29 de marzo 2018. Estar cercanos a los demás, es una clave
para un buen evangelizador. Homilía del Papa Francisco en la misa crismal del
jueves santo. Queridos hermanos, sacerdotes de la diócesis de Roma y de las
demás diócesis del mundo: Leyendo los textos de la liturgia de hoy me venía a
la mente, de manera insistente, el pasaje del Deuteronomio que dice: «Porque
¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el
Señor, nuestro Dios, ¿siempre que lo invocamos?» (4,7). La cercanía de Dios...
nuestra cercanía apostólica.
En el texto del profeta Isaías contemplamos al
enviado de Dios ya «ungido y enviado», en medio de su pueblo, cercano a los
pobres, a los enfermos, a los prisioneros... y al Espíritu que «está sobre él»,
que lo impulsa y lo acompaña por el camino.
En el Salmo 88 vemos cómo la compañía de Dios, que ha
conducido al rey David de la mano desde que era joven y que le prestó su brazo,
ahora que es anciano, toma el nombre de fidelidad: la cercanía mantenida a lo
largo del tiempo se llama fidelidad.
El Apocalipsis nos acerca, hasta que podemos verlo, al
«Erjómenos», al Señor que siempre «está viniendo» en Persona. La alusión a que
«lo verán los que lo traspasaron» nos hace sentir que siempre están a la vista
las llagas del Señor resucitado, siempre está viniendo a nosotros el Señor si
nos queremos «hacer próximos» en la carne de todos los que sufren,
especialmente de los niños.
En la imagen central del Evangelio de hoy, contemplamos al
Señor a través de los ojos de sus paisanos que estaban «fijos en él» (Lc 4,20).
Jesús se alzó para leer en su sinagoga de Nazaret. Le fue dado el rollo del
profeta Isaías. Lo desenrolló hasta que encontró el pasaje del enviado de Dios.
Leyó en voz alta: «El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido y
enviado...» (61,1). Y terminó estableciendo la cercanía tan provocadora de esas
palabras: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
Jesús encuentra el pasaje y lee con la competencia de los
escribas. Él habría podido perfectamente ser un escriba o un doctor de la ley,
pero quiso ser un «evangelizador», un predicador callejero, el «portador de
alegres noticias» para su pueblo, el predicador cuyos pies son hermosos, como
dice Isaías (cf. 52,7).
Esta es la gran opción de Dios: el Señor eligió ser alguien
cercano a su pueblo. ¡Treinta años de vida oculta! Después comenzará a
predicar. Es la pedagogía de la encarnación, de la inculturación; no solo en
las culturas lejanas, también en la propia parroquia, en la nueva cultura de
los jóvenes...
La cercanía es más que el nombre de una virtud particular,
es una actitud que involucra a la persona entera, a su modo de vincularse, de
estar a la vez en sí mismo y atento al otro. Cuando la gente dice de un
sacerdote que «es cercano» suele resaltar dos cosas: la primera es que «siempre
está» (contra el que «nunca está»: «Ya sé, padre, que usted está muy ocupado»,
suelen decir). Y otra es que sabe encontrar una palabra para cada uno. «Habla
con todos», dice la gente: con los grandes, los chicos, los pobres, con los que
no creen... Curas cercanos, que están, que hablan con todos... Curas
callejeros.
Uno que aprendió bien de Jesús a ser predicador callejero
fue Felipe. Dicen los Hechos que recorría anunciando la Buena Nueva de la
Palabra predicando en todas las ciudades y que estas se llenaban de alegría
(cf. 8,4.5-8). Felipe era uno de esos a quienes el Espíritu podía «arrebatar»
en cualquier momento y hacerlo salir a evangelizar, yendo de un lado para otro,
uno capaz hasta de bautizar gente de buena fe, como el ministro de la reina de
Etiopía, y hacerlo ahí mismo, en la calle (cf. Hechos 8,5; 36-40).
La cercanía es la
clave del evangelizador porque es una actitud clave en el Evangelio (el
Señor la usa para describir el Reino). Nosotros tenemos incorporado que la
proximidad es la clave de la misericordia, porque la misericordia no sería tal
si no se las ingeniara siempre, como «buena samaritana», para acortar
distancias.
Pero creo que nos falta incorporar más el hecho de que la
cercanía es también la clave de la verdad. ¿Se pueden acortar distancias en la
verdad? Sí se puede. Porque la verdad no es solo la definición que hace nombrar
las situaciones y las cosas a distancia de concepto y de razonamiento lógico.
No es solo eso. La verdad es también fidelidad (emeth), esa que te hace nombrar
a las personas con su nombre propio, como las nombra el Señor, antes de
ponerles una categoría o definir «su situación».
Hay que estar atentos a no caer en la tentación de hacer
ídolos con algunas verdades abstractas. Son ídolos cómodos que están a mano,
que dan cierto prestigio y poder y son difíciles de discernir. Porque la
«verdad-ídolo» se mimetiza, usa las palabras evangélicas como un vestido, pero
no deja que le toquen el corazón. Y, lo que es mucho peor, aleja a la gente
simple de la cercanía sanadora de la Palabra y de los sacramentos de Jesús.
