24 de marzo 2018. «PONGÁMONOS LAS ARMAS DE LA LUZ»
La pureza cristiana. Padre, Raniero Cantalamessa. Franciscano,
capuchino.
En nuestro comentario de la parénesis de la Carta a los
Romanos, hemos llegado al punto donde se dice:
«La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues,
las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en
pleno día, con dignidad.
Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y
desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo,
y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rom 13,12-14).
San Agustín, en las Confesiones, nos narra el lugar que este
pasaje tuvo en su conversión. Había llegado ya a una adhesión casi total a la
fe; sus objeciones fueron eliminadas una tras otra, y la voz de Dios se había
ido haciendo cada vez más apremiante. Pero había una cosa que lo retenía: el
miedo de no lograr vivir casto. Vivía, como se sabe, con una mujer sin estar
casado.
Estaba en el jardín de la casa que lo albergaba, preso de
esta lucha interior y con lágrimas en los ojos, cuando, desde una casa cercana,
oyó que provenía una voz, como de niño o niña, que iba repitiendo: «Tolle,
lege!, ¡Toma, lee; toma, lee!». Interpretó dichas palabras como una invitación
de Dios y, teniendo al alcance de la mano el libro de las Cartas de san Pablo,
lo abrió al azar, decidido a considerar como voluntad de Dios la primera frase
sobre la cual cayera su mirada. La palabra sobre la cual cayó su mirada fue,
precisamente, la de la Carta a los Romanos que acabamos de recordar. Dentro de
él brilló una luz de seguridad (lux securitatis), que hizo desaparecer todas
las tinieblas de la incertidumbre. Sabía ya que, con la ayuda de Dios, podía
ser casto[1].
Las cosas que el Apóstol, en ese pasaje, llama «obras de las
tinieblas» son las mismas que en otros lugares define como «deseos, u obras, de
la carne» (cf. Rom 8,13; Gál 5,19) y las cosas que llama «armas de la luz» son
las mismas que en otros lugares llama «obras del Espíritu» o «frutos del
Espíritu» (cf. Gál 5,22). Entre estas obras de la carne se pone de relieve, con
dos términos (koite y aselgeia), el desenfreno sexual, al cual se contrapone el
arma de la luz que es la pureza.
En el presente contexto, el Apóstol no se alarga hablando de
este aspecto de la vida cristiana; pero sabemos qué importancia revestía a sus
ojos la lista de vicios, puesta al comienzo de la Carta (cf. Rom 1,26ss). San
Pablo establece un vínculo estrechísimo entre pureza y santidad, y entre pureza
y Espíritu Santo:
«Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os
apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros trate su cuerpo con santidad
y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a
Dios. Y que en este asunto nadie pase por encima de su hermano ni se aproveche
con engaño, porque el Señor venga todo esto, como ya os dijimos y os
aseguramos: Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino santa. Por tanto,
quien esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os ha dado su
Espíritu Santo» (1 Tes 4,3-8).
Por lo tanto, tratemos de recoger esta última «exhortación»
de la palabra de Dios, profundizando el fruto del Espíritu que es la pureza.
Las motivaciones cristianas de la pureza
San Pablo, en la carta a los Gálatas, escribe: «El fruto del
Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benignidad bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22). El término griego original, que
traducimos con «dominio de sí», es enkrateia. Tiene una gama de significados
muy amplia; se puede ejercer, en efecto, el dominio de sí en el comer, en el
hablar, en contenerse de la ira, etc. Sin embargo, aquí, como por lo demás casi
siempre en el Nuevo Testamento, significa el dominio de sí en una esfera muy
precisa de la persona, es decir, en el marco de la sexualidad. Lo deducimos por
el hecho de que, poco más arriba, al enumerar las «obras de la carne», el
Apóstol llama porneia, es decir, impureza, lo que se opone al dominio de sí
(¡es el mismo término que deriva de «pornografía»!).
En las traducciones modernas de la Biblia, el término
porneia se traduce como prostitución, como impureza, como fornicación o
adulterio y con otros vocablos. La idea de fondo contenida en el término es,
sin embargo, la de «venderse», enajenar el propio cuerpo, y, por tanto,
prostituirse (pernemi, en griego, significa «me vendo»). Al emplear dicho
término para indicar casi todas las manifestaciones de desorden sexual, la
Biblia viene a decir que todo pecado de impureza es, en cierto sentido, un
prostituirse, un venderse.
