confiesa, por el contrario, que somos salvados por el bautismo, que nos da el
carácter indeleble de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, del cual deriva la
transformación de nuestro modo concreto de vivir las relaciones con Dios, con
los hombres y con la creación (cf. Mt 28, 19). Así, limpiados del pecado
original y de todo pecado, estamos llamados a una vida nueva existencia
conforme a Cristo (cf. Rm 6, 4). Con la gracia de los siete sacramentos, los
creyentes crecen y se regeneran continuamente, especialmente cuando el camino
se vuelve más difícil y no faltan las caídas. Cuando, pecando, abandonan su
amor a Cristo, pueden ser reintroducidos, a través del sacramento de la
Penitencia, en el orden de las relaciones inaugurado por Jesús, para caminar
como ha caminado Él (cf. 1 Jn 2, 6). De esta manera, miramos con esperanza el
juicio final, en el que se juzgará a cada persona en la realidad de su amor
(cf. Rm 13, 8-10), especialmente para los más débiles (cf. Mt 25, 31-46).
14. La economía salvífica sacramental también se opone a las
tendencias que proponen una salvación meramente interior. El gnosticismo, de
hecho, se asocia con una mirada negativa en el orden creado, comprendido como
limitación de la libertad absoluta del espíritu humano. Como consecuencia, la
salvación es vista como la liberación del cuerpo y de las relaciones concretas
en las que vive la persona. En cuanto somos salvados, en cambio, «por la
oblación del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 10; cf. Col 1, 22), la verdadera
salvación, lejos de ser liberación del cuerpo, también incluye su santificación
(cf. Ro 12, 1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito
en él un lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del
Creador y a vivir en comunión con los hermanos.[22] El Salvador ha restablecido
y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este lenguaje originario
y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos. Gracias a
los sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo
y, en consecuencia, en fidelidad al orden concreto de relaciones que Él nos ha
dado. Este orden de relaciones requiere, de manera especial, el cuidado de la
humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras de misericordia
corporales y espirituales.[23]
VI. Conclusión: comunicar la fe, esperando al Salvador
15. La conciencia de la vida plena en la que Jesús Salvador
nos introduce empuja a los cristianos a la misión, para anunciar a todos los
hombres el gozo y la luz del Evangelio.[24] En este esfuerzo también estarán
listos para establecer un diálogo sincero y constructivo con creyentes de otras
religiones, en la confianza de que Dios puede conducir a la salvación en Cristo
a «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia».[25]
Mientras se dedica con todas sus fuerzas a la evangelización, la Iglesia
continúa a invocar la venida definitiva del Salvador, ya que «en esperanza
estamos salvados» (Rm 8, 24). La salvación del hombre se realizará solamente
cuando, después de haber conquistado al último enemigo, la muerte (cf. 1 Co 15,
26), participaremos plenamente en la gloria de Jesús resucitado, que llevará a
plenitud nuestra relación con Dios, con los hermanos y con toda la creación. La
salvación integral del alma y del cuerpo es el destino final al que Dios llama
a todos los hombres. Fundados en la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando
en la caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del Salvador y la
primera de los salvados, estamos seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y
esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El
transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo
glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio»
(Flp 3, 20-21).
El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida el
día 16 de febrero de 2018. Ha aprobado esta Carta, decidida en la Sesión
Ordinaria de esta Congregación el 24 de enero de 2018, y ha ordenado su
publicación. Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, el 22 de febrero de 2018, Fiesta de la Cátedra de San Pedro. Fuente:
Zenit.