En este punto, acudimos a María, Madre de los sacerdotes. La
podemos invocar como «Nuestra Señora de la Cercanía»: «Como una verdadera
madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente
la cercanía del amor de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286), de modo tal
que nadie se sienta excluido. Nuestra Madre no solo es cercana por ir a servir
con esa «prontitud» (ibíd., 288) que es un modo de cercanía, sino también por
su manera de decir las cosas.
En Caná, el momento oportuno y el tono suyo con el cual dice
a los servidores «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5), hará que esas
palabras sean el molde materno de todo lenguaje eclesial. Pero para decirlas
como ella, además de pedirle la gracia, hay que saber estar allí donde «se
cocinan» las cosas importantes, las de cada corazón, las de cada familia, las
de cada cultura. Solo en esta cercanía uno puede discernir cuál es el vino que
falta y cuál es el de mejor calidad que quiere dar el Señor.
Les sugiero meditar tres ámbitos de cercanía sacerdotal en
los que estas palabras: «Hagan todo lo que Jesús les diga» deben resonar ?de
mil modos distintos pero con un mismo tono materno? en el corazón de las
personas con las que hablamos: el ámbito del acompañamiento espiritual, el de
la confesión y el de la predicación.
La cercanía en la conversación espiritual, la podemos
meditar contemplando el encuentro del Señor con la Samaritana. El Señor le
enseña a discernir primero cómo adorar, en Espíritu y en verdad; luego, con
delicadeza, la ayuda a poner nombre a su pecado y, por fin, se deja contagiar
por su espíritu misionero y va con ella a evangelizar a su pueblo. Modelo de
conversación espiritual es el del Señor, que sabe hacer salir a la luz el
pecado de la Samaritana sin que proyecte su sombra sobre su oración de
adoradora ni ponga obstáculos a su vocación misionera.
La cercanía en la confesión la podemos meditar contemplando
el pasaje de la mujer adúltera. Allí se ve claro cómo la cercanía lo es todo porque
las verdades de Jesús siempre acercan y se dicen (se pueden decir siempre) cara
a cara. Mirando al otro a los ojos ?como el Señor cuando se puso de pie después
de haber estado de rodillas junto a la adúltera que querían apedrear, y puede
decir: «Yo tampoco te condeno» (Jn 8,11), no es ir contra la ley. Y se puede
agregar «En adelante no peques más» (ibíd.), no con un tono que pertenece al
ámbito jurídico de la verdad-definición ?el tono de quien siente que tiene que
determinar cuáles son los condicionamientos de la Misericordia divina? sino que
es una frase que se dice en el ámbito de la verdad-fiel, que le permite al
pecador mirar hacia adelante y no hacia atrás. El tono justo de este «no peques
más» es el del confesor que lo dice dispuesto a repetirlo setenta veces siete.
Por último, el ámbito de la predicación. Meditamos en él
pensando en los que están lejos, y lo hacemos escuchando la primera prédica de
Pedro, que debe incluirse dentro del acontecimiento de Pentecostés. Pedro
anuncia que la palabra es «para los que están lejos» (Hch 2,39), y predica de
modo tal que el kerigma les «traspasó el corazón» y les hizo preguntar: «¿Qué
tenemos que hacer?» (Hch 2,37). Pregunta que, como decíamos, debemos hacer y
responder siempre en tono mariano, eclesial.
La homilía es la piedra de toque «para evaluar la cercanía y
la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 135). En la homilía se ve qué cerca hemos estado de Dios en la oración
y qué cerca estamos de nuestro pueblo en su vida cotidiana.
La buena noticia se da cuando estas dos cercanías se
alimentan y se curan mutuamente. Si te sientes lejos de Dios, acércate a su
pueblo, que te sanará de las ideologías que te entibiaron el fervor. Los
pequeños te enseñarán a mirar de otra manera a Jesús. Para sus ojos, la Persona
de Jesús es fascinante, su buen ejemplo da autoridad moral, sus enseñanzas
sirven para la vida.
Si te sientes lejos de la gente, acércate al Señor, a su
Palabra: en el Evangelio, Jesús te enseñará su modo de mirar a la gente, qué
valioso es a sus ojos cada uno de aquellos por los que derramó su sangre en la
Cruz. En la cercanía con Dios, la Palabra se hará carne en ti y te volverás un
cura cercano a toda carne. En la cercanía con el pueblo de Dios, su carne
dolorosa se volverá palabra en tu corazón y tendrás de qué hablar con Dios, te
volverás un cura intercesor.
Al sacerdote cercano, ese que camina en medio de su pueblo
con cercanía y ternura de buen pastor (y unas veces va adelante, otras en medio
y otras veces va atrás, pastoreando), no es que la gente solamente lo aprecie
mucho; va más allá: siente por él una cosa especial, algo que solo siente en
presencia de Jesús.
Por eso, no es una cosa más esto de «discernir nuestra
cercanía». En ella nos jugamos «hacer presente a Jesús en la vida de la
humanidad» o dejar que se quede en el plano de las ideas, encerrado en letras
de molde, encarnado a lo sumo en alguna buena costumbre que se va convirtiendo
en rutina.
Le pedimos a María, «Nuestra Señora de la Cercanía», que
«nos acerque» entre nosotros y, a la hora de decirle a nuestro pueblo que «haga
todo lo que Jesús le diga», nos unifique el tono, para que en la diversidad de
nuestras opiniones, se haga presente su cercanía materna, esa que con su «sí»
nos acercó a Jesús para siempre. Fuente: Aciprensa.