Los términos usados por san Pablo nos dicen, pues, que son
posibles, hacia el propio cuerpo y la propia sexualidad, dos actitudes
opuestas: una fruto del Espíritu y, la otra, obra de la carne; una de virtud y
otra de vicio. La primera actitud es conservar el dominio de sí y del propio
cuerpo; la segunda es, en cambio, vender o enajenar el propio cuerpo, es decir,
disponer de la sexualidad según el propio antojo, para fines utilitaristas y
distintos de aquellos para los cuales fue creada; un hacer del acto sexual un
acto venal, aunque lo útil no siempre está constituido por el dinero, como en
el caso de la auténtica prostitución, sino también por el placer egoísta fin en
sí mismo.
Cuando se habla de la pureza y de la impureza en simples
listas de virtudes o de vicios, sin profundizar en la materia, el lenguaje del
Nuevo Testamento no difiere mucho del de los moralistas paganos. También los
Estoicos y los Epicúreos exaltaban el dominio de sí, pero sólo en función de la
quietud interior, de la impasibilidad (apatheia), del autodominio; la pureza
era gobernada, según ellos, por el principio de la «recta razón».
En realidad, sin embargo, dentro de estos antiguos vocablos
paganos, hay ya un contenido totalmente nuevo que brota, como siempre, del
kerigma. Esto es ya visible en nuestro texto, donde al desenfreno sexual se
opuso, de modo muy significativo, como su contrario, el «revestirse del Señor
Jesucristo». Los primeros cristianos eran capaces de captar este contenido
nuevo, porque era objeto de catequesis específica en otros contextos.
Examinemos ahora una de estas catequesis específicas sobre
la pureza, para descubrir el verdadero contenido y las verdaderas motivaciones
cristianas de esta virtud que se derivan del acontecimiento pascual de Cristo.
Se trata del texto de 1 Cor 6,12-20. Parece que los Corintios —quizás
tergiversando una frase del Apóstol— adujeron el principio: «Todo me es
lícito», para justificar también los pecados de impureza. En la respuesta del
Apóstol está contenida una motivación totalmente nueva de la pureza que brota
del misterio de Cristo. No es lícito —dice— darse a la impureza (porneia), no
es lícito venderse o disponer de sí según el propio antojo, por el simple hecho
de que nosotros ya no nos pertenecemos, no somos nuestros, sino de Cristo. No
se puede disponer de lo que no es nuestro: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo […] y que no os pertenecéis?» (1 Cor 6,15.19).
La motivación pagana es, en cierto sentido, puesta del
revés; el valor supremo que hay que salvaguardar ya no es el dominio de sí,
sino el «no-dominio de sí». «¡El cuerpo no es para la impureza, sino para el
Señor!» (1 Cor 6,13): la motivación última de la pureza es, pues, que «¡Jesús
es el Señor!». La pureza cristiana, en otras palabras, no consiste tanto en
establecer el dominio de la razón sobre los instintos, cuanto en establecer el
dominio de Cristo sobre toda la persona, razón e instintos.
Hay un salto de cualidad casi infinito entre las dos
perspectivas; en el primer caso, la pureza está en función de mí mismo, yo soy
el objetivo; en el segundo caso, la pureza está en función de Jesús. Esta
motivación cristológica de la pureza se hace más apremiante por lo que san
Pablo añade en el mismo texto: nosotros no somos sólo genéricamente «de»
Cristo, como su propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de Cristo, sus
miembros! Esto hace todo inmensamente más delicado, porque quiere decir que,
cometiendo la impureza, yo prostituyo el cuerpo de Cristo, realizo una especie
de sacrilegio odioso; «violento» al Cuerpo del Hijo de Dios. Dice el Apóstol:
«¿Tomaré pues los miembros de Cristo y haré de ellos los miembros de una
prostituta?» (1 Cor 6,15).
A esta motivación cristológica, se agrega luego enseguida la
pneumatológica, es decir, referida al Espíritu Santo: «¿O no sabéis que vuestro
cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» (1 Cor 6,19).
Abusar del propio cuerpo es, pues, profanar el templo de Dios; pero si uno
destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él (cf. 1 Cor 3,17). Cometer
impurezas es «entristecer al Espíritu Santo de Dios» (cf. Ef 4,30).
Junto a las motivaciones cristológica y pneumatológica, el
Apóstol alude también a una motivación escatológica, es decir, que se refiere
al destino último del hombre: «Dios, que ha resucitado al Señor, nos resucitará
también a nosotros» (1 Cor 6, 14). Nuestro cuerpo está destinado a la
resurrección; está destinado a participar, un día, en la bienaventuranza y en
la gloria del alma. La pureza cristiana no se basa en el desprecio del cuerpo,
sino, por el contrario, en la gran estima de su dignidad. El Evangelio —decían
los padres de la Iglesia al combatir a los gnósticos— no predica salvarse «de»
la carne, sino la salvación «de la» carne. Los que consideran el cuerpo como un
«vestido extraño», destinado a ser abandonado aquí abajo, no poseen los motivos
que tiene el cristiano para conservarlo inmaculado.
El Apóstol concluye esta catequesis suya sobre la pureza con
la apasionada invitación: «¡Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo!» (1 Cor
6,20). El cuerpo humano es, pues, para la gloria de Dios, y expresa esta gloria
cuando la persona vive la propia sexualidad y toda su corporeidad en obediencia
amorosa a la voluntad de Dios, que es como decir: en obediencia al sentido
mismo de la sexualidad, a su naturaleza intrínseca y original que no es la de
venderse, sino la de donarse. Esta glorificación de Dios a través del propio
cuerpo no requiere necesariamente la renuncia al ejercicio de la propia
sexualidad. En el capítulo inmediatamente posterior, es decir en 1 Cor 7, san
Pablo explica, en efecto, que dicha glorificación de Dios se expresa de dos
maneras y en dos carismas distintos: o a través del matrimonio, o a través de
la virginidad. Glorifica a Dios en su cuerpo la virgen y el célibe, pero lo
glorifica también quien se casa, siempre que cada uno viva las exigencias del
propio estado.
Pureza, belleza y amor al prójimo
A la luz nueva que brota del misterio pascual y que san
Pablo nos ha ilustrado hasta aquí, el ideal de la pureza ocupa un lugar
privilegiado en cualquier síntesis de moral cristiana del Nuevo Testamento. Se
puede decir que no hay una carta de san Pablo en la que no le dedique un
espacio, cuando describe la vida nueva en el Espíritu (cf. por ejemplo, Ef
4,17-5,33; Col 3,5-12). Esta exigencia fundamental de pureza se específica, de
vez en cuando, según los diversos estados de vida de los cristianos. Las cartas
pastorales muestran cómo debe configurarse la pureza en los jóvenes, en las
mujeres, en los casados, en los ancianos, en las viudas, en los presbíteros y
en los obispos; nos presentan la pureza en sus diferentes caras de castidad,
fidelidad conyugal, sobriedad, continencia, virginidad, pudor.
En su conjunto, este aspecto de la vida cristiana determina
lo que el Nuevo Testamento —de modo especial, las cartas pastorales— llama la
«belleza» o el carácter «hermoso» de la vocación cristiana, que, fusionándose
con el otro rasgo, el de la bondad, forma el ideal único de la « belleza buena
», o la «bella bondad», por lo que se habla indistintamente tanto de buenas
obras como de obras hermosas. La tradición cristiana, al llamar a la pureza
«virtud bella», ha recogido esta visión bíblica, que expresa, a pesar de los
abusos y las acentuaciones demasiado unilaterales que también han existido,
algo profundamente verdadero. ¡La pureza, en efecto, es belleza!
Esta pureza es un estilo de vida, más que una virtud
particular. Tiene una gama de manifestaciones que va más allá de la esfera
propiamente sexual. Existe una pureza del cuerpo, pero hay también una pureza
del corazón que huye, no sólo de los actos, sino también de los deseos y los
pensamientos «malos» (cf. Mt 5,8.27-28). Existe una pureza de la boca que
consiste, negativamente, en abstenerse de palabras deshonestas, vulgaridades y
necedades (cf. Ef 5,4; Col 3,8) y, positivamente, en la sinceridad y franqueza
en el hablar, es decir, en decir: «Sí, sí» y «no, no», a imitación del Cordero
Inmaculado «en cuya boca no se halló engaño» (cf. 1 Pe 2,22). Existe,
finalmente, una pureza o limpidez de los ojos y de la mirada. El ojo —decía
Jesús— es la lámpara del cuerpo; si el ojo es puro y claro, todo el cuerpo está
en la luz (cf. Mt 6,22s; Lc 11,34). San Pablo usa una imagen muy sugestiva para
indicar este estilo de vida nuevo: dice que los cristianos, nacidos de la
Pascua de Cristo, deben ser los «panes sin levadura de pureza y de sinceridad»
(cf. 1 Cor 5,8). El término empleado aquí por el Apóstol —eilikrinéia—
contiene, en sí, la imagen de una «transparencia solar». En nuestro propio
texto, él habla de la pureza como de un «arma de la luz».
Actualmente, se tiende a contraponer los pecados contra la
pureza y los pecados contra el prójimo y se tiende a considerar verdadero
pecado sólo el contrario al prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto
excesivo concedido, en el pasado, a la «bella virtud». Esta actitud, en parte,
es explicable; la moral había acentuado demasiado unilateralmente, en el
pasado, los pecados de la carne, hasta crear, a veces, auténticas neurosis, en
detrimento de la atención a los deberes hacia el prójimo y en detrimento de la
misma virtud de la pureza que, de este modo, era empobrecida y reducida a
virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no. Ahora, sin embargo, se
ha pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los pecados contra la
pureza, a favor de una atención (a menudo sólo verbal) al prójimo. El error de
fondo está en contraponer estas dos virtudes. La Palabra de Dios, lejos de
contraponer pureza y caridad, las vincula, en cambio, estrechamente entre sí.
Basta leer la continuación del pasaje de la Primera Carta a los Tesalonicenses
que he mencionado al principio, para darse cuenta de cómo las dos cosas son
interdependientes entre sí, según el Apóstol (cf. 1 Tes 4,3-12). El fin único
de pureza y caridad es poder llevar una vida «llena de decoro», es decir,
íntegra en todas sus relaciones, tanto en relación a uno mismo como en relación
a los demás. En nuestro texto, el Apóstol resume todo esto con la expresión:
«Comportarse honestamente como en pleno día» (cf. Rom 13,13).
Pureza y amor del prójimo se relacionan entre sí como el
dominio de sí y la donación a los demás. ¿Cómo puedo donarme, si no me poseo,
sino que soy esclavo de mis pasiones? ¿Cómo puedo donarme a los demás, si no he
entendido todavía lo que me ha dicho el Apóstol, es decir, que no me pertenezco
y que mi propio cuerpo no es mío, sino del Señor? Es una ilusión creer que se
puede juntar un verdadero servicio a los hermanos, que exige siempre
sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad, con una vida personal
turbulenta, que tiende toda ella a complacerse a uno mismo y a las propias
pasiones. Inevitablemente se termina por instrumentalizar a los hermanos, como
se instrumentaliza el propio cuerpo. No sabe decir los «síes» a los hermanos
quien no sabe decir los «noes» a sí mismo.
Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el
pecado de impureza, en la mentalidad de la gente, y a descargarlo de toda
responsabilidad es que, como mucho, no hace daño a nadie, no viola los derechos
y libertades de los demás, a menos —se dice— que se trate de violencia carnal.
Pero aparte del hecho de que viola el derecho fundamental de Dios de dar una
ley a sus criaturas, esta «excusa» es falsa también respecto del prójimo. No es
verdad que el pecado de impureza termina con quien lo comete. Hay una
solidaridad de todos los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por
cualquiera que lo cometa, contagia y contamina el ambiente moral del hombre;
este contagio es llamado por Jesús «el escándalo» y está condenado por él con
algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt 18,6ss; Mc
9,42ss; Lc 17,1ss.). Según Jesús, también los malos pensamientos que están
estancados en el corazón, contaminan al hombre y, por tanto, al mundo: «Del
corazón salen los malos pensamientos; los asesinatos, los adulterios, las
fornicaciones:.. Estas son las cosas que contaminan el hombre» (Mt 15,19-20).
Todo pecado produce una erosión de los valores y, todos
juntos, crean lo que Pablo define como «la ley del pecado» del que describe su
terrible poder sobre todos los hombres (cf. Rom 7,14ss). En el Talmud hebreo se
lee un apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el
daño que todo pecado, incluso personal, lleva a los demás: «Algunas personas se
encontraban a bordo de un barco. Una de ellas tomó un taladro y comenzó a hacer
un agujero debajo de sí mismo. Los demás pasajeros, al verlo, le dijeron: —¿Qué
haces? — Él respondió: ¿Qué os importa a vosotros? ¿No estoy caso haciendo el
agujero debajo de mi asiento? — Pero ellos replicaron: — ¡Sí, pero el agua
entrará y nos ahogará a todos!». La naturaleza misma ha comenzado a enviarnos
signos siniestros de protesta contra ciertos abusos y excesos modernos en la
esfera de la sexualidad.
Pureza y renovación
Estudiando la historia de los orígenes cristianos, se ve con
claridad que los principales instrumentos con que la Iglesia logró transformar
el mundo pagano de entonces fueron dos; el primero, fue el anuncio de la
Palabra, el kerigma, y el segundo, el testimonio de vida de los cristianos, el
martirio; y se ve cómo, en el marco del testimonio de vida, dos fueron, de
nuevo, las cosas que más admiraban y convertían a los paganos: el amor fraterno
y la pureza de las costumbres. Ya la primera carta de Pedro alude al asombro
del mundo pagano frente al tenor de vida tan diferente de los cristianos.
Escribe:
«Ya es bastante el tiempo transcurrido llevando una vida de
gentiles, andando entre libertinajes, instintos, borracheras, comilonas, orgías
e idolatrías nefastas. Por eso se extrañan y os insultan cuando no acudís con
ellos a ese derroche de inmoralidad» (1 Pe 4,3-4).
Los Apologetas —es decir, los escritores cristianos que
escribían en defensa de la fe, en los primeros siglos de la Iglesia— atestiguan
que el tenor de vida puro y casto de los cristianos era, para los paganos, algo
«extraordinario e increíble». En particular, tuvo un impacto extraordinario
sobre la sociedad pagana el saneamiento de la familia, que las autoridades del
tiempo querían reformar, pero cuyo desmoronamiento eran impotentes de frenar.
Uno de los temas sobre los cuales san Justino mártir basa su Apología dirigida
al emperador Antonino Pío, es este: los emperadores romanos están preocupados
de sanear las costumbres y la familia, y se esfuerzan por promulgar, a tal fin,
leyes oportunas, que, sin embargo, se revelan insuficientes. Pues bien, ¿por
qué no reconocer lo que han sido capaces de obtener las leyes cristianas en
aquellos que las han acogido y la ayuda que pueden prestar también a la
sociedad civil? Algunas luminosas muchachas cristianas, muertas mártires,
mostraron hasta dónde llegaba, en este punto, la fuerza del cristianismo.
No hay que pensar que la comunidad cristiana estuviera toda
exenta de desordenes y pecados en materia sexual. San Pablo tuvo que reprender
incluso un caso de incesto en la comunidad de Corinto. Pero tales pecados eran
claramente reconocidos como tales, denunciados y corregidos. No se exigía estar
sin pecado, en esta materia, como en lo demás, sino luchar contra el pecado.
Ahora hacemos un salto desde los orígenes cristianos hasta
nuestros días. ¿Cuál es la situación del mundo de hoy respecto a la pureza? ¡La
misma, si no peor, que la de entonces! Nosotros vivimos en una sociedad que, en
asunto de costumbres, ha caído de lleno en el paganismo y en la idolatría del
sexo. La tremenda denuncia que san Pablo hace del mundo pagano, al comienzo de
la Carta a los Romanos, se aplica, punto por punto, al mundo de hoy,
especialmente en las sociedades llamadas del bienestar (cf. Rom 1,26-27.32).
También hoy, no sólo se hacen estas cosas y otras peores,
sino que se intenta incluso justificarlas, es decir, justificar toda licencia
moral y toda perversión sexual, con tal de que —se dice— no violente a los
demás y no ofenda la libertad ajena. Se destruyen familias enteras y se dice:
¿qué mal hay? Es indudable que ciertos juicios de la moral sexual tradicional
debían ser revisados y que las modernas ciencias del hombre han contribuido a
iluminar algunos mecanismos y condicionamientos de la psique humana que
eliminan o disminuyen la responsabilidad moral de algunos comportamientos
considerados, un tiempo, como pecaminosos.
Pero este progreso nada tiene que ver con el pansexualismo
de ciertas teorías pseudocientíficas y permisivistas que tiende a negar toda
norma objetiva en materia de moral sexual, reduciendo todo a un hecho de
evolución espontánea de las costumbres, es decir, a un asunto de cultura. Si
examinamos de cerca lo que se llama la revolución sexual de nuestros días, nos
damos cuenta, con pavor, de que no es simplemente una revolución contra el
pasado, sino que es también, a menudo, una revolución contra Dios y a veces
contra la misma naturaleza humana.
¡Puros de corazón!
Pero no quiero detenerme demasiado en describir la situación
actual en torno a nosotros, que, por lo demás, todos conocemos bien. A mí me
interesa, en efecto, descubrir y transmitir lo que Dios quiere de nosotros
cristianos en esta situación. Dios nos llama a la misma empresa a la que llamó
a nuestros primeros hermanos de fe: a «oponernos a este torrente de perdición».
Nos llama a hacer resplandecer de nuevo, ante los ojos del mundo, la «belleza»
de la vida cristiana. Nos llama a luchar por la pureza. A luchar con tenacidad
y humildad; no necesariamente a ser, todos y enseguida, perfectos. Esta lucha
es tan antigua como la Iglesia misma.
Hoy hay algo nuevo que el Espíritu Santo nos llama a hacer:
nos llama a testimoniar al mundo la inocencia originaria de las criaturas y de
las cosas. El mundo ha caído muy bajo; el sexo —se ha escrito— se nos ha subido
a todos al cerebro. Hace falta algo muy fuerte para romper esta especie de
embotamiento y borrachera de sexo. Hay que despertar en el hombre la nostalgia
de inocencia y sencillez que él lleva anhelante en su corazón, aunque muy a
menudo recubierta de barro. No de una inocencia de creación que ya no existe,
sino de una inocencia de redención que nos fue devuelta por Cristo y que se nos
ofrece en los sacramentos y en la Palabra de Dios. San Pablo apunta este
programa cuando escribe a los Filipenses: «Sed irreprochables y sencillos,
hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre
la cual brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la
vida» (Flp 2,15s). Esto es lo que el Apóstol llama, en nuestro texto, «ponernos
las armas de la luz».
Ya no basta con una pureza hecha de miedos, de tabúes, de
prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si la una
fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un potencial
enemigo, más que una «ayuda». En el pasado, la pureza se había reducido, a
veces, al menos en la práctica, precisamente a este conjunto de tabúes, de
prohibiciones y de miedos, como si la virtud tuviera que avergonzarse ante el
vicio y no, en cambio, el vicio el que debiera avergonzarse ante la virtud.
Debemos aspirar, gracias a la presencia en nosotros del Espíritu, a una pureza
que sea más fuerte que el vicio contrario; una pureza positiva, no sólo
negativa, que sea capaz de hacernos experimentar la verdad de esa palabra del
Apóstol: «¡Todo es puro para quien es puro!» (Tt 1,15) y de esta otra palabra
de la Escritura: «Aquel que está en vosotros es más grande que aquel que está
en el mundo» (1 Jn 4,4).
Debemos empezar con sanear la raíz que es el «corazón»,
porque de allí sale todo lo que contamina realmente la vida de una persona (cf.
Mt 15,18s). Decía Jesús: «¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios!» (Mt 5,8). Ellos verán realmente, es decir, tendrán ojos nuevos para
ver el mundo y a Dios, ojos límpidos que saben vislumbrar lo que es bello y lo
que es feo, lo que es verdad y lo que es mentira, lo que es vida y lo que es
muerte. Ojos, en definitiva, como los de Jesús. Con qué libertad Jesús podía
hablar de todo: de los niños, de la mujer, de la gestación, del parto… Ojos
como los de María. La pureza ya no consiste, entonces, en decir «no» a las
criaturas, sino en decirlas «sí»; sí en cuanto criaturas de Dios que eran, y
siguen siendo, «muy buenas».
Nosotros no nos hacemos ilusiones. Para poder decir este
«sí», hay que pasar a través de la cruz, porque después del pecado, nuestra
mirada sobre las criaturas se enturbió; se desencadenó en nosotros la
concupiscencia; la sexualidad ya no es pacífica, se ha convertido en una fuerza
ambigua y amenazadora, que nos arrastra contra la ley de Dios, a pesar de
nuestra propia voluntad. En la primera meditación de esta Cuaresma hemos
insistido en un aspecto particularmente actual y necesario de la mortificación:
la de los ojos. Un sano ayuno de las imágenes es hoy más importante que el
ayuno de los alimentos y las bebidas.
Concluimos recordando la experiencia de San Agustín que hemos evocado al
comienzo. Después de aquella experiencia él comenzó a rezar para obtener la
castidad de manera nueva. “Señor, dijo, tú me pides de ser casto: dame lo que
me pides y pídeme lo que quieras”. Una oración que todos podemos hacer nuestra,
sabiendo que en este campo, como in cualquier otro, sin la gracia de Dios no
podemos hacer nada. © Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco.
Fuente: Zenit.